Por: Luis Toledo Sande
El patán del título no es una errática suplantación de pato, ni un intento de simplificar lo que representa el actual césar estadounidense. Su prestigio de supuesto enfermo mental no debe llevar a considerarlo, ni de lejos, un accidente, un mero demonio de paso por la monstruosa política de aquella nación, que los ha tenido. Entre otras muchas de las acciones criminales —que no cesan— de esa potencia cuentan el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y en Nagasaki, y la guerra impuesta a Vietnam.
Señales sobran para un artículo que no aspira a ser exhaustivo, ni a lastimar a quienes pudieran creer impropio comparar al atroz presidente con un tierno personaje de factura artística destinado a influir, especialmente, en el público infantil. Pero tampoco aspira a comentar juicios acerca del poco inocente universo Disney. Apenas rozará con pulso telegráfico algunos de los hechos confirmados por la ejecutoria de Donald Trump.
Como potencia hegemónica, los Estados Unidos se muestran en decadencia, pero tiene reservas para sobrevivir quién sabe hasta cuándo. Cabe conjeturar que en la Casa Blanca pueden seguir alternando inquilinos con prestigio de estúpidos, con ventaja para George W. Bush; de astutos, en lo que ganó palmas Barack Obama; de sicópatas, como el actual, que ha dado tema a expertos en la materia y hace recordar algo dicho por Lenin: el monstruo puede ser más peligroso en sus estertores que en sus años de “esplendor”.
En la Casa Blanca se aloja el presidente de turno, pero el poder real permanece en manos de las fuerzas que dominan la nación. El imperialismo sigue siendo en esencia el mismo, por encima de ajustes evolutivos y gestos oportunistas. Su continuidad tiene peligrosas implicaciones para el planeta. En particular los tiene para Cuba, resuelta a seguir siendo independiente, libre, digna, contra los designios de los Estados Unidos, cuyos gobernantes cifraron sobre ella ambiciones geopolíticas y económicas desde que ese país emergió de las antiguas Trece Colonias británicas.
Cuba —y reconózcase que en eso tuvo el auxilio del propio Obama, aunque algunos prefirieron ignorarlo olímpicamente, y aún haya quienes se esfuercen en no verlo— debe saber que el imperio no regala nada. Un cambio de táctica con que aquel gobierno parezca favorecerla estará pensado para conseguir por otros caminos lo que no ha logrado con una abierta política de hostilidad: someterla. Por ello, con todo el daño que el bloqueo le había hecho ya a Cuba, aquel presidente lo calificó de política fallida.
Cuba necesita, y sería un acto de justicia, el levantamiento del bloqueo que el imperio le ha impuesto. Pero nada debe llevarla a la ingenuidad de suponer que sea difícil revertir una táctica como la ensayada por Obama en un camino que —después de 1959— viene gestándose, aunque haya sido secretamente, con John F. Kennedy. Antes del triunfo de la Revolución por entre el intervencionismo desembozado hubo embustes del presunto Buen Vecino, interesado en apaciguar a las fuerzas revolucionarias.
Durante más de cincuenta años el rostro desnudo de las ambiciones de los Estados Unidos por dominar a Cuba —que han transitado ya por cuatro siglos desde finales del XVIII—, han sido agresiones armadas y terroristas, y el bloqueo. Ahora a la nación caribeña le toca enfrentar el regreso, con reforzamiento, de esa política, azuzado por un presidente que encarna la línea que Obama intentó sustituir, aunque lo hizo hacia el final de su mandando —cuando los presidentes de su país suelen permitirse ciertos alardes para mejorar su imagen—, y con pasos dados muy a medias, vacilantes, salvo al propagar ideas contrarias a la Revolución Cubana y ratificar el afán de destruirla.
Así y todo, alguien como Trump muestra que pasos como los dados por Obama —que en medio de una historia de tensiones violentas hasta pudieron prestigiarse con la entusiasta calificación de positivos— pueden ser revertidos, como quien dice, de un plumazo. Y eso, aunque el elegante césar remataba sus anuncios “bondadosos” devaluando la Revolución y llamando a destruirla, aunque no fuera más, ni menos, que invitando a la ciudadanía a tomar otro camino y olvidar la historia de la cual vienen el proyecto revolucionario y su fuerza.
