Por Walter Mondelo
En consonancia con los debates que tienen lugar en nuestro país sobre diversas aristas de la institucionalidad insular, Cuba Posible hace público, en cuatro entregas sucesivas, un Dossier Especial sobre el tema medular de “la Justicia”. El material que ponemos en sus manos –consistente en cuatro entrevistas- constituye un análisis compartido sobre diversos criterios existentes en torno a “la justicia” o “las justicias” en todo el orbe. Los textos incluyen, además, abordajes múltiples sobre la práctica de “la justicia(s)” y la instrumentalización de instituciones y procedimientos para garantizarla. Participan de este Dossier los juristas, profesores e investigadores: Walter Mondelo, Edmundo del Pozo Martínez, Liliam Fiallo Monedero y Jorge Peláez Padilla. A continuación ofrecemos la entrevista de Walter Mondelo.
¿Cuáles han sido las características de los procesos históricos globales que han delineado una cosmovisión sobre la justicia en el contexto occidental? ¿Cuánto consenso y cuánto disenso existe en torno a esta cosmovisión?
Resulta verdaderamente difícil sintetizar en unos pocos párrafos una respuesta con pretensiones de abarcar la enormidad y la complejidad del proceso histórico que construye la cosmovisión actual de una noción tan antigua y tan controvertida como la justicia. Quizás lo más prudente sería suscribir la respuesta de Kelsen: “No tengo una respuesta para la pregunta ¿Qué es la justicia?, pero puedo decir cuál es mi justicia, es la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la democracia, la justicia de la tolerancia.” Pero ello, claro está, sería la solución fácil. Así que, a riesgo de incurrir en críticas merecidas por la complejidad de la pregunta y la limitación del espacio, me arriesgaré a señalar algunos puntos.
Primero, si bien “justicia” es un término que nos viene del latín iustitia (y no se refería originalmente a una virtud o un valor abstracto, o a un ideal supremo, sino a la conformidad de un acto con el derecho (ius), con las normas de la ley positiva), el concepto de justicia (dykaiosine) fue tenazmente debatido por los pensadores griegos, desde Demócrito y Sócrates, por lo menos, pero es Aristóteles el que desarrolla los análisis más elaborados, al punto de que todavía se utiliza su célebre clasificación según la cual existen dos clases de justicia: a) la justicia distributiva, que consiste en distribuir las ventajas y desventajas que corresponden a cada miembro de una sociedad, según sus méritos personales y b) la justicia conmutativa, que restaura la igualdad perdida, dañada o violada, a través de una retribución o reparación regulada por un contrato. Es Aristóteles también el que señala que la justicia no puede ser rígida, es decir, no puede consistir en la aplicación de un rasero igual a todos los hechos, que por fuerza son diferentes, sino que debe ser flexible, como la Regla de Lesbos, capaz de dar a cada caso la solución más apropiada.
Segundo, la contribución de la religión judaica, y luego, la cristiana, a la idea de justicia reside en la vinculación de ésta a la voluntad de Dios y su cumplimiento estricto por todos los hombres. Es justo lo que Dios ha ordenado, y el hombre justo es el que cumple los mandamientos divinos. Durante toda la Edad Media se discutió si la justicia emanaba de la voluntad de Dios y por tanto, su voluntad podía cambiar lo justo en inicuo, y volver lo injusto en debido, o si, por el contrario, Dios sólo podía querer lo justo, y no podía ordenar lo injusto. Esta polémica, entre voluntaristas y iusnaturalistas, marcó prácticamente todo el pensamiento medieval hasta la llegada del racionalismo y el iusnaturalismo modernos.
Tercero, es imprescindible tener en cuenta la aportación de los grandes pensadores árabes al florecimiento de la filosofía y las ciencias durante la llamada Escolástica y el Renacimiento posterior, dado que debemos a los árabes (y a los bizantinos) la conservación y la traducción de los principales textos griegos y latinos y su introducción y enseñanza en Europa a partir del siglo X.
