martes, 27 de noviembre de 2018

La Habana hacia su medio milenio

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Paisaje de La Habana en rojo (detalle).
René Portocarrero 1912-1985.

La villa de La Habana devino la urbe portentosa que es desde mucho antes de que, en 2016, fuera seleccionada Ciudad Maravilla, junto a otras seis del mundo, por la organización suiza New7Wonders [7MaravillasNuevas], y acaba de entrar en el año en que cumplirá medio milenio de fundada. La relevancia que la mencionada institución le concedió en su tercer concurso tuvo en cuenta su “atractivo mítico, lo cálido y acogedor de su ambiente, y el carisma y la jovialidad de sus habitantes”.
Tiene también La Habana otras virtudes, como las asociadas —y no son las únicas que vale añadir— al sitio que ocupa oficialmente desde el 16 de noviembre de 1519. Entre esas cualidades fue notoria una que ya no tendrá el mismo peso para las facilidades que las comunicaciones y la transportación internacional disfrutan en la actualidad, pero durante siglos tuvo un valor relevante: su ubicación espacial la hizo merecedora de calificativos como el de llave del denominado Nuevo Mundo, que lo sería para quienes lo vieron y nombraran desde la distancia física o conceptual, o se creyeran sus descubridores, no para quienes lo habitaban desde mucho antes de 1492, como otras poblaciones habían habitado sus respectivos territorios en distintas latitudes del planeta.
Además de eso, La Habana tuvo otros indicios de un destino singular desde que se acuñó para ella —y para la bahía junto a la cual nació y prosperó— el nombre que la ha distinguido por encima del San Cristóbal tomado para su bautizo colonial y cristiano. Según lo conocido o aceptado, el topónimo La Habana rinde tributo no a glorias y símbolos de la Europa que fue y da muestras de que le encantaría seguir siendo dominante, sino a un cacique aborigen, Habaguanex.
Ese jefe indígena devendría representativo de la resistencia contra los conquistadores europeos y, a la vez, de la hospitalaria solidaridad propia de las Antillas. Se le atribuye haber salvado a dos españoles sobrevivientes de un naufragio, un gesto mucho más afín a los valores del cristianismo originario que las prácticas de opresión y genocidio empleadas por los opresores colonialistas, quienes infamaron la fe cristiana al invocarla para llevar a cabo actos voraces y genocidas, y legitimarlos en nombre de aquella.
Otra circunstancia abonaría las mejores peculiaridades de La Habana. Así, el haber tenido más de un asentamiento fundacional antes de fijarse en el que ocupa junto a la bahía homónima, le ha dado una especie de imagen como de movimiento masivo que se diría capaz de velar o atenuar, en alguna medida, la impronta personal de las autoridades coloniales que in situ o desde lejos intervinieron en su fundación o la decidieron, o que marcaron sus orígenes. Entre ellas estuvieron, además de los reyes de España —en cuyo nombre se llevó a cabo la fundación de la villa—, figuras de erizada individualidad y escalofriante recordación, como Diego Velázquez, Pánfilo de Narváez y Hernán Cortés, quien pasó por ella a inicios del propio 1519 en su viaje hacia México.
En cualquier caso, la imagen del movimiento masivo, como si fuera un precoz vaticinio de lo que sería la iniciativa criolla, rebasaría individualidades y ha propiciado que el nacimiento de La Habana no parezca abonar, o no al menos directamente, la fama de personajes a quienes los festejos por los aniversarios de otras villas cubanas han propiciado que se les prodiguen glorias. El autor de este artículo ha leído u oído en órganos de prensa del país “maravillas” como dedicar entusiastas laureles a Diego Velázquez: en términos reveladores de complacencia un comentarista radial lo llamó “nuestro primer conquistador”. En otra ocasión sobresalió en las pantallas televisuales el alborozo con que se valoró el hecho de que el material con que está hecha la estatuilla de la Virgen de la Caridad del Cobre pueda considerarse obra de aborígenes evangelizados.
Al margen de las creencias de cada quien, habría que pensar en el significado que para los pobladores originarios de Cuba tuvo una evangelización que, aunque en ella también participaron religiosos honrados, sirvió de instrumento de dominación a la Corona española y a sus representantes y beneficiarios. A tales maravillas cabe sumar otras, como el estatus de monumento nacional dado a lo que se acepta como la cruz con que Cristóbal Colón bendijo en Baracoa el camino de la colonización, y no algún elemento, aunque fuera intangible, relativo al martirio, en el mismo territorio, de Hatuey, símbolo de la resistencia caribeña y anticipo del internacionalismo de estos pueblos zona. En su momento este articulista abordó con más holgura tales hechos en “Cultura, péndulos y cruces”, publicado en el portal Cubarte y recogido en su libro Detalles en el órgano.
La historia de La Habana sería abonada y dignificada por la Revolución que liberó al país del dominio imperialista de los Estados Unidos, y cortó y eliminó la arribazón de emblemas de esa potencia en el país, particularmente en la capital, asociadas a la opresión imperialista y a manifestaciones de la corrupción en todos los sentidos: desde la económica, pasando por la política, hasta la mafia y la abierta prostitución sexual, que de distintas maneras también beneficiaban a los gobernantes y a quienes les servían.
Estas líneas las escribe el articulista horas después de haber vuelto a ver en la televisión nacional imágenes del derribo revolucionario del águila del monumento erigido a junto al Malecón habanero para recordar a las víctimas del hundimiento del Maine. Ese derribo no fue fruto de un huracán, como ocurrió unos años después de su inauguración, ni de una iconoclasia irresponsable, sino de una meditada decisión del gobierno revolucionario. Y no debe revertirse en el meritorio afán con que La Habana se salva del deterioro del tiempo, y de errores humanos, así como, sobre todo, de las penurias ocasionadas por el bloqueo que la nación ha sufrido durante más de medio siglo.