El triunfo que Cuba merece alcanzar contra el bloqueo sería fruto, en lo fundamental, de la resistencia de su pueblo, y en el terreno moral lleva veintiséis votaciones de rotundo apoyo en la Asamblea General de la ONU, y el permanente respaldo de los pueblos. Pero nada —ni triunfalismo colectivo ni sentido de éxito alguno, por brillantemente que el país actúe en las negociaciones, guiado por la política de principios que trazó su líder, Fidel Castro— debe animar a Cuba a desconocer que nada bueno para los pueblos está seguro si depende de la política imperial.
El desprecio de esa política hacia los pueblos y hacia los gobiernos que contradigan sus designios se ha corroborado en las veintiséis votaciones internacionales aludidas. En la vigésima quinta, la abstención de los Estados Unidos y de su cómplice Israel —que antes y después han votado siempre contra Cuba— quedó como un rejuego al servicio de la estratagema de Obama, quien, por otra parte, no hizo todo lo que estaba a su alcance hacer para ir desmontando de veras el bloqueo.
Hasta ahora en baja con respecto a la dominante en su país, la línea fina que le permitió a Obama mostrar su astucia no impidió que la ancha representada por Trump ratificara un hecho: aunque se normalizaran las relaciones diplomáticas entre los dos países, mientras a los Estados Unidos los rijan los intereses imperialistas que los caracterizan, Cuba no tendrá allí un vecino normal, sino un enemigo de su independencia.
Esa no es una realidad fabricada por supuestos ideólogos o funcionarios que intentan medrar con un diferendo impuesto por la nación poderosa, y dañino para el pueblo de Cuba, y aun para el estadounidense: es, para decirlo pleonásticamente, una realidad real. Si hubiera ideólogos y funcionarios tales, merecerían ser descubiertos por el pueblo que sufre en grande el bloqueo, y juzgados como cómplices del crimen.
Las confusiones pueden tener motivos variopintos, y ni con mucho se intenta aquí calar aquí en ellas. Pero, al parecer, hay quienes creen que el diferendo es una mera fantasmagoría manejada oportunistamente, y se han ilusionado con una supuesta buena vecindad iniciada el 14 de diciembre de 2014. Si solo de buenas intenciones se tratara, vale recordar que no por gusto el idioma, además del adjetivo sano, conserva derivados de este tan expresivos y diferentes entre sí como sanote y sanaco. Pero ¿andarán solo por esos terrenos las confusiones? ¿No habrá confundidos voluntarios?
La “bondad” del vecino que el 17 de diciembre de 2014 hizo un anuncio alentador, correspondido por la clara posición cubana, y del que también se valió para tratar de revertir el aislamiento en que lo ponía ante los pueblos de nuestra América y de todo el mundo su hostilidad contra Cuba, es inseparable de los recursos de ese imperio para capitalizar una guerra cultural cuyo mayor éxito —después del daño que hace— radica en parecer que no existe. En eso lo ayudan dos de sus grandes conquistas: la división de las izquierdas y lo que alguien ha llamado los pobres de derecha.
No es precisamente que el imperio procure que el pueblo cubano cambie el son y el puerco asado, o el carnaval y el universo de la rumba, por la comida chatarra —que tanta obesidad genera en la ciudadanía estadounidense—, y por melodías y fiestas características de aquella nación, a la que tampoco es aconsejable olvidar que ni en eso le faltan aliados insulares. Lo que el imperio procura con respecto a Cuba, y a todo el mundo, es imponer su estilo de vida, sus “valores” políticos y morales, para tener más caminos por donde imponer su poderío.
Para no hablar de otros países, cuesta imaginar que en Cuba haya quienes, siendo cultos y revolucionarios, ignoren la realidad que Obama representó al ofrecerle a Cuba un garrote envuelto en zanahoria y llamarla a olvidar el pasado, y que Trump también representa al reclamar que esta nación acate las exigencias del imperio. Pero ya se lo dijo un torero a José Ortega y Gasset: “Hay gente pa to”. Hasta para hacer el ridículo.