Cuarto, la noción moderna de justicia comienza a emerger a partir de las polémicas entre Las Casas y Sepúlveda, y luego la de la Escuela de Salamanca, que más tarde son retomadas y reformuladas por los pensadores republicanos holandeses e ingleses del XVII, que vinculan indisolublemente la justicia con la libertad y la igualdad, desarrollando las nociones del pensamiento republicano clásico, de Aristóteles a Cicerón, así como sus continuadores en las repúblicas mercantiles italianas, como Marsilio de Padua y Maquiavelo. Para los pensadores republicanos de la Edad de la Razón, entre el XVII y el XVIII (como Spinoza, Locke, Montesquieu y Rousseau) la justicia en una sociedad está inextricablemente ligada a la libertad y la igualdad, ni siquiera puede hablarse de justicia si todos los hombres no pueden ejercer igualmente sus derechos naturales a la vida, a la libertad y a la propiedad.
Quinto, tras las grandes revoluciones del XVIII, y el fracaso del programa democrático radical, que condujo a la expansión sin cortapisas de la producción mercantil, potenciada por la Revolución Industrial, y simbolizada en el laissez faire de los liberales, se impone en Europa y América el positivismo como única cosmovisión adecuada a la nueva sociedad del modo de producción capitalista, y el Derecho, entendido como limitación necesaria de la libertad, según el concepto hobbesiano-benthamita. De modo que desaparece la idea de los derechos naturales, y su lugar es ocupado, en la ideología legitimadora de la hegemonía burguesa, por los derechos subjetivos, que descansan en la ley, y no en la condición humana. Ello explica el eclipse de las Declaraciones de los derechos del hombre, que sufrieron un olvido de más de 150 años tras la contrarrevolución termidoriana, y sólo volvieron a proclamarse en 1948, impulsados por el triunfo de las fuerzas democráticas sobre el fascismo y el nazismo en la Segunda Guerra Mundial, lo que condujo además al fin del sistema colonial y al proceso de descolonización, que significó la independencia de numerosos países y su constitución como nuevos Estados, lo que probablemente sea recordado como el suceso más grandioso del siglo XX.
Es dudoso, por tanto, que pueda hablarse de una cosmovisión occidental sobre la justicia, pues ello supondría ignorar u olvidar que, en primer lugar, esa pretendida contraposición entre cultura y pensamiento oriental y occidental es un mito creado en el siglo XIX y alimentado con fines ideológicos y hegemónicos, a contrapelo de toda la evidencia histórica disponible, que muestra con absoluta elocuencia que la cultura humana es el resultado de milenios de contactos, préstamos, relaciones de todo tipo y migraciones pacíficas o violentas entre distintos grupos de Homo Sapiens en diversos lugares de la Tierra. En rigor, no hay una cultura occidental, ni oriental, ni nórdica ni sureña, hay sólo una cultura humana, creada por la especie humana en los doscientos milenios desde su aparición en África y la subsiguiente expansión que nos llevó a ocupar todos los continentes excepto la Antártida.
En segundo lugar, la noción de justicia es tan polivalente, al atravesar y entrecruzar los ámbitos de la moral, la política, la religión, la economía, que resulta enormemente difícil construir un consenso sobre el tema, pues, como ya escribió Marx, la ideología, en su doble condición de sistema de ideas y de falsa conciencia que distorsiona la realidad, es el prisma a través del cual los individuos contemplan y actúan sobre el contexto en el que viven, sea en el llamado mundo occidental o en cualquier otro lugar del planeta. Resulta muy arriesgado pensar que todos los habitantes del llamado occidente, o del mundo islámico, o del asiático, o de Oceanía, tengan una cosmovisión homogénea de la justicia, lo cual no significa que sea imposible el logro de un consenso racional sobre el tema. De hecho, la Declaración Universal de los Derechos Humanos es quizás la mejor prueba de que a pesar de las diferencias, todos los seres humanos podemos concordar en la aceptación de ciertos principios morales básicos, que son el fundamento de una idea de justicia universal, en la línea kantiana, basada en la dignidad y la autonomía moral de todos los seres humanos.
¿Sería posible avanzar hacia un consenso mayor acerca de una definición de la justicia, del universo que esta pueda implicar, de cómo desarrollarla y de cómo asegurarla?