Ese bloqueo se lo ha impuesto la misma potencia imperial que capitalizó la tragedia de los tripulantes del Maine para sus planes de apoderarse de Cuba. Semejante logro imperialista intentó José Martí impedirlo a tiempo con la guerra del 95, que él preparó como antídoto contra lo que terminaría siendo la intervención imperialista que en 1898 le arrebató a Cuba su independencia. Tales realidades han de continuar iluminando las perspectivas con que se lleva a cabo la restauración de La Habana como parte del país, como la capital que es de todos los cubanos y todas las cubanas, un complemento que merece librarse de repeticiones carentes de la plena comprensión que reclama.
Las obras de la restauración no deben pensarse, ni acometerse, de modo acrítico, con visión nostálgica o idealizadora de la historia. El Capitolio —un ejemplo— que hoy se rejuvenece con esfuerzo y sabiduría, no se erigió para que en él estuviera representada la República que quiso Martí, porque no fue esa la que se constituyó en 1902 bajo la injerencia de los Estados Unidos. Si de digna representación republicana se trata, la Revolución Cubana está llamada a darle a ese inmueble —émulo en sus concepciones originales, no solo en su diseño arquitectónico, del Capitolio de Washington— un uso que haga honor a los sueños de Martí: a sus ideales revolucionarios, emancipadores y justicieros, por los que él murió en combate.
El pasado de esta nación tuvo verdaderas glorias —grandezas opuestas a la opresión y a las injusticias— y no solo sombras, sino también horrores, como los propios de la dominación colonial y la neocolonial (imperialista), apoyadas por lacayos vernáculos que se sometieron a ellas en busca de asegurarse privilegios contra el pueblo. Una restauración acrítica o nostálgica del pasado nacional justificaría el “rescate” de antros de corrupción como los que existieron durante la colonia y en la República mediatizada. Y eso se vería no solo en íconos materiales —edificios, monumentos y otros—, sino también en costumbres y rótulos ajenos a la justicia revolucionaria popular por la que se han esforzado y han ofrendado sus vidas numerosos hijos y numerosas hijas de la patria.
Felizmente no es una restauración de ese tipo la que anima y debe seguir animando la que intenta devolverle a La Habana —no como capital de un país cualquiera, sino de un pueblo afanado en la construcción del socialismo: no un estadio final, sino una etapa de transición hacia el comunismo—, el esplendor que ella merece recuperar e incluso fortalecer. Asumido por la Revolución Cubana, ha de estar en función del bien de todo el pueblo, sabiendo que no hay pueblo homogéneo y libre de tendencias negativas, frente a las cuales hace falta algo más que estar en guardia y promover consignas.
Hace pocos meses, al calor del décimo aniversario del sitio digital Cubadebate, representantes de esa publicación y colaboradores suyos —entre ellos el autor de este artículo— disfrutaron recorrer el Capitolio en una visita dirigida, con un guía de lujo si los hay: Eusebio Leal Spengler. Como director de la Oficina del Historiador de la Ciudad ha venido cumpliendo con fértil, insustituible pasión, la tarea de guiar, como artífice mayor, la restauración integral de La Habana, y actuar muchas veces, además, como un obrero en esa faena.
Si en general todas las personas que participamos en aquella visita al Capitolio disfrutamos cuanto vimos y, en particular, la guía aportada por Leal, hubo un hecho que resultó particularmente apreciable como indicio de por dónde va y debe continuar el remozamiento de La Habana, y de toda la nación. Al restaurar el Capitolio se respetó la desfiguración del rostro del sátrapa Gerardo Machado —quien procuró edulcorar su imagen con obras como ese edificio—, y de otro personaje sombrío, acaso el presidente de los Estados Unidos entonces, en el relieve que en el portón de la entrada recoge escenas asociadas, aún más que al inmueble, a momentos de la nación.
Ese fue el único hecho “destructivo” que el pueblo enardecido con la derrota del tirano —a quien Rubén Martínez Villena había llamado asno con garras— se permitió entonces realizar en la toma del Capitolio, y fue, como el mencionado derribo revolucionario del águila imperial, digna expresión de justicia. Con esa comprensión se ha mantenido la huella de la pasión revolucionaria del pueblo, no menos importante para la historia que la construcción misma del Capitolio. De ahí que deba señalarse el acierto de haberla respetado al remozar ese inmueble, cuyo valor simbólico no debe quedar atascado en su arquitectura, sino replantearse con perspectiva de revolución.
Todo eso y mucho más viene a la memoria de quien se regocija con la creciente atención dada a La Habana, atención que sería insuficiente si se limitara a los elementos materiales de la ciudad. Cuidar su limpieza y su higiene, sin las cuales su imagen estará —o está— muy incompleta, insatisfactoria, es misión que debe cumplirse por las autoridades, las instituciones y la ciudadanía en general, que han de velar para que el cuidado lo mantengan también quienes estén de paso por ella. Es un propósito que no se logrará con meras consignas y convocatorias. Si estas no se acompañan de una labor educacional que no se limite a edades, y que incluya las medidas punitivas necesarias, no se alcanzarán los fines buscados, o solo se conseguirán parcialmente.
Concebidas de un modo acertado e integral, tampoco la limpieza, la higiene y el orden deben limitarse a lo tangible: atañen asimismo a las costumbres, a la civilidad, a la disciplina, a la convivencia, a las normas de respeto, al entorno sonoro. Entenderlo así no es reclamo que deba entenderse necesario solamente para La Habana, sino para el país todo. Pero por las dimensiones espaciales de la capital y, sobre todo, por su tejido demográfico, tanto las maravillas como las penurias sobresalen y se aprecien más en ella que en el resto del territorio nacional. Y únicamente si se consuman en ella, con toda intensidad, los logros integrales que toda la nación necesita cosechar para sí, estaría justificado que, para señalar la singularidad de La Habana y celebrar su medio milenio se le aplique a ella un título que toda la patria, junta, merece: lo más grande.
A La Habana la distinguen varias peculiaridades significativas, empezando por un hecho en el cual debe insistirse claramente: es la capital del primer país que ha intentado construir el socialismo en la América Latina y el Caribe, en las Américas, en el hemisferio, y en el ámbito de la lengua española. Eso es algo que, aunque tal vez pudiera decirse como jugando, es cosa muy seria, monumental de veras.

