martes, 5 de diciembre de 2017

No hay razas, pero hay racismo

Por Luis Toledo Sande

Recientemente alguien dijo: “No hay racismo, porque no hay razas”, y otra persona exclamó: “¡Ojalá!”. La segunda reaccionaba ante una interpretación simplista de juicios luminosos como el que le permitió a José Martí adelantar en “Nuestra América” (1891) una verdad que tardaría más de un siglo en ser avalada por descubrimientos científicos.
El juicio martiano, acaso más citado que asumido a fondo, parte de expresar: “No hay odio de razas, porque no hay razas”, y atribuye a “pensadores canijos” el enhebrar y recalentar “las razas de librería”, ajenas a “la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre”. Luego afirma: “El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color”.
Martí se distanció raigalmente de lo que él —como se lee en su semblanza de Ralph Waldo Emerson— consideraba insectear en lo concreto, actitud propia del positivismo. Apreció que, por ostensibles que sean las diferencias entre los grupos que lo integran, el género humano encarna una abarcadora identidad y no está dividido en razas, como lo están otras especies del reino animal, en el que la humana se distingue por ser portadora de la razón, aunque aún no haya sido capaz de emplearla en plenitud.
Se reconoce que con la mundialización determinada por el capitalismo que se expandía, el pensamiento dominante aplicó a la valoración de la humanidad el concepto de razas, propio de la zoología. Tal manejo, con el cual se ha intentado justificar la opresión de las supuestas “razas inferiores”, creció desde el mal llamado Descubrimiento de América, hito en la interconexión planetaria. Hasta entonces era frecuente que compartieran matices de piel los esclavizados y los esclavistas, y estos últimos no necesitaban colorear la lucha de intereses, de clases.
Con el sojuzgamiento de los pueblos originarios de la que se bautizó como América, y de africanos traídos a ella por la fuerza, creció la aviesa construcción conceptual, que magnifica las particularidades étnicas. Revolucionario fundador, Martí solía hablar desde el deber ser, pero no ignoraba la realidad que enfrentaba, ni soslayaba las falacias en boga. Eso explica que, aunque convencido de la inexistencia de razas en el género humano, a las líneas antes citadas añadiera: “Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas”.
Ese llamamiento era necesario entonces, y sigue siéndolo hoy, hasta en lugares donde la repudiable mistificación pudiera estimarse erradicada y contradiga los ideales de justicia cultivados. En Cuba, y no solo en el cuchicheo irresponsable, se oye hablar de grupos poblacionales diferenciados por edad, sexo —cuyas complejidades ni se rozarán aquí—, origen social —tan a menudo visto de manera mecánica— ¡y “raza”!
Profesionales afanados en educar a la ciudadanía en el cuidado de la salud —que se debe procurar no solo para el cuerpo, sino también para el pensamiento— incluyen entre los factores de riesgo para contraer determinadas enfermedades el pertenecer a una raza u otra. Ese criterio abona prejuicios, y se suma al de especialistas que, refiriéndose a los animales no racionales, llaman “ejemplares genéticamente sanos” a los de “raza pura”.
Lo que el sabio Fernando Ortiz —de rica y a menudo ignorada evolución en el tema, y que se propuso tener por guía la luz martiana— llamó “el engaño de las razas”, se ha fabricado de modo sistemático y nocivo hasta la inercia, y sigue causando estragos. Quiérase o no, aun al sostener la igualdad de “las razas humanas”, o negar los criterios con que las esgrime el pensamiento opresor, se asume que ellas existen.
Del racismo, enfermedad social, es malvado hasta el nombre, lo que no sucede con las fisiológicas. Aunque científicamente no se denominara Mycobacterium tuberculosis, es el bacilo de Koch —no la palabra tuberculosis, por aterradora que sea— lo que arruina al organismo infectado. Pero el término racismo perpetúa efectos de la perversión que él designa: al usarlo se gira en torno a la idea de raza.
