Las fábricas de subjetividad de “los elegidos” son enfáticas en asentar un “pensamiento único”; con sus criterios de valor y los ordenamientos deseados. Salvo excepciones, los guionistas y directores de los emporios multimediáticos se constituyen en “intelectuales orgánicos” del sistema capitalista. Sirven, con relatos fáciles de digerir, los significados y sentidos funcionales de la conservación del estratificado statu quo. Presentan, incandescentes, las marcas que identifican y las cercas que separan a “los otros”, al “rebaño desconcertado”, los perdedores y salvajes de hoy. Prácticas de dominación en las que late una impronta marcadamente excluyente y malthusiana. Con trazas desde las reflexiones inaugurales de la Sociedad Mont-Pelerin, germen del (neo)liberalismo, y un poco más atrás, en los estereotipos típicos de la antropología victoriana y el discurso comparativo del evolucionismo del siglo XIX, que el humanista José Martí supo percibir y criticar.
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Para “filtrar” sus relatos lentamente —como pedía Friedrich Von Hayek, “desde la cúspide de la pirámide hacia la base”—, el gran imperio del entretenimiento creado por Walt Disney tiene una fórmula de probada eficacia comunicativa y comercial; desde la Blancanieves de 1937, hasta la recién estrenada active live de El Rey León. Jon Favreau, director de esta última, la resume así: “mezclar magia y mensaje. Necesitas ambas: la aspirina y el puré de manzana”, confesó. “La tecnología es una forma de magia. Para nosotros, hacer The Lion King tan excitante e interesante visualmente como pudimos, con todas estas tecnologías que la gente no ha visto hasta ahora (...) crea emoción. Y cuando su curiosidad está en lo más alto, eso les hace receptivos a la historia. Siempre tienes que tener los fuegos artificiales a mano para mantener a los jóvenes enganchados”, añadió el millonario.
Enganchados con una historia fabricada que recicla signos pertenecientes a diversas culturas, ensamblados asistemáticamente; con nuevos significados y la destrucción consecuente de sus sentidos originarios. Se ha repetido que la película está inspirada en el drama Hamlet, de Shakespeare, pero el propio Favreau revela la conexión de la historia del largometraje con otros mitos. En su caso con la mitología del antiguo Egipto, la “historia de Osiris, Seth y Horus que es muy similar”, relacionada al fratricidio bíblico de Abel y Caín.
Asumiendo al mito como una clave a descifrar, para quitar máscaras, alumbra saber de la recurrencia en la mitología de las civilizaciones arcaicas, de “La rebelión primigenia”. El levantamiento de un grupo de seres ingratos que ponen en peligro la preeminencia del creador del cosmos y sus legítimos sucesores. Esta abrupta e injustificada ruptura de la paz, es resuelta por “los elegidos” con una avasalladora violencia y la sucesión dinástica. Así, como resolución privilegiada a la crisis, el dios-sol-rey se eleva en un nuevo horizonte: el del Estado.
Cuentos mitológicos inscriptos en ámbitos diversos, pero con evidentes similitudes y conexiones con un mito común. Con estructuras narrativas equiparables a la de El rey león, desde la cosmogonía a la cratología, y con referencias a un sucesor. En uno de ellos, el mito de “El Sol Alado”, aparecen Osiris, su hermano Seth y dos Horus (Horus Behedeti, el que mata a los extranjeros, y Horus hijo de Isis y Osiris). En una de las terroríficas escenas, Horus Behedeti se transforma en “un león de rostro humano” — “coronado con la triple corona”—, para matar con sus garras a los rebeldes, arrancarles sus riñones y preparar con ellos una comida.
Solo con la violencia eficaz cabe hacer frente al caos, se repite en ellos, de manera “obsesiva”. Práctica que hacen suya los seguidores de Levi Strauss, quien advirtió que la redundancia es la cualidad esencial de todo mito. El discurso mítico procede por acumulación obsesiva de “paquetes” de “enjambres” o de "constelaciones de imágenes" que imprimen su validez por la fuerza de su lugar de enunciación. Históricas estrategias, diferenciadas —y complementarias— para cada estrato de los “otros”, para la gran masa animal de la pradera, las marginadas hienas y el terrorífico Scar.
Para su estigmatización simbólica, las maquinarias de subjetividad de las élites han acumulado un catálogo de marcas (sexuales, raciales, étnicas, religiosas...) y exónimos (el salvaje, el bárbaro, el negro ese, la marginal esa, el delincuente ese, la inmigrante prostituta, el inmigrante invasor, el terrorista musulmán, el mapuche violento y el chavista ratacomunista). Llegando hasta el discurso más público y mediatizado, como “El eje del mal” de George Bush, los “países de mierda” de Donald Trump, la “caquita petrificada” de Jair Bolsonaro.
