Recientemente alguien dijo:
“No hay racismo, porque no hay razas”, y otra persona exclamó: “¡Ojalá!”. La
segunda reaccionaba ante una interpretación simplista de juicios luminosos como
el que le permitió a José Martí adelantar en “Nuestra América” (1891) una
verdad que tardaría más de un siglo en ser avalada por descubrimientos
científicos.
El juicio martiano, acaso
más citado que asumido a fondo, parte de expresar: “No hay odio de razas,
porque no hay razas”, y atribuye a “pensadores canijos” el enhebrar y
recalentar “las razas de librería”, ajenas a “la justicia de la Naturaleza,
donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad
universal del hombre”. Luego afirma: “El alma emana, igual y eterna, de los
cuerpos diversos en forma y en color”.
Martí se distanció raigalmente
de lo que él —como se lee en su semblanza de Ralph Waldo Emerson— consideraba insectear en lo concreto, actitud propia
del positivismo. Apreció que, por ostensibles que sean las diferencias entre
los grupos que lo integran, el género humano encarna una abarcadora identidad y
no está dividido en razas, como lo están otras especies del reino animal, en el
que la humana se distingue por ser portadora de la razón, aunque aún no haya
sido capaz de emplearla en plenitud.
Se reconoce que con la
mundialización determinada por el capitalismo que se expandía, el pensamiento
dominante aplicó a la valoración de la humanidad el concepto de razas, propio
de la zoología. Tal manejo, con el cual se ha intentado justificar la opresión
de las supuestas “razas inferiores”, creció desde el mal llamado Descubrimiento
de América, hito en la interconexión planetaria. Hasta entonces era frecuente
que compartieran matices de piel los esclavizados y los esclavistas, y estos
últimos no necesitaban colorear la lucha de intereses, de clases.
Con el sojuzgamiento de
los pueblos originarios de la que se bautizó como América, y de africanos
traídos a ella por la fuerza, creció la aviesa construcción conceptual, que magnifica
las particularidades étnicas. Revolucionario fundador, Martí solía hablar desde
el deber ser, pero no ignoraba la realidad que enfrentaba, ni soslayaba las
falacias en boga. Eso explica que, aunque convencido de la inexistencia de
razas en el género humano, a las líneas antes citadas añadiera: “Peca contra la
Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas”.
Ese llamamiento era
necesario entonces, y sigue siéndolo hoy, hasta en lugares donde la repudiable mistificación
pudiera estimarse erradicada y contradiga los ideales de justicia cultivados. En
Cuba, y no solo en el cuchicheo irresponsable, se oye hablar de grupos poblacionales
diferenciados por edad, sexo —cuyas complejidades ni se rozarán aquí—, origen
social —tan a menudo visto de manera mecánica— ¡y “raza”!
Profesionales afanados
en educar a la ciudadanía en el cuidado de la salud —que se debe procurar no
solo para el cuerpo, sino también para el pensamiento— incluyen entre los
factores de riesgo para contraer determinadas enfermedades el pertenecer a una
raza u otra. Ese criterio abona prejuicios, y se suma al de especialistas que, refiriéndose
a los animales no racionales, llaman “ejemplares genéticamente sanos” a los de
“raza pura”.
Lo que el sabio Fernando
Ortiz —de rica y a menudo ignorada evolución en el tema, y que se propuso tener
por guía la luz martiana— llamó “el engaño de las razas”, se ha fabricado de
modo sistemático y nocivo hasta la inercia, y sigue causando estragos. Quiérase
o no, aun al sostener la igualdad de “las razas humanas”, o negar los criterios
con que las esgrime el pensamiento opresor, se asume que ellas existen.
Del racismo, enfermedad
social, es malvado hasta el nombre, lo que no sucede con las fisiológicas. Aunque
científicamente no se denominara Mycobacterium
tuberculosis, es el bacilo de Koch —no la palabra tuberculosis, por aterradora que sea— lo que arruina al organismo
infectado. Pero el término racismo perpetúa
efectos de la perversión que él designa: al usarlo se gira en torno a la idea
de raza.