martes, 4 de septiembre de 2018

La verdad sobre Cuba no puede ser administrada


Por: Raul Garcés
El maestro y su discípulo, obra de José Villa Soberón. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate.
En un discurso memorable en el año 2005, Fidel Castro advirtió que uno de los errores que cometimos como país socialista fue pensar que alguien sabía, a ciencia cierta, cómo se construía el socialismo, que alguien tenía una fórmula, que podíamos convertir la experiencia soviética en una serie de leyes y escribir en manuales invulnerables cierta interpretación del marxismo-leninismo.
Hoy sabemos —y lo sabemos muy bien— que el socialismo no es una fórmula mágica ni una poción que pueda construirse con un grupo de ingredientes predeterminados. El socialismo es el resultado de una práctica social diversa que ha generado múltiples experiencias, modelos, formas de organización política, maneras de conquistar el poder. El socialismo ¿real? —del que ya casi nadie se acuerda—, ¿el modelo chino? ¿el ecuatoriano? ¿el venezolano? No ha habido socialismo resultado de una «evolución natural» del desarrollo de las fuerzas productivas. Toda práctica socialista se ha tenido que forjar en medio de la confrontación para desplazar a la burguesía del poder, en medio de una profunda lucha de clases, en medio de batallas simbólicas violentas entre el nuevo orden y el precedente.
Debiéramos reconocer que el liberalismo ha sido más o menos exitoso en posicionar determinadas invariantes de esa batalla simbólica y presentarlas, no como conceptos o formas de pensamiento ajustados a determinadas coyunturas y a determinadas formas de organización política —que es la forma de organización política liberal—, sino venderla como verdades universales, como definiciones ahistóricas, que trascienden el tiempo y que son perfectamente aplicables a cualquier época, circunstancia o geografía.
En realidad, aunque las definiciones de derechos humanos, sociedad civil, libertad de expresión, libertad de prensa, se presentan muchas veces como resultado de profundos consensos y no se apellidan, lo cierto es que la libertad de expresión liberal, la libertad de prensa liberal y la sociedad civil liberal —así como sus orígenes, debates y aparatos deliberativos— están profundamente enraizados en el liberalismo.
Nosotros, desde el socialismo, a mi juicio, hemos caído en una trampa: dedicarnos a responderles a los otros, más que a encontrar alimento teórico y fundamento para nuestras propias interpretaciones de estos temas. Esto, por supuesto que tiene sus causas, en esa lógica de confrontación que comentaba al principio, en la que ha tenido que sobrevivir nuestro socialismo, y en el encuadre de un modelo de discurso público que, acostumbrado a generarse dentro de una plaza sitiada, termina siendo más reactivo que proactivo. Se concentra más en combatir en medio de contingencias comprensibles, que en hacer ciencia sobre nosotros mismos.
Lo primero que quiero defender del libro de Rodolfo y de Elier es que expone sin complejos, sin pedir perdón, sin esconderse detrás de retóricas o artilugios, nuestra posición sobre cinco temas polémicos de la sociedad cubana: el sistema político, el sistema de prensa, los derechos humanos, la sociedad civil y las relaciones Cuba-Estados Unidos. Lo hace de manera sencilla, fácilmente comprensible, para que todos podamos involucrarnos en una discusión que no corresponde a los intelectuales, ni a la clase política, ni a los jóvenes universitarios. Le corresponde a toda la sociedad.
La verdad sobre Cuba no puede ser administrada, ni segmentada por cuotas que se distribuyen mensualmente como en una libreta de abastecimientos. La verdad sobre Cuba, para que se expanda, tiene que brotarnos de las entrañas y esparcirse por todas partes: tienen que verla en el aeropuerto José Martí los cientos de miles de norteamericanos que están viajando a este país —expuestos hoy predominantemente a anuncios de Habana Club u otros productos cubanos—, o percibirla en los hoteles de la Isla quienes contactan directamente con nuestros servicios, o notarla en Facebook o en la Plaza Cadenas de la Universidad de La Habana, a través de la inteligencia, audacia, osadía y espontaneidad de nuestros jóvenes. Si el discurso de la comunicación política nuestra no se parece a nosotros mismos, a nuestra alegría, a nuestro sentido del humor, a nuestro carácter provocador frente a las cosas, es difícil que conecte con las audiencias en Cuba y, menos aún, con quienes nos miran desde el exterior.
Otra trampa en la que hemos caído a la hora de articular el discurso de nuestra comunicación política es responder a la altisonancia externa con la altisonancia doméstica. Si nos dicen que somos una dictadura, alegamos que somos el país más democrático del mundo. Si nos acusan de violar los derechos humanos, aseguramos que Cuba es la nación donde más se defienden. Si cuestionan nuestra sociedad civil, replicamos que tenemos la sociedad civil mejor estructurada del planeta. Por ese camino, perdemos la oportunidad de presentarnos como un país normal, con virtudes y defectos, sometido ciertamente a muchos acosos, pero capaz de sobreponerse a ellos gracias a la inventiva, el entusiasmo y la resistencia de un pueblo extraordinario.
Un mérito de este libro es hablar desde los matices; alejarse de los extremos, de los estereotipos, de las frases hechas y los discursos manidos. En lo que a nuestra prensa se refiere, no tenemos la comunicación que quisiéramos, tenemos la que hemos podido conquistar en medio de las difíciles condiciones que han marcado la historia del país en los últimos cincuenta años. Ni tenemos el mejor sistema comunicativo del mundo, ni hemos sabido utilizarlo siempre de la manera más óptima.
Desde tiempos en que el teórico español Manuel Martín Serrano escribió su libro La producción social, en 1976, es una verdad de Perogrullo decir que la comunicación es un fenómeno mediado, intervenido por las circunstancias económicas, políticas y culturales que rodean la construcción del discurso público. Hemos hablado en las últimas décadas, para decirlo en cubano, con la soga al cuello. Miren la reacción de la prensa norteamericana después del 11 de septiembre, luego del encuadre impuesto por George Bush en el discurso político: «o están conmigo o están contra mí». Miren la reacción de la prensa norteamericana durante la guerra de Vietnam, o en la del Golfo, o en la de Irak. Judith Miller, en el año 2003, periodista del New York Times y una de las mayores artífices de la mentira sobre las supuestas armas de destrucción masiva de Sadam Hussein,
ha pasado a la historia como una de las mayores decepciones de la libertad de expresión en su país. Cuando le preguntaron por qué reproducía sin cuestionárselas las historias del presunto armamento químico iraquí, su respuesta fue de Records Guinness: «yo, simplemente, digo lo que me dicen».

En torno a la prensa cubana, no se encontrará en este libro un panegírico. Eso sí, hay una comprensión reposada de nuestras mediaciones, de nuestros errores, y de la posibilidad enorme que se abre en lo adelante, después del contexto del 17 D, de corregir el tiro y hacer los ajustes estratégicos que correspondan, incluso dentro de las condiciones de plaza sitiada prevalecientes aún entre nosotros.
Yo, particularmente, quisiera utilizar el libro para subrayar algunas oportunidades que deberíamos gestionar a la ofensiva: primero, el hecho de que entendemos la comunicación hoy como recurso estratégico de desarrollo, que atraviesa todos los procesos de gestión del desarrollo del país. Hay que potenciar el consenso sobre la base de construir el tejido social comunicativamente. Hay que aprovechar las tecnologías para articular a todos los actores posibles e involucrarlos en la comunicación del país, y hay que gestionar un sistema de comunicación público, que es más que un sistema de comunicación estatal, que tiene que ver con reivindicar una relación más funcional entre las agendas mediáticas y las agendas públicas, que es lo mismo que acercar cada vez más la prensa a los intereses de los ciudadanos.
Por último, quiero redondear una idea, que ha estado revoloteando en los párrafos anteriores, pero prefiero aterrizarla ahora directamente: si el libro de Elier y Rodolfo fue útil siempre, es absolutamente oportuno e imprescindible ahora. En el escenario posterior al 17 de diciembre de 2014, lo que fue la batalla de Playa Girón en 1961 hoy es una guerra de símbolos. Los tanques de guerra actuales son los medios de comunicación, la blogosfera y las redes sociales. Vienen con todo: a proponernos lecturas idílicas y desproblematizadas del pasado, a imponernos relecturas de figuras históricas, a pintarnos La Habana de los años cincuenta como una ciudad inundada de rascacielos, a convencernos de que, por ejemplo, los hospitales de Grey’s Anatomy son la más objetiva realidad de la salud pública norteamericana y a captar a nuestros talentos más jóvenes para deslumbrarlos con un ecosistema de tecnologías, innovación y prosperidad económica.
No hay otra respuesta posible que fomentar un ambiente de amplia participación, de muchos libros como este, discutidos entre nosotros, de un entorno deliberativo capaz de identificar las mejores ideas como parte de una visión estratégica de país en lo político, y también en lo comunicativo. Hay que interpretar, adaptarnos a las nuevas circunstancias y modernizar el significado de una frase sabia de José Martí: de pensamiento es la guerra que se nos hace, ganémosla a pensamiento.