Para la internalización de su inferioridad (social, económica y cultural), para la mansa aceptación de su lugar (abajo y en la periferia), le inoculan sistemáticamente a la manada la condición de dependencia; la percepción de que los elegidos, en la cima de la roca, son la “vanguardia de las energías nacionales” y del mundo. Las muchedumbres acostumbradas a no tener, sobreviven con el temor de perder lo único que le regalan, las ilusiones y promesas de progresar. Con el “quiero ser princesa” y con el quiero ser “desarrollado” se distribuye interesadamente la tolerancia a la subordinación. La aceptación, como “normal”, “natural” y “correcto”, de los límites y correcciones sugeridas, recomendadas e impuestas por “los elegidos”, en virtud de su posición más avanzada, su excelencia o belleza.
“El pato Donald, en los dibujos animados, como los desdichados en la realidad, recibe sus puntapiés a fin de que los espectadores se habitúen a los suyos”, señalaban Adorno y Horkheimer. Los animados martillan “la antigua verdad de que el maltrato continuo, el quebrantamiento de toda resistencia individual, es la condición de vida en esta sociedad”. Así producen y reproducen lo que Kant denominó la “minoría de edad”; una posición subjetiva en la que las personas se conducen como un rebaño, transfiriendo al otro la dirección de su propia vida, sin hacerse responsables de sus actos, por cobardía e impotencia”.
Operatorias complementarias a la simbolizada con el “Hakuna matata”. El conformismo a pulso, la invitación a la apatía política, a “elegir” estar fuera del sistema, vivir en la periferia sin molestar. Según este relato, ser feliz es no intervenir ni protestar, evadir las responsabilidades; entregarse al placer lúdico y a la enajenación perpetua es el modo de conseguir una vida relajada. Salirse del camino de los poderosos y salirse de la cruda realidad, injusta por naturaleza, según los ideologemas producidos y defendidos por los de Disney.
Burbujas que se inflan trasmutando lo ilusorio, lo aparente y lo real; con la “disolución de todo lo sólido”, para decirlo a lo Bauman, que dificulta al niño adquirir sentidos orientadores. Parece natural que las presas adoren a su depredador y el león mande por su cariz (parece más rey que el más desarrollado mono). En el mundo Disney apenas aparecen los que hicieron ricos a los reyes y facturaron con sudor y sangre todo lo bello en el palacio. Las princesas no hacen caca, me dijo, con mediatizada convicción, la más pequeñita de mis niñas.
Con el active live se revive el relato original. Se acredita a una nueva guionista, pero se afirma la repetición, cuadro por cuadro, de casi el 95% del guion de los 90, para satisfacer la nostalgia de aquellos niños de la “generación X”, que devoraron una y otra vez la película y sus sagas. Y con “caballo ganador”, inmunizar de futuro a las nuevas generaciones. Engancharlas a un eterno presente sin proyecto y sin compromisos colectivos, desconectados de los metarrelatos históricos. Presentándoles como natural el mundo de Simba. Ya no para entronizar al Estado como “monopolio de la violencia legítima”, como aquellos mitos de la “rebeldía primaria”, sino para vendernos como solución al caos, la elevación suprema del oro-león-mercado, la reificación y cosificación, la sincronización de todo al ciclo de reproducción del capital. “Todo lo que toca la luz… se vende”.
Intenta rugir, bajo el reluciente envoltorio del CGI, la euforia que, en 1992, llevó a Francis Fukuyama a decretar el fin de la historia. Recordemos la arrolladora implementación de las políticas neoliberales aplicadas por la Thatcher y Reagan (1979-1980), la caída del Muro de Berlín (1989), la Guerra del Golfo (1991) y la disolución de la URSS (1991). El argumento de El Rey León comenzó a gestarse en 1988 y su producción se inició en 1991. Las proyecciones de prueba se hicieron entre 1993 y 1994, hasta su estreno a mediados de ese año.
Regresa a la pantalla con la misma “aspirina” y con un más delicioso “puré de manzana”. Con mayor capacidad de naturalización, al cambiarse —según el crítico Sebastián Pimentel— “el melodrama por la fábula de aprendizaje, y la tragedia por una visión más contemplativa y cíclica de la naturaleza”, y por su visualidad hiperrealista, con animales que parecen de verdad. Capacidad de inducir la asunción de los fenómenos sociales representados en la película, como regidos por leyes de la naturaleza y no por leyes de los hombres. A biologizar la exclusión social y culpar a los perdedores por sus bajos coeficientes de inteligencia, determinados por sus ADN y no causados por la marginación sociocultural, la explotación y el saqueo.
