Con 78 años cumplidos Fernando Martínez nos deja cuando tenía aún mucho que dar al pensamiento revolucionario y se hallaba en plena disposición de hacerlo. Curiosa manía de la muerte de quitarnos, inesperadamente, a quienes llegan a hacerse indispensables. Y de obligar a que nos demos cuenta, de golpe, de que lo eran. A pesar de ello, lo que nos ha legado la obra de Fernando, que no es poco, reclama lectura, trabajo y asimilación, continuidad y debate. Fue un formador, y es la principal condición que debemos comprometernos a mantener en pie tras su partida.
He comenzado varias veces estas líneas, que interrumpí otras tantas, pero que espero hilvanar hasta el final ahora. Un torrente magnífico de palabras ha abierto ya el merecido homenaje al hombre que partió. Desde Cuba y desde muchos rincones de la América Latina. Sé que se me quedarán muchas cosas en el tintero, pero no puedo evitarlo.

De izquierda a derecha; Marta Blaquier, Eduardo Torres Cuevas, Aurelio Alonso, Fernando Martínez Heredia y
Marta Pérez Rolo; organizando las actividades por los 50 años del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana

No es noticia que fui uno de sus compañeros de armas más constantes desde los años 60, y que no solo compartimos ideas, sino la experiencia de llevarlas a la práctica y de asumir los costos de nuestra audacia. Estuvimos juntos tanto en los aciertos como en los errores, en éxitos y en reveses. Sin que menguara jamás la lealtad al proyecto revolucionario socialista cubano y a sus líderes. Lo cual no quiere decir que no hubiera diferencias entre nosotros, más bien fortalecía nuestra proximidad la transparencia con que las ventilábamos.
Fernando sobresalió enseguida por su rigor teórico en aquel colectivo que en 1963 comenzó a impartir el Materialismo Dialéctico e Histórico en la Universidad de La Habana, y que en pocos años generó una crítica de la filosofía marxista sistematizada en clave soviética. En lugar de ingeniar otras sistematizaciones —a pesar de las lecturas heterodoxas, o también gracias a ellas— llegamos a la conclusión de que lo que correspondía a nuestros objetivos era sustituir el llamado DIAMAT por la enseñanza de la historia del pensamiento revolucionario, desde Carlos Marx hasta los proyectos socialistas contemporáneos más significativos. Llegamos a producir un programa y antologías de textos a este efecto, y hasta el plan de estudios de una Licenciatura de Filosofía que no consiguió ya ser aprobado. Comienzo por destacarlo porque corresponde plenamente a Fernando el protagonismo central en aquel aporte que nunca ha tenido el reconocimiento merecido de nuestra academia.  
No puedo olvidar lo importante que fueron para nosotros la mirada y el consejo de Armando Hart en aquella etapa.
Por la seriedad de su trabajo, cuando en 1966 Rolando Rodríguez tuvo que dejar la dirección del Departamento de Filosofía para hacerse cargo de la formidable tarea editorial que Fidel Castro puso en sus manos, Fernando la asumió, a partir del consenso de todo el equipo de K 507. No era una designación impuesta desde arriba, sino que partió  del reconocimiento ganado entre sus compañeros. Como lo fue en 1969 la de Marta Pérez Rolo, cuando la presión de dirigir conjuntamente la revista Pensamiento Crítico, que había alcanzado, tras sus dos primeros años, una tirada de quince mil ejemplares y circulación continental, reclamaba separar ambas responsabilidades.
Tampoco se podría pasar por alto la participación de Fernando, igualmente definitoria, en la selección de clásicos y de contemporáneos relevantes del pensamiento social para el recién creado Instituto Cubano del Libro, de la que me permito pensar —y sostener—  que fue una política editorial sin paralelo en el mundo del “socialismo real”. Y que fue tronchada trocándose en su contrario en los años que siguieron.
La supresión de la revista Pensamiento Crítico a la altura de su número 54, y la desintegración del Departamento de Filosofía en 1971, que marcaron, entre otros signos, el inicio de esa grisura que demoró un quinquenio en suavizarse para la creación artística y literaria, pero cuyos estragos en el campo de la ciencia social han sido mucho más persistentes, sumió a Fernando —y a varios de sus compañeros de la calle K— en una prolongada etapa de subutilización profesional. No solo la interdicción, propia del ius non scriptum socialista, de enseñar el marxismo o cualquier disciplina del pensamiento, en la docencia superior, sino el consiguiente rechazo perceptible en la mayoría de los espacios académicos. Se había impuesto el canon moscovita del marxismo, y para los convictos de herejía se hacía muy difícil encontrar espacio.