miércoles, 25 de julio de 2018

Ni la mentira ni la mordaza pudieron ocultar la verdad

La prensa local y nacional echó manos a la manipulación y el silencio y el sistema frente a los acontecimientos del 26 de Julio de 1953. Foto: Fotocopias de In Scrap Book
1. ¿Qué vamos hacer con los sucesos de Santiago y Bayamo? ¿Qué pasaría si la ciudadanía se entera que unos cuantos civiles nos pusieron en jaque y estuvieron a punto de tomar la segunda fortaleza militar de la Isla?
¿Cómo quedaría el mito de la entereza del régimen, de la unidad monolítica y del clima de concordia que tanto hemos proclamado? ¿El General continuaría siendo el hombre fuerte?
¿Y si se llega a saber que el líder del movimiento es aquel joven abogado que el 14 de marzo de 1952, apenas cuatro días después del golpe en Columbia, había denunciado: «¡Revolución no, zarpazo!» y calificado a los autores como «liberticidas, usurpadores, retrógrados, aventureros sedientos de oro y poder», y desnudado la entraña del General al decir «usted, Batista, que huyó cobardemente cuatro años y politiqueó inútilmente otros tres, se aparece ahora con su tardío, perturbador y venenoso remedio, haciendo trizas la Constitución (…). Todo lo alegado por usted es mentira, cínica justificación, disimulo de lo que es vanidad y no decoro patrio, ambición y no ideal, apetito y no grandeza ciudadana? ¿No será mejor 
liquidarlo y hasta borrar su nombre, Fidel Alejandro Castro Ruz?».

¿Cómo quedaríamos si trasciende que la mayoría de los muertos en combate del bando de los asaltantes fueron asesinados? ¿O que las condecoraciones que repartimos a los fieles oficiales y soldados no se sustentan en acciones combativas sino en la ciega obediencia a la orden de matar a prisioneros?
¿De qué manera presentar los acontecimientos del 26 de julio de 1953 a la opinión pública para que esta nunca sepa la verdad?
Las respuestas a estas preguntas que rondaron por las mentes de los golpistas del 10 de marzo y sus secuaces se halla en las páginas de los diarios que circularon en Santiago de Cuba y el resto del país en los días sucesivos a los asaltos revolucionarios a los cuarteles Guillermón Moncada y Carlos Manuel de Céspedes.
Mentiras, manipulaciones, silencios y mordazas.
 

2. El lunes 27 de julio, un titular llama la atención en el diario Prensa Universal: «Censura previa a toda la prensa de la República». Debajo un bajante: «Designan censores para periódicos y revistas».
En la primera página, con gruesos caracteres, un cintillo no podía ocultar lo que todos los santiagueros conocían: «ASALTADO MONCADA». A continuación: «Loca aventura de un grupo de jóvenes que intentaron tomar la Fortaleza. Lograron hacerse fuertes en los primeros momentos. Varias bajas sufre el Ejército.
Persecución de fugitivos». Salvo lo de «loca aventura», hubo en esos momentos una aproximación a la verdad. Por ejemplo, al censor se le escaparían tres fotos de asaltantes ultimados. Con el correr de los días, con la aplicación de la censura, la narrativa de ese diario cambiaría por completo.
No faltaba más: Prensa Universal, uno de los tres diarios que circulaban en la capital oriental, era un feudo del coronel Alberto Río Chaviano, jefe de la plaza, aunque nominalmente la dirección estuviera ocupada por Raúl López.
De ahí que el propio día 27, al reflejar las declaraciones que formuló Chaviano en el cuartel pocas horas después del asalto, pusiera énfasis en una infamia: el acuchillamiento de  pacientes internados en el hospital Saturnino Lora por parte de los revolucionarios. Río Chaviano dijo: «…armados de cuchillos atacaron sin misericordia a los alistados enfermos». En el parte oficial de ese día, el coronel señaló entre los detenidos a «la doctora Melba Hernández y Haydée Santamaría, vecinas de la Calle 25 no. 164, La Habana», como responsables de haber «impedido que el personal atendiera a los heridos del Ejército y obligándolo a que atendiera a los rebeldes que habían resultado lesionados».
En ocasión del cincuentenario del asalto del Moncada, Marta Rojas, por entonces una joven periodista que visitaba a su familia en Santiago luego de graduarse, fue testigo excepcional de los hechos. Ella relató:
«Hubo más mentiras, insistentemente divulgadas desde el mismo 26 de julio en la conferencia de prensa del Jefe del Regimiento, quien además leería un informe oficial, enviado a Santiago de Cuba, desde La Habana, plagado de injurias y falsedades (…) Se dijo y publicó, oficialmente, que los asaltantes llevaban granadas.
Hubo un chiste al respecto en el transcurso del juicio. El abogado de los asaltantes, doctor Baudilio Castellanos, le preguntó al militar que lo aseveraba, si lo que él vio “volar”, y “alcanzó a tomar en sus manos”, no sería un anón en vez de una granada. Un miembro del Tribunal que gustaba hacer versos y décimas de ocasión comentó “que donde el cabo vio una granada, Baudilio descubrió un anón: cuestión de frutas cambiadas”. Echaron a rodar más falacias, sin desmentidos de ninguna clase, impunemente. Por ejemplo, que entre el grupo de asaltantes había mercenarios, nada menos que indios putumayos (…).
«Desde aquel día afirmaron que los asaltantes, con armas blancas y muy bien armados tocaban en las puertas de familiares de los militares para asesinar a la gente: mentiras crueles, que pueden ser corroboradas en las hemerotecas, y, yo doy fe de ellas, porque, al fin y al cabo, cincuenta años no es nada y lo recuerdo».
El diario Noticias de Hoy, del Partido Socialista Popular, fue clausurado el lunes 27 de julio. Diario de Cuba, otro de los periódicos santiagueros, no pudo publicar información gráfica; la cámara de su fotorreportero Ocaña fue destrozada por un casquito en el Moncada.
En La Habana, la censura se extendió a los diarios El Mundo, Prensa Libre y Pueblo. A los talleres de este último acudió la policía, que destruyó dos linotipos. Cuando su director, Luis Ortega, trató de impedir se consumara el atropello, fue brutalmente golpeado por los agentes de tal modo que hasta el ultraconservador Diario de la Marina pegó el grito en el cielo.
Por cierto, esta publicación, reconocida por su cariz reaccionario, mintió sobre los sucesos de Santiago:
«Manos criminales armadas con los dineros robados a la salud del pueblo y al Tesoro de la nación, penetraron sigilosamente, acuchillando a nuestros soldados apostados en las entradas del campamento y dispararon a quemarropa sus escopetas recortadas sobre el rostro de nuestros confiados hombres».
La revista Bohemia jugó cabeza a lo censores. El 2 de agosto de 1953 publicó un fotorreportaje, a partir de imágenes tomadas por Panchito Cano en el Moncada salvadas por Marta Rojas, que escondió los rollos en los amplios bolsillos de la saya plisada donde los trasladó a la capital. Panchito y ella se pusieron de acuerdo para entregar a los represores las películas sobre el Carnaval. Río Chaviano nunca olvidó el engaño. Un tiempo después, al encontrarse con Marta, le preguntó con sorna: «¿Tú no eres la muchachita que estaba en el  Moncada? Te recomiendo que no andes con malas compañías».
El 9 de agosto Bohemia publicó otro material, muy editado y ambiguo y guardó los originales de Marta y las fotos no divulgadas de Panchito. Aunque el 1ro. de noviembre, en la reaparecida sección En Cuba, redactada por la joven reportera, se incluyó una versión de los sucesos, sobre la base de la cobertura de la Causa 37 contra los asaltantes, solo estos reportajes pudieron ver la luz íntegramente en enero de 1959, en las llamadas Ediciones de la Libertad.
 