En principio, creo que teóricamente es posible, como han argumentado elocuentemente, desde distintas perspectivas, pensadores como Noam Chomsky, Hans Kung, Leonardo Boff, Luigi Ferrajoli o Amartya Sen, y como pretenden lograr, día tras día, numerosas organizaciones sociales, asociaciones campesinas, ONGs, grupos de defensa de los derechos de los pueblos indígenas, de las mujeres, etc. Sin embargo, los principales obstáculos no son de índole teórica, sino práctica, es decir, política.
Solo pensemos, sin ir más lejos, en la rotunda negativa de Estados Unidos en suscribir el Tratado sobre el Tribunal Penal Internacional, o la negativa de algunos Estados islámicos a reconocer iguales derechos a la mujer, por no hablar de la subsistencia de la esclavitud en un número considerable de países o la terca oposición de los países más desarrollados a admitir su responsabilidad en el calentamiento global o a modificar sus patrones de consumo de energías fósiles, a sabiendas de que las principales víctimas de los cambios climáticos serían los miles de millones de habitantes de los países más pobres.
En tales condiciones, el logro de un consenso mayor acerca de la definición de la justicia sería algo semejante al consenso alcanzado a nivel mundial acerca del cambio climático debido al calentamiento global generado por la quema de combustibles fósiles, que no ha supuesto ninguna disminución real del empleo de tales combustibles, ni mucho menos una aceptación de la responsabilidad de los grandes contaminadores, ni de la necesidad de renunciar a las energías fósiles y su sustitución por fuentes energéticas no contaminantes, sino más bien lo contrario: desde la firma del Protocolo de Kyoto en 1998, las emisiones de gases de efecto invernadero han aumentado sustancialmente, en lugar de decrecer.
Volviendo al tema de la justicia, la fuente mayor de injusticia en el mundo es la desigualdad, como han demostrado suficientemente estudios de economistas, sociólogos y antropólogos, y a pesar de todas las buenas intenciones de la ONU, la UNESCO, la FAO y otras organizaciones internacionales, la desigualdad no ha hecho sino crecer desde fines de los años 70, cuando comenzó a aplicarse el recetario neoliberal. Recordemos: el primer banco de pruebas del experimento neoliberal fue el Chile de Pinochet, seguido por la Argentina de la Junta Militar, y sobre todo los gobiernos de Reagan y Thatcher, después de lo cual se convirtió en una auténtica cruzada contra las clases populares y todas las conquistas alcanzadas por la lucha secular de los de abajo contra las élites, como ha demostrado Naomi Klein en La Doctrina del Shock.
¿Cuál es el actual compromiso de los actores e instituciones nacionales, regionales e internacionales en la evolución de la justicia, en el desarrollo de una cultura comprometida con la misma, en la promoción de dinámicas sociales, económicas y políticas justas, y en el fortalecimiento de los sistemas judiciales? ¿Cuáles podrían ser las iniciativas, las estrategias, las perspectivas y las metodologías (globales y locales) para avanzar hacia un mayor desarrollo de una cultura comprometida con la justicia, y con la promoción de dinámicas sociales, económicas y políticas atravesadas por sólidos fundamentos de justicia?
Es difícil hablar de un compromiso en bloque de los actores e instituciones nacionales, regionales e internacionales en el tema de la justicia, de una cultura de la justicia o del fortalecimiento de los sistemas judiciales. Pues no es lo mismo el compromiso de UNASUR que el de la Unión Europea (dominada por el fundamentalismo neoliberal), o el de la UNESCO que el de la Organización Mundial de Comercio (OMC), donde se enfrentan los intereses de las grandes corporaciones con los de los pueblos del Sur global, dispuestos a defender la soberanía sobre sus recursos frente a la voracidad del capital transnacional.