Que, sin haber razas en la humanidad, se hable de ellas —no siempre involuntaria o ingenuamente— como si existieran, se debe a que el racismo sigue en pie, y no solo en cuestiones lexicales, cuya importancia, por otra parte, no cabe menospreciar, dada su íntima relación con el pensamiento. Este se lastra con malos usos, y con malversaciones conceptuales como las en boga con humanitario, daños colaterales y austeridad. La inercia lingüística parece eternizar el uso de racismo, hasta en afanes por condenarlo, a veces encaminados de modos que parecen calzar lo mismo que se quiere abolir.
Desde su llegada al poder en 1959, la Revolución Cubana derribó barreras contrarias a la dignidad de las personas. En la injusticia imperante en cuanto a derechos ciudadanos en general, relaciones laborales y acceso al bienestar operaban las barreras mayores, pero entre las más visibles estaban los clubes que separaban a “blancos” y a “negros”. Por muy explicable que pueda ser, resulta lacerante percibir que cincuenta años de brega revolucionaria no bastan para erradicar totalmente prejuicios sembrados durante siglos.
Ni siquiera es seguro que salga sobrando repudiar el estrabismo conceptual infuso en la suposición de que el antídoto contra el racismo que subiste en Cuba puede hallarse en instituciones —prensa, academia y otras— que han servido y sirven al pensamiento dominante de naciones donde el racismo ha imperado e impera. En los Estados Unidos la independencia se logró sobre las espaldas de esclavos “negros”, y crecieron engendros como el Ku Klux Klan y el supremacismo, cuyas secuelas perduran.
Aunque el homo sapiens proviene de África, vale respetarle a cada quien el derecho a proclamarse de un origen u otro. Pero, en un país mestizo como Cuba, es probable que quien por razones étnicas se considere afrodescendiente, venga también de ancestros hispanos, sin que eso agote sus abolengos. En el ajiaco cubano figuran el ingrediente chino y otros de menor cifra —franceses, árabes, japoneses, suecos…—, sin descontar el de vecindades caribeñas ni el aborigen. Este, a pesar del genocidio a que lo sometió la Conquista, sobrevive en la genética, en la lengua, en alimentos y en otras expresiones culturales.
Valdría indagar en qué medida el apogeo con que desde hace unos años, en Cuba, como en otras partes, ha prosperado la noción de afrodescendencia no solo ha obedecido a su factual legitimidad objetiva, sino también al influjo de realidades ajenas. En los Estados Unidos las clases dominantes, hijas putativas del muy racista imperio británico, usaron la mencionada noción para segregar —como a los pobladores aborígenes— a los de ancestros africanos, hasta infundirles, no obstante su peso en la integración nacional, la idea de que no eran, o no son, estadounidenses. Así se les ha querido negar el derecho y la responsabilidad de saberse parte de la nación, y transformarla.
Cuba tendrá hoy deformaciones inseparables de la herencia del colonialismo español y la dominación que el imperialismo estadounidense le impuso de 1898 a 1958 y cada día intenta reconquistar. Pero en esa realidad tiene su propia historia. En sus campañas por la libertad se mezclaron en las huestes emancipadoras Carlos Manuel de Céspedes y sus otrora esclavos, Mariana Grajales y Ana Betancourt, Máximo Gómez y Antonio Maceo, José Martí y Juan Gualberto Gómez, y en años posteriores brillaron Abel Santamaría y Juan Almeida, Gerardo Abreu (Fontán) y Frank País, para solo citar nos cuantos nombres emblemáticos. De ese crisol surgió el líder Fidel Castro Ruz.
Todos se sentían y eran cubanos, mientras que en las fuerzas de la opresión “brillaron” sucesivamente, para no abrumar con ejemplos, el “blanco” Gerardo Machado y el “mulato” Fulgencio Batista, que hicieron asesinar por igual a revolucionarios étnicamente diversos. El racismo podía, sí, asomar hasta en la lucha revolucionaria. Montada sobre la música de La Chambelona, una copla revolvió el origen étnico del último tirano: “Batista no tiene madre porque lo parió una mona”. Y no habrá faltado el cubano dispuesto a derramar su sangre por la libertad de África, pero no a tolerar como hecho natural el casamiento de su hija “blanca” con un “negro”. El matiz racista en las preferencias relativas a la pareja se trenza en una complejidad multilateral que requeriría un texto aparte para tratarla.