3.
Desde un inicio, el régimen trató de vincular a los jóvenes de la Generación del Centenario con intereses ajenos. Los diarios replicaron las declaraciones del jefe del Regimiento oriental en las que afirmó que el mandatario depuesto por Batista, Carlos Prío Socarrás, había financiado con un millón de pesos a los revolucionarios.
Por cierto, en Santiago, uno de los primeros en ser detenido fue José Villa, quien había sido jefe de la Policía hasta la asonada golpista y con un alto sentido del honor se había negado a servir a la satrapía. Villa estuvo a punto de ser asesinado en el Moncada. Le salvó la vida Abel Santamaría que se interpuso ante el esbirro que se disponía a matar a aquel: «Este hombre no es de los nuestros, se lo aseguro, usted lo puede comprobar». Villa había sido arrestado temprano en la mañana del 26  en la puerta de su casa.
Los periódicos reprodujeron la imagen de un distintivo con el mapa del estado norteamericano de la Florida, supuestamente ocupado por los asaltantes. Se trataba de conectar el proyecto revolucionario a políticos desplazados del poder por la tiranía.
Con esa misma intención publicaron facsímiles de cheques de uno de los bancos extranjeros que operaban en la Isla, lo cuales habían sido endosados a nombre de uno de los asaltantes y que en realidad respondían a un encargo laboral en el puesto que desempeñaba. Nada que ver con los fondos de la organización.
Dada su catadura moral, al régimen le costaba admitir que los revolucionarios dependieron de sus propios recursos y esfuerzos.
Quizá el infundio más delirante propalado por la dictadura fue el que atribuyó a los asaltantes la intención de hacerse con lo que llamaríamos hoy un arma de destrucción masiva. El 28 de julio Prensa Universal desplegó el siguiente titular: «Ocupan material de guerra en un barco que llegó de Canadá». Al detallar la supuesta carga incautada precisó: «Miles de guantes usados para ocultar huellas digitales y deflagración de pólvora». Y lo más absurdo: «bursato de cobalto, un material radioactivo de índole atómico».
 

La naturaleza criminal del régimen se reveló al difundir, en el diario Ataja, una falsa noticia: «Muerto Fidel Castro». Eso querían, pero en realidad mientras circulaba la información, Fidel todavía no había sido capturado. Fue el sábado 1ro. de agosto que el diario Oriente dio la información verdadera: «Capturado en la mañana Fidel Castro». Foto: Fotocopias de In Scrap Book
4.
El 28 de julio el diario Prensa Libre dejó un espacio en blanco de varias pulgadas. Solo en la parte superior, la foto del columnista, Mario Kuchilán Sol. Apenas una inscripción debajo de ella: «Aquí iba Babel». Así se llamaba la columna del periodista; la censura impidió su publicación. A un lado, la dirección del diario quiso dejar constancia de la intromisión de la dictadura; pero solo fue autorizado un párrafo; el resto de la declaración también fue censurado.
Años después, durante un conversatorio con sus colegas de la redacción de Bohemia, en julio de 1975 a propósito de la efeméride moncadista, Kuchilán recordó:
«Mi columna no era tan atrevida como para silenciarla. Yo tenía que cuidarme, pues ya había sido víctima en ese y anteriores gobiernos de represalias. De modo que cuidaba mis expresiones y con mucha cautela trataba de llegar con mis ideas y observaciones a la opinión pública. El director sabía cómo yo pensaba y por esos días me previno. Lo que molestó al censor fue que deslicé que era una falacia hablar de tranquilidad y seguridad cuando las garantías constitucionales estaban suspendidas (…) A los pocos días me tropecé con el censor y me dijo: “Chinito, se te fue la mano. Yo soy buena gente pero si te agarra otro la pasas mal. Cómo se te ocurre cuestionar lo que dijo el General acerca de la normalidad del país. Cómo se te ocurre dejar en blanco la columna. Que sea la última”. Al dejar el espacio vacío nuestra protesta iba en firme y la gente sabía leer entre líneas».
La dictadura tenía miedo. Batista declaró: «Había un plan para matarme». El dictador mostraba su hipocresía: «Soy el primero en deplorar la censura».
 