Como se alude en el tráiler, El rey león de Jon Favreau también se estructura alrededor de “El ciclo sin fin”. Se nos vende como ley natural, como una regla necesaria para el ordenamiento social y económico. “Encontrar nuestro gran legado en el ciclo sin fin” es ocupar el lugar escogido por Dios-naturaleza, sería nuestra contribución al equilibrio y la paz del mundo. La “lejanía”, “la pradera” y la alta roca del rey, es la representación de una sociedad y un sistema mundo estratificado en clases sociales, culturas y naciones; claramente definidas por las cadenas de consumo, de objetos, servicios y símbolos.
El rey león de Jon Favreau también se estructura alrededor de “El ciclo sin fin”.
El cementerio de los elefantes, el lugar de las hienas manchadas, uno de los “oscuros rincones”, periféricos al iluminado territorio de Mufasa y Simba. De ahí los signos con que los estigmatizan. Sus nombres, voces y estereotipadas figuras y conductas. En la versión en inglés, las hienas hablaban con el argot que identifica a las comunidades afroamericanas. En la versión en español, su acento era mexicano; además, en una de las escenas se sabe que comen “tacos”. Es claro, entonces, que en la película las hienas representan a los marginales o extranjeros, potenciales ladrones o inmigrantes.
Pero sus peores manchas son las comportamentales. En la original, Scar se lo dice abiertamente en una canción: “Hienas vulgares e infames, carentes de toda virtud, guiadas por mi talento e ingenio mi reino llegará a su plenitud”. Son inadaptadas al sistema, no aceptan el orden impuesto por el rey —“¿quién necesita un rey?”, dicen—. Por su propensión al caos e irrespeto a la “Ley de la naturaleza”, son culpables y merecen ser castigadas con violencia. Porque como dice Locke, “aunque ese estado natural sea un estado de libertad, no lo es de licencia”. “El dios solar no puede impedir que su prohibición sea violada”. “Él mata por amor a la vida. (...) Este es el dios al que el rey representa en la tierra”, resume Jan Assmann lo que los mitos egipcios “justificaban”.
No debe ser causal que los personajes negativos, las escenas que los involucran, son las principales modificaciones de la última versión. Las hienas no son presentadas como obedientes soldados fascistas, sino más bien como una comunidad marginada, inconformes por el dominio de los leones sobre las tierras que deberían ser suyas. En la secuencia del primer encuentro entre Simba y las hienas, estas son muchas más de tres y se ven más amenazantes y agresivas. Los chistes y momentos caricaturescos de la original fueron omitidos. Shenzi se mantiene con su nombre (salvaje en swahili), pero se sustituyen el de Banzai (grito de guerra y género del ánime japonés) y Ed, por los africanos Azizi (rareza, luz de luna) y Kamari (azar, poderoso), intentando aludir las razones de la “mala conciencia”, que los lleva a la desobediencia y la rebeldía.
Con el abuso de estos estereotipos, se consigue lo que Herbert Marcuse definió como “predicación analítica”. La asociación de ciertos individuos o grupos a patrones fijos, “la identificación autoritaria entre persona y función”. Un sustantivo específico, unido casi siempre con los mismos adjetivos y atributos, convierte a la frase en una fórmula hipnótica que infinitamente repetida, fija el significado en la mente del receptor. Ciertos atributos identifican al excluible y prescindible, al enemigo a enfrentar y compulsan automáticamente a despreciarlos y a odiarlos.
Con el abuso de estos estereotipos, se consigue lo que Herbert Marcuse definió como “predicación analítica”.
El (neo)liberalismo también naturaliza sus criterios filosóficos, estéticos y morales. Esconden o desfiguran los mecanismos de distinción por clase social que atraviesan nuestra forma de vida y criticaba Pierre Bourdieu. La naturalización del buen gusto ligándolo a procesos de distinción social que las clases dominantes establecen respecto a las clases populares. Interés en distinguir la alta sociedad de la baja sociedad, la élite refinada de la chusma. Disney equipara lo bello y refinado con lo de la realeza. En ello subyace la misma función interesada que ha tenido, desde la Ilustración hasta acá, la hegemónica definición de lo bello y lo feo. “Lo bello” tiene la marca del palacio, no de la choza. Excelsa es la ópera y no la música callejera.