Que, sin haber razas en
la humanidad, se hable de ellas —no siempre involuntaria o ingenuamente— como
si existieran, se debe a que el racismo sigue en pie, y no solo en cuestiones
lexicales, cuya importancia, por otra parte, no cabe menospreciar, dada su íntima
relación con el pensamiento. Este se lastra con malos usos, y con
malversaciones conceptuales como las en boga con humanitario, daños
colaterales y austeridad. La
inercia lingüística parece eternizar el uso de racismo, hasta en afanes por condenarlo, a veces encaminados de
modos que parecen calzar lo mismo que se quiere abolir.
Desde su llegada al
poder en 1959, la Revolución Cubana derribó barreras contrarias a la dignidad de
las personas. En la injusticia imperante en cuanto a derechos ciudadanos en
general, relaciones laborales y acceso al bienestar operaban las barreras
mayores, pero entre las más visibles estaban los clubes que separaban a “blancos”
y a “negros”. Por muy explicable que pueda ser, resulta lacerante percibir que cincuenta
años de brega revolucionaria no bastan para erradicar totalmente prejuicios sembrados
durante siglos.
Ni siquiera es seguro
que salga sobrando repudiar el estrabismo conceptual infuso en la suposición de
que el antídoto contra el racismo que subiste en Cuba puede hallarse en
instituciones —prensa, academia y otras— que han servido y sirven al
pensamiento dominante de naciones donde el racismo ha imperado e impera. En los
Estados Unidos la independencia se logró sobre las espaldas de esclavos
“negros”, y crecieron engendros como el Ku Klux Klan y el supremacismo, cuyas secuelas
perduran.
Aunque el homo sapiens proviene de África, vale respetarle
a cada quien el derecho a proclamarse de un origen u otro. Pero, en un país
mestizo como Cuba, es probable que quien por razones étnicas se considere afrodescendiente,
venga también de ancestros hispanos, sin que eso agote sus abolengos. En el ajiaco
cubano figuran el ingrediente chino y otros de menor cifra —franceses, árabes,
japoneses, suecos…—, sin descontar el de vecindades caribeñas ni el aborigen.
Este, a pesar del genocidio a que lo sometió la Conquista, sobrevive en la
genética, en la lengua, en alimentos y en otras expresiones culturales.
Valdría indagar en qué
medida el apogeo con que desde hace unos años, en Cuba, como en otras partes, ha
prosperado la noción de afrodescendencia no solo ha obedecido a su factual
legitimidad objetiva, sino también al influjo de realidades ajenas. En los
Estados Unidos las clases dominantes, hijas putativas del muy racista imperio
británico, usaron la mencionada noción para segregar —como a los pobladores aborígenes—
a los de ancestros africanos, hasta infundirles, no obstante su peso en la
integración nacional, la idea de que no eran, o no son, estadounidenses. Así se
les ha querido negar el derecho y la responsabilidad de saberse parte de la
nación, y transformarla.
Cuba tendrá hoy deformaciones
inseparables de la herencia del colonialismo español y la dominación que el
imperialismo estadounidense le impuso de 1898 a 1958 y cada día intenta reconquistar.
Pero en esa realidad tiene su propia historia. En sus campañas por la libertad
se mezclaron en las huestes emancipadoras Carlos Manuel de Céspedes y sus otrora
esclavos, Mariana Grajales y Ana Betancourt, Máximo Gómez y Antonio Maceo, José
Martí y Juan Gualberto Gómez, y en años posteriores brillaron Abel Santamaría y
Juan Almeida, Gerardo Abreu (Fontán)
y Frank País, para solo citar nos cuantos nombres emblemáticos. De ese crisol
surgió el líder Fidel Castro Ruz.
Todos se sentían y eran
cubanos, mientras que en las fuerzas de la opresión “brillaron” sucesivamente,
para no abrumar con ejemplos, el “blanco” Gerardo Machado y el “mulato”
Fulgencio Batista, que hicieron asesinar por igual a revolucionarios
étnicamente diversos. El racismo podía, sí, asomar hasta en la lucha
revolucionaria. Montada sobre la música de La
Chambelona, una copla revolvió el origen étnico del último tirano: “Batista
no tiene madre porque lo parió una mona”. Y no habrá faltado el cubano
dispuesto a derramar su sangre por la libertad de África, pero no a tolerar como
hecho natural el casamiento de su hija “blanca” con un “negro”. El matiz
racista en las preferencias relativas a la pareja se trenza en una complejidad multilateral
que requeriría un texto aparte para tratarla.