5.
La naturaleza criminal del régimen se reveló al difundir, en el diario Ataja, una falsa noticia: «Muerto Fidel Castro». Eso querían, pero en realidad mientras circulaba la información, Fidel todavía no había sido capturado. Fue el sábado primero de agosto que el diario Oriente dio la información verdadera: «Capturado en la mañana Fidel Castro». El libelo Tiempo, del gángster Rolando Masferrer, introdujo una falaz variante al sugerir que se había entregado mansamente a sus captores.
En 1955, luego de ser liberado junto a sus compañeros debido a la enorme presión popular, Fidel publicó en Bohemia –libre temporalmente de la censura- una formidable y estremecedora denuncia de las mentiras y la campaña de desinformación de la tiranía en relación con el 26 de Julio. El pie lo había dado Río Chaviano, quien había reaccionado airadamente a un emplazamiento de la revista para que explicara por qué dos locutores de una emisora santiaguera habían sufrido a manos de los esbirros bajo su mando. La fórmula del atentado era por entonces una práctica común; obligarlos a ingerir una gran cantidad del purgante conocido como palmacristi.
Fidel escribió con pulso firme:  
«El pueblo de Oriente conoce toda la historia; el pueblo de Oriente, en la más grande manifestación multitudinaria que se ha contemplado en la región, clamó delirantemente durante horas por los combatientes del Moncada, y el pueblo, señor Chaviano, no clama ni delira por criminales. En cambio ese mismo pueblo que aplaudía a los que fueron a darlo todo por el decoro de Cuba, gritó incesantemente también: “¡Abajo Chaviano!”.
«Pero ya que el señor Chaviano lo ha querido, ya que insiste en repetirlas, voy a decir de una vez por qué se fraguaron contra nosotros aquellas mentiras fantásticas. Está bien claro: para desmeritar el heroísmo, para justificar la bárbara masacre que vino después, para ahogar en el terror y en el fango el idealismo de una juventud que no quiso ni está dispuesta a ser esclava de nadie. (…) Desde las propias prisiones, a pesar de la incomunicación y el rigor, les ganamos la batalla de la verdad. ¿Para qué la censura previa durante noventa días, para qué la Ley de Orden Público, sino para que nunca se supiera la historia verdadera del 26 de julio?
«Es realmente extraordinario que con media docena de publicaciones clandestinas esa verdad se haya impuesto contra todo un aparato de propaganda oficial que con métodos goebbelianos repetía las mismas calumnias. Hoy, sólo alguno que otro tonto interesado (más interesado que tonto) –o un malvado sin conciencia, podría repetirlas. Esta vez, de la calumnia no quedó nada».
En ese propio artículo Fidel también dejó aclarado para siempre lo que aconteció el 1ro. de agosto:
«Menciona el señor Chaviano el hecho de que se respetara la vida del jefe de los revolucionarios cuando se rindió a las fuerzas armadas. Eso no es argumento. Dígase de una vez por todas, porque se ha querido tejer mucha maraña en torno a mi detención, que yo nunca me rendí al Ejército. Después de resistir durante una semana con diecisiete compañeros el cerco de 1 500 hombres, al amanecer del sábado 1 de agosto, encontrándome en unión de José Suárez y Oscar Alcalde, completamente extenuados por el hambre y la sed, una patrulla, al mando del teniente Sarría, nos despertó con los fusiles sobre el pecho.
«Acompañaban a Sarría el cabo Suárez, el soldado Rodríguez, el soldado Batista y varios números más. Ninguno de ellos me reconoció en el primer instante. Cuando algunos miembros de la patrulla se disponían a ultimarnos en pleno campo con las manos atadas a la espalda, el referido militar gritó con formidable energía: “¡No hagan eso, que las ideas no se matan!”.
«Al ver aquel gesto singular, me erguí delante de él y le di mi nombre, informándole mi condición de jefe principal de los combatientes. Por toda respuesta aquel caballeroso militar me rogó que guardara en secreto mi identidad, se constituyó en guardián mío y me condujo directamente al Vivac de Santiago de Cuba donde, enterado el pueblo y la prensa de mi presencia, fue ya imposible asesinarme. Habían transcurrido seis días de los hechos y en el pueblo se levantaba un inmenso clamor contra la matanza sin precedentes de prisioneros.
«Aunque en aquella ocasión guardé discreto silencio sobre las hermosas palabras del teniente Sarría, expresé por la Cadena Oriental de Radio, delante del propio Chaviano y de numerosos militares, la forma en que fui detenido. Toda Cuba lo escuchó.
«Ninguno pudo ni podrá negarlo. La entrevista, publicada por El Crisol, dio lugar a la recogida de la edición del lunes, 3 de agosto de 1953».

martes, 12 de junio de 2018

Fernando Martínez Heredia, te fuiste para apurarnos

Por: Alejandro Gumá

Fernando Martínez Heredia. Foto: La Tizza

A. “El anuncio de los tiempos que vendrán”

Siempre que alguien se ponía a la cabeza de una meta cuyo tamaño excediera las fuerzas propias –al menos las fuerzas conocidas y supuestas–, toda vez que una persona oponía su voluntad a valladares de semblante infranqueable, cuando cualquiera mostraba empecinamiento tras objetivos en desuso o mal usados, Fernando Martínez Heredia les apoyaba en el hombro un aserto: “Eres el anuncio de los tiempos que vendrán”. Quien lo afirmaba, sin embargo, no creía en destinos inexorables. Ningún tiempo llega solo. Ningún anuncio sin práctica puede traerlo. Tampoco, cualquier práctica.
Si asumimos bien las ideas que pasó la vida defendiendo, no haremos de ellas el fijador de un retrato suyo, el salvoconducto de algún capítulo de tesis, o la cita sin vocación, a la postre, traicionera. Si las asumimos bien tendremos que crearles instrumentos, sin confundir al instrumento con la idea; conducirlos, sin semejar la conducción con el monólogo; y desarrollarlos para que sigan dando de sí.
Anoto algunos principios que aprendimos en su voz entrecortada y tosedora:
1. Al plantearnos actuar en política debemos tomar en cuenta las condiciones de partida, no para someternos a ellas sino para trascenderlas –incluidas las condiciones creadas por la cuarta Revolución Cubana, de 1959. Esta superación mediante la práctica es el vector más importante de la reproducción ampliada de un proyecto de liberaciones y el modo de prefigurar un espacio futuro al cual referir las actuaciones del presente y sus promesas.
2. Para no ser cómplices de esa ganancia de la dominación que implica naturalizar los fenómenos sociales y los productos de la actividad humana, debemos estudiarlos –y comprenderlos– en su historicidad.
No asumir como “dados” los procesos o relaciones que pudieran impedir la liberación de las personas y las sociedades, pero tampoco, los que pudieran ayudarnos a hacerla avanzar. En el primer caso, para no suponer una predestinación que después de largos períodos de procesos revolucionarios estos se rutinicen o, al cabo, terminen siendo vencidos, idea que ya Fidel Castro había planteado con audacia en 2005 [1]. En segundo lugar, para no creer(nos) que es un resultado evolutivo la sociedad de bienandanzas y emancipaciones por la que Fernando pugnaba. Hay que ganarla luchando.