Si la maniobra de Obama pudo darles a algunos —¿solo algunos?— supuestas razones para ostentar de distintos modos por calles de Cuba la bandera estadounidense, Trump, actor e instrumento de una vertiente política mucho más grosera, viene a ratificar el bloqueo, a endurecerlo. Pero a esa vertiente —que es más fácil desenmascarar— quita asideros a quienes puedan haber querido tenerlos amparados por una real o pretensa ingenuidad. Aunque el asunto está muy lejos de ser nuevo, cabe una pregunta: ¿puede portarse e exhibirse ahora en Cuba la bandera de la potencia imperialista como si fuera un mero pañuelo más, un objeto sin los significados que ella tiene?
A trumpada sucia el gobierno de los Estados Unidos corrobora su afán de sojuzgar a todo el mundo, incluida la vetusta y civilizada Europa, que no fue capaz de aprovechar —para ganar al menos un poco más de independencia frente a los dominios y rejuegos de la OTAN— la extinción del campo socialista y de la Unión Soviética. Tan grotesco es Trump al mostrar la soberbia imperial, que hasta entre sus más consabidos lacayos europeos asoman gestos de desobediencia hacia el mandón. Son aún gestos muy vacilantes, sí, y en otras tierras sigue causando espanto la alianza de intereses por la que los sucesores de quienes causaron el genocidio de Hiroshima y Nagasaki siguen teniendo aliados en el país donde aún se sufren secuelas de aquella monstruosidad.
Si Trump es grosero con sus aliados europeos, ¿cómo esperar que sea con los pueblos que el mesianismo imperialista ha hecho a los intereses dominantes de los Estados Unidos tildar crudamente de inferiores? Y no menos que incauto sería esperar que el imperio hiciera lo que nunca ha hecho: respetar la voluntad de países cuyos pueblos y gobiernos defienden su soberanía, su independencia, su dignidad, sus recursos naturales. Ahí están las amenazas y las calumnias contra Venezuela y otras naciones de nuestra América, no solo contra Cuba.
También se ratifica la desfachatez con que el imperio se hace servir de los gobiernos dispuestos a ofrecerle su territorio para bases militares contra pueblos, a ir de piezas arrastradas en maniobras de fuerzas armadas que ratifican, más allá de lo simbólico, la voluntad de intervenir donde le venga en gana para derrocar gobiernos que le son molestos o contrarios, y poner en su lugar a gorilas uniformados o sin uniforme militar. El imperio no renuncia a humillar ni siquiera a gobiernos que le son dóciles y afines. Lo ratifican sus proyectos de muros y otras maneras de insultar a pueblos y naciones.
En cuanto al interior de los Estados Unidos, en el triunfo electoral de Trump lo más grave no fueron los rejuegos aplicados para desconocer el llamado voto popular—, ni que, de hecho, se privilegiara a un hombre sobre la que pudo haber sido —como Obama el primer “negro”— la primera mujer en llegar a la presidencia. Poca diferencia hay entre un asesino y una asesina, tengan las características étnicas que tengan.
En eso lo peor es el papel reservado al propio pueblo estadounidense. Siguen actuando con impunidad aquellos a quienes en crónica del 19 de enero de 1883, publicada en La Nación bonaerense el 18 de marzo de ese año, José Martí definió como “los que creen que el sufragio popular, y el pueblo que sufraga, no son corcel de raza buena, que echa abajo de un bote del dorso al jinete imprudente que le oprime, sino gran mula mansa y bellaca que no está bien sino cuando muy cargada y gorda y que deja que el arriero cabalgue a más sobre la carga”. Pero, ¿se podrá seguir engañando a una gran parte del pueblo gran parte del tiempo? ¿No crecerán las muestras de rebeldía que ya hay?
En vísperas de su caída en combate, ratificó Martí lo que de varios modos había dicho antes: luchaba para impedir la expansión de los Estados Unidos. Abogaba por salvar el equilibrio del mundo y, con ello, el honor dudoso y lastimado de la América inglesa, como se lee en “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, de abril de 1894, y en la carta del 25 de marzo de 1895 a Federico Henríquez y Carvajal. Al proponerse poner freno a la voracidad de la potencia imperialista que emergía, también buscaba que no siguiera afianzándose allí la política inmoral que, hacia el exterior y hacia el seno de aquella sociedad, confirma hoy el patán Donald, pero no solamente él.
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