El brillo y el oro eran (son) marcas del poder. La realeza cargaba pesadas coronas y joyas, se disfrazaba con estrambóticos vestuarios y pelucas, se comportaba bajo pomposos protocolos, para distinguirse y deslumbrar a los gobernados. Para parecer un sol. Por ello, gozar del aprecio del Rey era gozar de su luz, y merecer su desprecio era caer en la oscuridad de las mazmorras. En la primera versión, el rey león era de oro y brillaba todo el tiempo. Aun en la escena en la que Mufasa desciende a la oscura cueva de su hermano Scar, su color es amarillo brillante. Simba tiene ese mismo brillo y color de piel. Por encima del rey, solo el firmamento lleno de estrellas, que representa el linaje, autoridad heredada, desde los reyes del pasado.
En contraposición, Scar nunca brillaba, fue excluido de la luz. El felino Caín sube al poder de noche, y mientras manda el sol y el agua se esfuman. Solo cuando Simba lo derrota, la luz y la fertilidad retornan. A propósito, plantea Jan Assmann que en la mitología egipcia el poder se confirma en el enfrentamiento con su opuesto: “La rebelión es el inevitable lado oscuro del gobierno”. “Apofis es el opuesto del Sol, y Seth, el de Osiris”. Recordemos que Seth, dios de los extranjeros y que simbolizaba el desierto, la oscuridad y el caos, mató a su hermano Osiris, que enseñó a los hombres la civilización y las leyes, y era el dios de la fertilidad y la vegetación.
Scar, líder de las hienas, fue concebido para el terror (scary significa horrible). Marcado como Caín, por un toro en la versión de 1994 y por el poder, Mufasa, en la segunda. Su diseño animado es marcadamente diferente. Era como un collage de todo lo malo y tenebroso, un pastiche de todas las “bestias negras” concebidas y/o aprovechadas por los EE.UU. para constituirse en gendarme del mundo. La silueta de Scar se dibuja por delante de la media luna menguante en alusión al símbolo de los pueblos árabes y su sombra adquiere la forma de uno de los símbolos del movimiento nazi. En la escena en la que las hienas deciden apoyarlo, estas marchan al ritmo de la reconocidísima “marcha prusiana”. Se dice que en el remake, se contempló eliminar la escena, pero se mantuvo, suavizando un tanto las referencias a los nazis y cambiando la canción “Be Prepared”.
Ya se sabe, la muchedumbre atemorizada es más fácil de manipular. En el verano de 1993, Samuel Huntington publicó su “Prepárate”, el ensayo “¿Choque de civilizaciones?”. Para el catedrático, “la principal fuente de conflicto” será cultural. Estamos —alertaba— en los albores de un enfrentamiento étnico, cultural sin precedente en la historia de la humanidad. Con su tesis revitalizaba en el seno de la civilización occidental el temor por las otras civilizaciones, por “el otro”, marcado étnica y culturalmente.
En 1926, con equivalentes propósitos se publicó en España “La rebelión de las masas”, del divulgador del liberalismo José Ortega y Gasset. Como expresión de su desprecio a las masas, el burgués culpa a estas por el “trastorno profundo de los valores cívicos y culturales y de las maneras de comportamiento social”, que irrumpían. Para Ortega “una nación no puede ser solo ‘pueblo’ necesita una minoría egregia, como un cuerpo vivo no es solo músculo, sino, además, ganglio nervioso y centro cerebral”. Equivalente a la tesis de Tocqueville, de que la aristocracia es la portadora de los valores democráticos y libertarios, y a las que promovían los neoconservadores en el poder político en los tiempos en que se gestaba El Rey león. Formados en la Telluride Association, bajo la égida del ya mencionado Leo Strauss, quien enarbolaba que la filosofía, las ciencias y la política para las multitudes deben ser construidas sobre versiones falsas, caricaturescas, y simplificadas de verdades. Para los straussianos, la raíz de todo el mal radica en las rebeldías de los 60.
Demonizar a los “pobres de la tierra” hace más fácil justificar la acumulación de la riqueza y la desigualdad social. Asumir que la gente es en gran parte responsable de sus circunstancias, exonera a las élites y sus gobiernos de responsabilidades. Cuando se naturaliza e individualiza el problema de la diferencia y la exclusión, es más fácil criminalizar y marginar a los “otros”, hacerles pagar por su supuesta culpa, y contar con el respaldo del resto de la sociedad. El discurso discriminatorio llega a ser lo “políticamente correcto”.