La historicidad es también un valor para la asunción de los legados y del pensamiento.
3. Consecuente con los dos puntos anteriores, Fernando no fue nunca martiano, fidelista y marxista de forma mimética. En su concepción de la cultura y de la lucha cultural, por ejemplo, se pone de manifiesto su capacidad –que es la misma de todo pensamiento revolucionario– de concebir ideas superiores a las condiciones vigentes. Fue sin dudas un martiano histórico al entender que la posesión de cultura –“ser cultos”– aunque nos predispone a ser libres, puede predisponernos también a no serlo. Valga aclarar que “ser cultos” para Fernando no incluye únicamente los atributos que desde un sentido común decimonónico encasillan esa cualidad, sino implica –sobre todo en el mundo de hoy– ser convivientes de procesos culturales, portadores de significaciones diferentes y hasta contradictorias, y reproductores en escalas desiguales de la cultura que portamos.
Por ello siempre encontramos en Fernando un cuestionamiento de los contenidos de la cultura que se posee, y la apelación a apoderarnos de y crear una cultura determinada, donde no caben las discriminaciones de ningún tipo, ni las jerarquías que justifican la explotación, ni el tratamiento de las identidades –personales o nacionales– como muñecos de feria.
Cuando José Martí escribió en “Maestros ambulantes”, 1884, aquella idea famosa que todos citamos [2], la ignorancia era el principal instrumento de dominación. Desde mediados del siglo XX comenzó a serlo la cultura misma.
Armado de esa certeza, por haber estudiado a fondo aquel tránsito, es que Fernando aboga por una emancipación que debe serlo también –si aspira a la sostenibilidad– en los contenidos de la cultura, y rebasa la explicación de esta última como antónimo de ignorancia. Por eso puede decir, en la madurez de su concepción, “la rebeldía es la adultez de la cultura” [3]. Y al conferirle valor político, amplía sus predios, le asigna nuevas tareas. Porque mientras ella no es rebelde permanece infante, sujeta, minusválida, postrada por el fardo secular de la opresión, que en la medida en que fue sofisticándose utilizó a la cultura como vehículo de oscurantismo y sumisión.
4. El socialismo no es en Fernando Martínez Heredia un lugar “al cual” llegar sino “del cual” llegar, a otro superior –el comunismo–. Por tanto, siempre usó el concepto de “transición socialista” –y no de “construcción del socialismo”– para llamar la atención sobre dos aspectos decisivos: a) el carácter que debía tener la transición para conducirnos a cotas de libertad y justicia superiores, y b) la condición conflictiva e inacabada de un camino donde solo en la medida en que cambiamos la vida, las relaciones sociales y a nosotros mismos de un modo revolucionario, nos acercamos al horizonte comunista.
Delante de esta idea para Fernando va Ernesto Guevara, con su llamado de “(…) empezar a construir el comunismo desde el primer día, aunque nos pasemos toda la vida tratando de construir el socialismo” [4].
Una consagración total a ese propósito basta, para que como le ha sucedido al Che, Fernando no sea tampoco visto como un hombre del pasado histórico de la revolución, sino de su futuro.
5. Más referida al trabajo de ciencia social y pensamiento social, el autor de Cuba en la encrucijada nos deja una lección que refrendó con su propia obra: la objetividad está en el modo como encaramos los objetivos, pero no en la ausencia de estos. Dos principios lo sustentan:
a). Que todo trabajo de ciencia social –y todo científico social– persigue objetivos “extra científicos”, tiene intereses ideológicos. Lo que resta valor a la ciencia social es la pretensión de neutralidad e imparcialidad, y no las finalidades políticas que le animan.
b). Que, por lo tanto, el medidor de “cientificidad” no está en la “pureza ideológica” –inexistente e improbable– de la ciencia social, sino en la seriedad, rigor y honestidad intelectual con que el científico social encara o sustenta sus filiaciones al hacer ciencia [5].
6. La combinación entre militancia y libertad es necesaria no solo al hacer trabajo intelectual, sino a la hora de conducirnos como ciudadanos, de pensar con cabeza propia, de imaginar futuros para los cuales el pensamiento no puede tener ataduras. Es preciso “convertir los ideales en militancia y la militancia en ideales” [6].

B. Los revolucionarios no enviudan

La clausura del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana (1963–1971) y de la revista Pensamiento Crítico (1967–1971) [7], fue un episodio duro. Tan bien lo comprendió Fernando que no pudo secarlo el ostracismo ulterior. No transigió con la “autocrítica” que le sugirieron. No pactó. Supo distinguir entre la revolución y sus usufructuarios. En el tiempo que sobrevino chocó a consciencia una y otra vez con la misma piedra –solo así las piedras ceden–.
Y jamás enviudó. Tampoco los de su grupo, los de su estirpe. A no enviudar le ayudó la idea de que “se gana mucho con la derrota si uno no se convierte en un derrotado” [8]. Los inmaculados no han vivido jamás revoluciones, aun cuando su ciclo vital transcurra dentro del ciclo histórico de alguna. O aun cuando supongan actuar en su nombre, administrar sus legados, conducir sus estructuras. Debemos desconfiar de aquellos a los que siempre les va bien en las revoluciones. Y desconfiar de la prevalencia del carácter revolucionario en procesos donde la estabilidad de la norma obsede más que el ejercicio de su interpelación.
Llena de abolladuras nos entrega Fernando su indumentaria. Ninguna es moral. Él ha estado en revolución. En brega por un socialismo que no llegue a homologarse con el pedacito de poder personal de un grupo [9]. O que, como gustaba repetir, citando a Lezama, no se vuelva tan pequeño “que quepa en la chapita de una botella”. Él jamás permutó del centro de una batalla para evitarle al pensamiento la humillación de “adorno” o “actividad permitida”. Allí se mantuvo para volverlo un prefigurador de caminos y un chofer de la política.
Los inmaculados, ¿qué indumentaria exhiben?, ¿cuáles abolladuras?

C. Profeta, periodista, historiador

Fue decisivo aquel curso que impartiera Fernando en el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, entre el 3 de marzo y el 12 de junio de 2015: “El marxismo de Marx, problemas de su conversión en instrumento revolucionario mundial” [10]. Quince sesiones de cinco a seis horas los martes y catorce de ocho horas los viernes. Recesos fugaces, como este suyo de ahora.
Fernando, renqueante, trepaba hasta el salón. Su esperanza ardía con la misma intensidad sobre 26 personas que sobre siete. Bromeó el primer encuentro con aquella premonición de Máximo Gómez cuando las tropas bajo su mando salieron hacia Occidente en la invasión: “En estas filas que hoy veo tan nutridas, la muerte abrirá grandes claros”.
De Carlos Marx y La Gaceta Renana a José Martí y aquel opúsculo en La Edad de Oro donde Fernando nos enseñó a ver fundamentado el comunismo[11]. De las Cartas a Kugelmann [12] y Lenin pidiendo que todos las clavasen en las paredes de sus casas, al Che que desde Tanzania le dice a Armando Hart: “(…) ya hemos hecho mucho, pero algún día tendremos también que pensar” [13].
En tamañas travesías se nos fue revelando cuán preciso era Fernando en aquella forma jocosa de describirse: “Yo he sido a un tiempo profeta, periodista e historiador. Primero me ha tocado alertar: ‘va a pasar esto’; luego decir: ‘está pasando esto’; y por último contar: ‘pasó esto’”.
Entendimos en toda su complejidad personal y social el valor de esa tríada al abordar en sus clases el segundo intento de universalización del marxismo, que a diferencia del primero, aconteció en el tercer mundo hacia la segunda mitad del siglo pasado. Y en el fragor de ese segundo intento, desde la Cuba de los 60, descubrir al imberbe que se fuga con su revólver de una escuela emergente cuando ante la Crisis de Octubre llega la orientación a los alumnos de permanecer estudiando [14]; que, cuatro años y varias broncas después escribe la pieza fundamental de su profecía: El ejercicio de pensar [15]; que analiza los reveses –con optimismo histórico– mientras suceden, en ese testimonio de la resistencia y el pase a la ofensiva que es En el horno de los 90 [16]; y que en las dos décadas siguientes argumenta –andando en la historia [17]–, por qué seguir abrazado(s) a idéntico mástil.
Era el mismo Fernando que nos insistía: “Ustedes la tienen más difícil que nosotros: nosotros lo teníamos todo más claro, ustedes lo tienen todo menos claro”, y añadía: “Quizás porque está todo menos claro ahora”.
Rumiando las posibles causas de esa menor claridad, se me ocurre que una de ellas está asociada a que la lucha por el relanzamiento de la revolución en Cuba debe vérselas con un asunto muy serio: el de las propias creaciones de la revolución. ¿Cómo lograr que esas creaciones se trasciendan sin negarlas? O dicho de otra manera: ¿cómo convertir la superación en causa principal de su pervivencia? ¿Cómo evitar el drenaje de sus contenidos? Las respuestas supondrán encontrarles rápido a nuestros vehículos un nuevo modo de funcionar, porque ellos también nos conducen.

