No puedes simplemente salir y comprar otra. Bueno, algunos sí pueden, buscan opciones en Revolico y pagan un equipo mejor sin que les tiemble el bolsillo, pero tú eres un cubano de a pie, así que lo primero que haces es llamar a ese socio infaltable que sabe de computación, que dice que está muy ocupado pero tratará de hacer un huequito por la tarde. Y efectivamente viene por la tarde, pero dos días después: dos días durante los cuales jadeas y boqueas como un pez sobre la arena, no sabes qué hacer con el tiempo libre, te preguntas cómo pudiste vivir antes de que la computadora entrara en tu vida, incluso te sorprendes mirando la telenovela nativa por encima del hombro de tu pareja. El tipo examina tu máquina. Ahí se establece una fórmula, que podría enunciarse como: la probabilidad de que el especialista te arregle la máquina es inversamente proporcional a tu grado de amistad con él. Dicho de otro modo, lo más probable es que la avería rebase el rango de habilidad del socio que no iba a cobrarte, y tengas que llamar a uno de esos números que ofrecen reparaciones y servicios informáticos de todas clases, y en consecuencia tus finanzas del mes sufran uno de esos recortes que a nivel macroeconómico se llaman ajustes. Al cabo viene ese otro experto; enseguida le brindas café para caerle simpático y estimular su vena solidaria; el tipo se lo toma, pero su expresión no cambia. Entonces pueden ocurrir varias cosas:
-La peor es, sin duda, que ponga cara de no entender qué diablos le pasa al equipo, y hasta te mire con cierto reproche, como si fueras tú el creador de tan insólita anomalía. Como si él no supiera que todos los ordenadores los diseña Murphy.
-Que te diga que el problema sólo se resuelve con una pieza que él no tiene, que en la calle se consigue muy rara vez porque está descontinuada, que se la puede pedir a un socio que vive afuera y viene el mes próximo, que tengas paciencia. A continuación cierra el equipo… y empieza a sonar uno de esos pitidos tenebrosos anunciando el advenimiento de un nuevo bateo en el sistema.
-Que lo arregle, y entretanto te humille explicando que tu tecnología es prehistórica, que pronto aquel componente de allí también va a fallar porque el polvo y la humedad se lo han comido. Elogia un modelo nuevo que acaba de ver en un website y que está tan fuera de tu alcance como el premio Nobel de la Paz para Donald Trump (aunque, si antes lo ganaron Henry Kissinger y Menahem Beguin, cualquier cosa puede pasar). Fríe huevos al ver la obra inhábil del último especialista que metió las manos en tu maltrecho equipo, te pregunta: ven acá, ¿quién te hizo eso? y enseguida explica por qué está mal todo lo que su predecesor recomendara. Al final dice que con su arreglo resolverás un par de meses, pero que él te aconseja comprar un nuevo kit completo de una generación más reciente -que ellos tienen en oferta- para a continuación hacerte salivar enumerando las posibilidades que se abrirían ante ti. Ahí es donde empiezas a recolocar tus prioridades, pues salvo las medicinas para un ser querido en agonía, nada va por delante de que la máquina funcione. De un ser muy querido.
La computadora es el nuevo auto: te da muchas más preocupaciones de las que te quita, es una amante tiránica y absorbente. De la misma manera que cuando te rompes un brazo y vas a la consulta descubres que La Habana está llena de brazos rotos y que no eres un ser excepcional cuya vida replica un divino guión, sino un comemierda más en una gran humanidad de accidentados, al estropearse tu máquina llamas a tus amigos y te enteras de que la laptop de uno enciende cuando le da la gana, que la del otro a veces reconoce el disco duro y a veces no, que al tercero un virus le acabó con toda la información y que el cuarto acaba de vender su ropa cara, la moto y dos originales de Servando para comprarse el modelo nuevo que aparece en el puñetero website.
Cada mañana que la computadora enciende es una prueba de la existencia de Dios. Y lo dice un ateo.
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