Experto en mentir y calumniar,
el imperio viene de una tradición en la que dividir es un recurso preferente para
dominar —sin prescindir de agresiones armadas, bloqueos, saqueos, genocidios— y
se ha permitido tratar de darle a Cuba, y al mundo todo, lecciones sobre
democracia, legalidad internacional y derechos humanos, que él viola sistemáticamente.
Ha tenido asimismo la desfachatez de azuzar odios propios del racismo en la
misma Cuba que tanto ha hecho por erradicar ese mal. ¿Sería sensato descartar
que los farisaicos ardides imperiales hayan tenido algún grado de éxito?
Después de tanta
historia, de tanta sangre de diferentes etnias vertida dentro y fuera de su
territorio, Cuba merecería que en ella ninguna etiqueta demográfica fuera más
entrañable que el gentilicio cubano,
y cubana. Pero contra ello conspira
no solo lo que viene del pasado, sino torcimientos entronizados hoy al calor de
la creciente gestión privada, contra la que no procede enfilar cañones
impertinentes, pero sí aspirar a que funcione el control legal necesario para
impedir descarríos. A veces se busca una “buena presencia física” que parece
apuntar a pretensiones de la eugenesia “aria”, a maniobras de un racismo
contrario a las leyes, el espíritu y las tradiciones emancipadoras de la
nación.
Con el reclamo de “buena
presencia” se junta la proliferación del aristocratizante VIP, que privilegia a quienes son presuntamente very important persons y margina a
quienes supuestamente no merecen ese tratamiento. Funciona, además, en inglés,
y algún establecimiento privado —entre los que no faltan los que idealicen y le
rindan culto al pasado de la nación, con Batista incluido— puede ostentar un
nombre como VIP Havana. El asunto se
torna aún más complejo porque desde antes del rescate del sector privado, en
los aeropuertos y billetes de reservación aérea del país la capital no se llama
La Habana, sino Havana, y el concepto
de VIP —que ya algunos
revolucionarios reclamaban en pos del confort que, debido a su rango, se les
asignaba administrativamente por lo menos para viajes aéreos— asomaba en
trámites protocolares oficiales.
En esa compleja y a veces
indeseable realidad parece natural publicar, para revertir silenciamientos
injustos, volúmenes no solo de textos escritos por o acerca de mujeres cubanas
en general, sino, en particular, mujeres “negras”. De ser ello realmente
necesario, porque alguien se sienta o sea excluido o negativamente discriminado
—si lo fuera de modo meliorativo, ¿le molestaría?—, sería una señal que apunta
a todo cuanto debe ser cambiado en la realidad, y ello remite al concepto de
Revolución legado por el líder Fidel Castro. Pero, en Cuba, si tal distinción no
es necesaria, reclamaría medidas persuasivas y funcionales para prevenir lo que
pudiera ser búsqueda de espacios o el fomento, aunque fuera involuntario, de divisiones
que, lejos de hacerle bien, podrían dañar a la nación.
No se habla de
editoriales privadas —que, de existir, tampoco tendrían por qué estar exentas
de todo tipo de control social sano—, sino de las que, obra de la Revolución,
son parte de las propiedades de todo el pueblo, con las que el Estado tiene
serias responsabilidades que cumplir. A todas las instituciones del país, y a
la ciudadanía en general, las convocan el derecho y el deber de coadyuvar con labor
educativa, con prédica cultural inteligente, con hechos prácticos —sin obviar
las medidas punitivas que puedan ser indispensables—, a la erradicación de un
mal como el llamado racismo.
Sobre o contra ese crimen
de lesa humanidad queda mucho por decir y por hacer. Sus flechas, envenenadas,
son herencia de un pasado del cual, junto con virtudes salvadoras, el país
también ha recibido —y serían inaceptables aunque fueran mínimas— prejuicios,
suspicacias y resquemores múltiples. Además de saber —y a menudo parece ignorarse—
que en la especie humana no existen razas, urge cultivar y conseguir que se
imponga gustosamente lo que no cabe confiar ni a resentimientos ni a la
espontaneidad: el funcionamiento social y los valores éticos capaces de impedir
que tampoco haya racismo, eso que Martí, aun discrepando de una herencia
lexical que todavía hoy está lejos de haberse superado, llamó, para condenarlo,
el odio de las razas.
La Jiribilla,
4/diciembre/2017.
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