El imperio Disney se presentará como liberal y multicultural, pero es oligárquico y elitista hasta en su logo. Un palacio feudal con evidente alusión a subdivisiones y jerarquías. En la base, la firma estilizada de Walt Disney, quien se convirtió en paradigma en convertir el arte en un gran negocio, armonizando sus intereses al de las élites políticas. Pragmatismo asumido por los últimos dos CEOs del emporio.
El imperio Disney es oligárquico y elitista hasta en su logo.
Michael Eisner, presidente de la junta directiva y director ejecutivo de Disney desde 1984, se refirió en una entrevista a la necesidad de sopesar las ideas creativas con las demandas de los negocios, para crear magia, pero al mismo tiempo mantenerse dentro de un presupuesto estricto. Sin embargo, Roy Disney, sobrino del fundador de la Compañía, consideró en su momento que Eisner no mantenía ese delicado equilibrio entre el arte y los negocios, y que había sacrificado algunas de las cualidades especiales de Disney en aras de mejorar las ganancias. En su opinión y en la de parte de los accionistas, a Eisner se le fue la mano en el “branding”, entiéndase la promoción incansable de la marca Disney a través de la creación de escuelas para casi todas las películas de Disney o enfatizando la relación entre los productos de una película y la película en sí misma.
Según Robert Iger, el CEO de Disney desde febrero de 1999, el éxito del conglomerado se ha debido no solo a la inversión y al gran impacto que ha tenido el marketing, sino al balance entre innovación y mantener la herencia de la compañía, “contar historias que emocionan al público”. En 2018, Igor cobró un bono anual US$ 65,6 millones, cifra que equivale a 1.424 veces lo que un empleado promedio de la empresa, lo que desató la crítica de Abigail Disney, la nieta del hermano de Walt Disney. Como Walt y Eisner, Robert Iger no es un outsider del sistema político estadounidense, sino un defensor de este. En junio de 2010, fue nombrado por el mismo Presidente Barack Obama, como su asesor y Presidente del Consejo de Exportación de Estados Unidos. Desde el 2012 es Miembro de la Academy of Arts & Sciences. Se ha manejado incluso su intención de postularse para presidente de los EE.UU.
El régimen imperante en la compañía lo resume con elocuencia el diseñador de las hienas que acompañaban a Scar en el filme de 1994. “Es muy triste que el accionista esté ahora en la misma sala, decidiendo qué películas se hacen; “cuando trabajas en un proyecto para Disney, no te pertenece. Ellos lo poseen, te pagan por trabajar allí…”, manifestó David Stephan. Bajo la “razón instrumental” que caracteriza la empresa, la creatividad se subordina a la ganancia (financiera y subjetiva). Los creativos, marginados de las decisiones, sirven para defender el jerarquizado statu quo y convertir a la cultura en una fuerza social conservadora.
José Martí, en contraposición, consideraba a la cultura como complemento vital de la condición humana, pues libera al hombre, por un lado, de la fragmentación a que lo expone “esa expansividad anonadadora” de la cultura de masas, y por otro, lo completa al conectarlo con su universal condición humana. Concepción muy cercana a la de Bourdieu, la “cultura” entendida como un agente de cambio, más precisamente, “un instrumento de navegación para guiar la evolución social hacia una condición humana universal”. Propagar la cultura, con un tronco autóctono, era condición para la libertad de los pueblos. Con orgullo por lo propio.
“José Martí, en contraposición, consideraba a la cultura como complemento vital de la condición humana”.
Para el político y esteta, “lo desigual no es bello, ni lo desproporcionado”. “El desinterés es lo más bello de la vida; y el interés es su fealdad”. Por el desinterés — escribe en 1894— son bellos los hombres: y feos, aún abominables, por el interés excesivo que de la legítima prudencia saca excusa para la inactividad y la avaricia”.
Su fraternal humanismo le hace creer, y compartir con los amiguitos de La Edad de Oro, que “el mundo es un templo hermoso, donde caben en paz todos los hombres de la tierra, porque todos han querido conocer la verdad, y han escrito en sus libros que es útil ser bueno y han padecido y peleado por ser libres, en su tierra, libres en el pensamiento”. Así lo representa en su “Historia del hombre contada por sus casas” y en “La exposición de París”. Por eso llama príncipe al hijo del pastor. Porque para quien echó su suerte con los pobres, “todo hombre nace rey” y un hombre que se cultiva, y se levanta por sí propio, es el más alto de los reyes”.
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