D. Allí donde renazca, hacerlo envejecer

Nos contaba Fernando que en algún momento de su ostracismo su hija Liliana le preguntó: “Papá, ¿tú eres el jefe de la generación del silencio?”, a lo que él no supo responder. Después bromeaba con un pensamiento que lo asaltó en sordina: “Caramba, si esta muchacha sigue avanzando tendré que matarla”.
Me regocija que la suya, la de sus compañeros, no haya resultado ser la generación del silencio.
Muchos atribuyen lo anterior al fracaso del “socialismo” en Europa del Este, que interpretan como la coyuntura que les dio la razón y los colocó otra vez en la palestra. Yo prefiero asociarlo a algo no coyuntural: la permanencia en ellos de la idea, los principios y una forma específica de defenderlos.
La generación a que pertenezco tiene entre sus peligros el de la repetición o el adocenamiento, lo cual a la larga terminaría convirtiéndola en una generación del silencio, pero de uno peor: antes de ser acallados luchando, enmudecer sin haberlo hecho.
Entonces, nos corresponde hablar donde quiera que se abra un espacio digno, y martianamente, con los actos: como mejor se habla. Ser conscientes de que tan perjudicial e indecoroso resulta servir a emisarios de lógicas empresariales, los que colocan la motivación fuera de la idea, como a la poda de las ideas en nombre de la custodia del socialismo. Darnos nuevos medios de expresión y salvar entre todos los que existen. Saber distinguir bien cuáles son las demarcaciones de nuestro campo, para ensancharlas y volverlo el campo más grande. Las revoluciones no se administran, se hacen.
Si es con ojos de funeral que en derredor miramos, Fernando deja un claro terrible en tropas menos nutridas que antes. Pero esos son solo ojos de cristal, de ver afuera. Los suyos, los de afilada cuenca y bolsón debajo, nos dicen que entró a movernos mejor, con esa forma de “orientar” –¿o debería decir “proponer”?– a la que una pedagogía política en la transición socialista no puede dar espalda.
Falleció el 12 de junio de 2017. El mismo día, dos años antes, cerraba el último seminario del curso que nos cambió la vida.
Acertó aquel compañero suyo cuando en uno de los homenajes póstumos inició así su intervención: “A Fernando no digo ‘donde quiera que esté’, porque ‘Fernando está en todas partes’”. Tenía que estarlo para el amigo de tanto trecho.
Pero cuando apenas comenzaba a llenar partes de mi generación, se fue Fernando. Estoy por creer que para apurarnos.

Si ya provoca escándalo morirse a los 78 años sin geriatría, seguir siendo joven en la muerte es un bochorno para los vivos. Él sabe que volverá con frecuencia, pero quiere, necesita, regresar más viejo cada vez. Ayudemos al hereje. Ahora somos los responsables de su ubicuidad, que cambió el “don” por la conquista.

Notas

[2] “Ser culto es el único modo de ser libre” Martí, José (1884): “Maestros ambulantes” en José Martí. Obras completas — Edición Crítica, Centro de Estudios Martianos, 2016, p.124.
Nota del autor: Propongo la lectura completa y cuidadosa del artículo de José Martí para una mejor comprensión del uso que hace del concepto “cultura” y de los problemas específicos a que con él se enfrenta.
[4] Martínez Heredia, Fernando (2001): “El Che Guevara: los sesenta y los noventa”, en El corrimiento hacia el rojo, Editorial de Letras Cubanas, La Habana, pp. 254–255.
[5] Dos ejemplos clásicos paradigmáticos –y diferentes entre sí– son Karl Marx (1818–1883) y Max Weber (1864–1920).
[7] Para ahondar sobre las causas del cierre de ambos empeños, propongo la lectura de “Pensamiento social y política de la Revolución”, conferencia dictada por Fernando Martínez Heredia como parte del ciclo La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión, organizado por el Centro Teórico-Cultural Criterios. Puede verse en: Martínez Heredia, Fernando (2010): El ejercicio de pensar, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.
[8] Martínez Heredia, Fernando (2010): El ejercicio de pensar, Editorial de Ciencias Sociales, Ruth Casa Editorial, La Habana, p.76.
[9] Martínez Heredia, Fernando (2017): “No seamos siervos de ellas: trabajemos con ellas”, en: Cuba en la encrucijada, ob.cit., p.137.
[10] El curso está grabado en su totalidad y ya se edita para su publicación.
[11] “(…) y en que ha de parar el mundo, cuando sean buenos todos los hombres, en una vida de mucha dicha y claridad, donde no haya odio ni ruido, ni noche ni día, sino un gusto de vivir, queriéndose todos como hermanos, y en el alma una fuerza serena, como la de la luz eléctrica”, Martí José (1889): “La última página”, en La Edad de Oro, p.128, disponible en:https://elsudamericano.files.wordpress.com/2017/06/jose-marti-la-edad-de-oro.pdf
[13] Carta del Che Guevara a Armando Hart Dávalos, Dar-Es-Salaam, Tanzania, 4 de diciembre de 1965, disponible en:https://www.rebelion.org/hemeroteca/argentina/filosofia310702.htm
[14] Ver entrevista a Fernando Martínez Heredia en: Suárez Salazar, Luis y Dirk Kruijt (2015): La Revolución Cubana en Nuestra América: El internacionalismo anónimo, Ruth Casa Editorial, libro electrónico.
[15] Véase en: Martínez Heredia, Fernando (2010): El ejercicio…, ob.cit., pp.139–158.
[16] Martínez Heredia, Fernando (2005): En el horno de los 90, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.
[17] Ver Martínez Heredia, Fernando (2009): Andando en la historia, Instituto Cubano de Investigación Cultural (ICIC) “Juan Marinello” y Ruth Casa Editorial, La Habana.
(Tomado de La Tizza)