Fue un período de dispersión, en el cual Fernando y algunos colegas pudieron subsistir gracias a la comprensión y la confianza de algunos dirigentes de la Revolución, como José (Chomi) Miyar Barruecos —incluso sustituido de la rectoría de la Universidad—, quien jamás dejó de valorar sus cualidades. Nunca como en los tiempos de Chomi la Universidad de la Reforma del 62 estuvo tan cerca de Fidel ni Fidel de la Universidad. Fue hacia 1975 que, con el apoyo de Carlos Rafael Rodríguez, se nos permitió a Fernando y a mí ingresar al recién fundado Centro de Estudios de Europa Occidental, dirigido por Jorge (Papito) Serguera, que fue el pionero de los que hoy se agrupan en el Centro de Estudios de Política Internacional (CESPI). Y en la segunda mitad de aquella década, de un modo o de otro, conectar desde allí nuestra mirada hacia la América Latina. Así, cuando triunfa la revolución sandinista, Manuel Piñeiro promueve la designación de Fernando a una misión diplomática en Nicaragua, experiencia que le permitió  aproximarse con mayor profundidad a los problemas de la región, y a su regreso, varios años después, integrarse al Centro de Estudios de América (CEA).
También Piñeiro y Jesús Montané entendieron y apreciaron siempre la talla de intelectual revolucionario que había en él, y a sus compañeros.
Realizó desde Nicaragua, y continuó desde el CEA, una importante contribución al conocimiento del movimiento cristiano revolucionario en América Latina y a su relación con las luchas sociales y políticas populares, así como a su mejor comprensión en nuestro medio.
En el CEA nos volvimos a unir en 1989, y llegamos a trabajar muy cercanos, bajo la dirección de Luis Suárez Salazar, durante otro quinquenio, que nos empeñábamos en ver menos gris que los precedentes. Fidel había lanzado con posterioridad al tercer congreso del PCC el llamado a la “rectificación de errores y tendencias negativas”, y Fernando inició una sustancial y provocadora línea de reflexión  en esa perspectiva, pero se vería desgraciadamente frustrada por los efectos ocasionados en nuestro país por el derrumbe del sistema socialista mundial, con su esquema de integración que había propiciado a Cuba seguridades económicas. En esos años comienzan a aparecer también los primeros frutos importantes de sus estudios guevarianos, entre ellos el ensayo Che, el socialismo y el comunismo, ganador del Premio Extraordinario XXX Aniversario de la Revolución, del Premio Literario Casa de las Américas en 1990.
Pienso, sin embargo, que la etapa más plena de su vida profesional se vería consumada a partir de su ingreso, en los comienzos del año 1996, en el Centro Juan Marinello, entonces bajo la dirección de Pablo Pacheco, otro intelectual que apreciamos y nos apreció, quien enseguida lo llamó a colaborar con él. Allí pasó las dos últimas décadas de su vida, siempre como investigador incansable, y al final ejerciendo la conducción del centro, que además devino instituto bajo su mando. Seguramente, como en el Departamento de Filosofía, designado para dirigir con el consenso de sus colegas, esta vez la mayoría mucho más jóvenes: discípulos en el sentido auténticamente filosófico de la palabra.
Podemos afirmar que fueron estos últimos 20 años de su vida los más fecundos para Fernando. Fundó en el Centro la Cátedra de Estudios Gramscianos, y revivió el debate sobre la obra de clásicos como Rosa Luxemburg, José Carlos Mariátegui, y contemporáneos como Foucault o Hobsbawm y sobre todo sobre figuras de nuestra historia patria, como Mella, Villena, Guiteras, Roa o el Che, entre otras muchas iniciativas. Con su labor contribuyó a la formación marxista desprejuiciada de una parte importante de la intelectualidad que tiene sobre sus hombros la misión de pensar y crear el futuro socialista de nuestra Isla. La mayor parte de su obra escrita, sobre la cual habrá tiempo de sobra para volver, fue publicada en este período.
Me motiva un recuerdo especial el año 1999, en el cual considero que la primera edición del libro que Fernando tituló En el horno de los 90, marcó, de cierto modo, un parteaguas en la ensayística social de la Revolución, junto con Resistencia y libertad, de Cintio Vitier y Mirar a Cuba, de Rafael Hernández. Se asomaban al nuevo siglo destacados intelectuales representativos de tres generaciones, reflexionando con lucidez sobre la actualidad cubana. Dejé entonces testimonio de esta percepción, que también compartía Roberto Fernández Retamar, en un artículo en Casa de las Américas.
Mucho ha llovido desde que publicara Fernando en El caimán barbudo, en 1967, la que considero la primera piedra sobre la cual se levanta su obra de pensamiento: su breve ensayo “El ejercicio de pensar”, presente tal vez como un denominador común no siempre advertido. Pieza de visible actualidad para el debate de hoy.
Nuestra Revolución no contará más con la mirada de este hijo que no tuvo otra vocación que servirle a Cuba y a nuestra América.
No descuidemos lo que nos supo dar, a través de la hondura crítica de su obra, en su modestia personal que tanto se ha resaltado, con justicia, en estos días, y en su compromiso incuestionable con la Revolución. No perdamos sus pasos.
Seguimos a tu lado, Fernando.