Experto en mentir y calumniar, el imperio viene de una tradición en la que dividir es un recurso preferente para dominar —sin prescindir de agresiones armadas, bloqueos, saqueos, genocidios— y se ha permitido tratar de darle a Cuba, y al mundo todo, lecciones sobre democracia, legalidad internacional y derechos humanos, que él viola sistemáticamente. Ha tenido asimismo la desfachatez de azuzar odios propios del racismo en la misma Cuba que tanto ha hecho por erradicar ese mal. ¿Sería sensato descartar que los farisaicos ardides imperiales hayan tenido algún grado de éxito?
Después de tanta historia, de tanta sangre de diferentes etnias vertida dentro y fuera de su territorio, Cuba merecería que en ella ninguna etiqueta demográfica fuera más entrañable que el gentilicio cubano, y cubana. Pero contra ello conspira no solo lo que viene del pasado, sino torcimientos entronizados hoy al calor de la creciente gestión privada, contra la que no procede enfilar cañones impertinentes, pero sí aspirar a que funcione el control legal necesario para impedir descarríos. A veces se busca una “buena presencia física” que parece apuntar a pretensiones de la eugenesia “aria”, a maniobras de un racismo contrario a las leyes, el espíritu y las tradiciones emancipadoras de la nación.
Con el reclamo de “buena presencia” se junta la proliferación del aristocratizante VIP, que privilegia a quienes son presuntamente very important persons y margina a quienes supuestamente no merecen ese tratamiento. Funciona, además, en inglés, y algún establecimiento privado —entre los que no faltan los que idealicen y le rindan culto al pasado de la nación, con Batista incluido— puede ostentar un nombre como VIP Havana. El asunto se torna aún más complejo porque desde antes del rescate del sector privado, en los aeropuertos y billetes de reservación aérea del país la capital no se llama La Habana, sino Havana, y el concepto de VIP —que ya algunos revolucionarios reclamaban en pos del confort que, debido a su rango, se les asignaba administrativamente por lo menos para viajes aéreos— asomaba en trámites protocolares oficiales.
En esa compleja y a veces indeseable realidad parece natural publicar, para revertir silenciamientos injustos, volúmenes no solo de textos escritos por o acerca de mujeres cubanas en general, sino, en particular, mujeres “negras”. De ser ello realmente necesario, porque alguien se sienta o sea excluido o negativamente discriminado —si lo fuera de modo meliorativo, ¿le molestaría?—, sería una señal que apunta a todo cuanto debe ser cambiado en la realidad, y ello remite al concepto de Revolución legado por el líder Fidel Castro. Pero, en Cuba, si tal distinción no es necesaria, reclamaría medidas persuasivas y funcionales para prevenir lo que pudiera ser búsqueda de espacios o el fomento, aunque fuera involuntario, de divisiones que, lejos de hacerle bien, podrían dañar a la nación.
No se habla de editoriales privadas —que, de existir, tampoco tendrían por qué estar exentas de todo tipo de control social sano—, sino de las que, obra de la Revolución, son parte de las propiedades de todo el pueblo, con las que el Estado tiene serias responsabilidades que cumplir. A todas las instituciones del país, y a la ciudadanía en general, las convocan el derecho y el deber de coadyuvar con labor educativa, con prédica cultural inteligente, con hechos prácticos —sin obviar las medidas punitivas que puedan ser indispensables—, a la erradicación de un mal como el llamado racismo.
Sobre o contra ese crimen de lesa humanidad queda mucho por decir y por hacer. Sus flechas, envenenadas, son herencia de un pasado del cual, junto con virtudes salvadoras, el país también ha recibido —y serían inaceptables aunque fueran mínimas— prejuicios, suspicacias y resquemores múltiples. Además de saber —y a menudo parece ignorarse— que en la especie humana no existen razas, urge cultivar y conseguir que se imponga gustosamente lo que no cabe confiar ni a resentimientos ni a la espontaneidad: el funcionamiento social y los valores éticos capaces de impedir que tampoco haya racismo, eso que Martí, aun discrepando de una herencia lexical que todavía hoy está lejos de haberse superado, llamó, para condenarlo, el odio de las razas.
 La Jiribilla, 4/diciembre/2017.

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