Tampoco es lo mismo, el compromiso de los Estados que el de las ONGs, o el de las distintas religiones del mundo. Dicho esto, no hay duda de la necesidad de defender y promover una cultura de la justicia, como noción universal, y de los derechos sin los cuales resulta imposible concebirla. Tal consenso debe comenzar por el reconocimiento de que la peor amenaza a la justicia en el mundo es la creciente desigualdad, agravada por las políticas de fundamentalismo neoliberal impuestas por el FMI y el Banco Mundial a los países pobres y hasta algunos que hasta hace poco no se tenían como tales, como los países del sur de Europa. Requiere también una reducción significativa de los gastos militares, que han alcanzado un nivel obsceno en este mundo crecientemente desigual. Es imperioso que la ONU sea verdaderamente un foro democrático donde todas las naciones y pueblos hagan escuchar su voz y defiendan sus derechos, en lugar de un interminable desfile de buenas intenciones nunca cumplidas, y sobre todo, que sea capaz de asegurar la preservación de la justicia y la paz en el mundo, como manda la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Ello requiere, también, potenciar el cumplimiento del Derecho Internacional, tanto el Público como el Privado, frente a los intentos de los grandes poderes económicos de blindarse con Tratados Internacionales negociados en secreto, como el Acuerdo de Comercio Transpacífico y el que se fragua actualmente entre Estados Unidos y la Unión Europea, que pretenden barrer los últimos restos de soberanía estatal frente a las transnacionales y los fondos de inversión globales.
Todo esto podría sonar utópico, pero es la base irrenunciable desde la cual debemos plantear la lucha por la justicia (y por el Derecho: el arma de los débiles, como dijo Ferrajoli) a nivel global, regional y local. De otro modo, a pesar de logros parciales en este o aquel espacio, el marcador global seguirá reflejando -como reconoció con honestidad o con cinismo- Warren Buffet, la victoria de la clase empresarial sobre la clase trabajadora, victoria que amenaza devolver a la sociedad, políticamente hablando, a la Belle Epoque del capitalismo del XIX, cuando los grandes barones de la industria y la banca sometían países y continentes enteros y los reclamos por los derechos de los trabajadores eran respondidos con balas y cárcel. Frente a ello, solo la lucha coordinada y sin tregua de los de abajo por sus derechos, en los foros nacionales, regionales o internacionales será capaz de revertir el sombrío panorama de una antiutopía neoliberal que recuerda, cada vez más, la premonitoria sociedad descrita por Orwell en su libro 1984.
A nivel local, las iniciativas y las estrategias exigen, en primer lugar, el acceso a la información relevante sobre el sistema. En primer lugar, la publicación de las sentencias de los tribunales, cuyos juicios son públicos según la Constitución de la República. También sería necesario reflexionar sobre la reforma del Código Penal vigente y la Ley de Procedimiento penal. El primero, por su excesivo rigor punitivo, además de la presencia de una institución tan poco presentable como la peligrosidad predelictiva, ideada por los penalistas fascistas italianos, y que arrasa con un principio tan básico como la presunción de inocencia.
También la edad penal establecida en 16 años por el Código no es muy compatible con la Convención de los Derechos del Niño, de la que Cuba es parte, que la establece en 18 años. Por otro lado, en la Ley de Procedimiento Penal, lo más urgente es permitir la asesoría legal de un abogado desde el momento de la detención, como es ya de rigor en casi todos los países de la región y muchos en el mundo. Otra cuestión realmente importante es el control constitucional, pues el sistema establecido en Cuba ha demostrado ser inoperante: en casi 40 años no se ha declarado por la Asamblea Nacional una sola norma inconstitucional, a pesar de que la Constitución de la República la faculta a hacerlo. Sería imprescindible también establecer un programa de divulgación y enseñanza de los contenidos de la Constitución a todos los niveles de la educación primaria y secundaria, así como la publicación en los medios de prensa nacionales de columnas semanales sobre el tema de la Constitución y el ordenamiento jurídico, así como de los derechos ciudadanos y sus garantías. Y un tema que también requiere seria consideración es el control judicial de los actos administrativos, que no pueden ser recurridos en sede judicial, lo que es ya una práctica universal, y nos coloca a la cola de la región (y casi del mundo) en lo que se refiere a la justicia administrativa.
¿Qué elementos han caracterizado los sistemas de justicia contemporáneos? ¿Cuáles han sido sus mayores virtudes y sus más connotadas debilidades?
Los sistemas de justicia contemporáneos, más allá de las diferencias debidas a contextos históricos, culturales y políticos, son herederos de las grandes reformas ilustradas y del proceso codificador que siguió a la Revolución Francesa, como también de las grandes luchas sociales de fines del XIX y las revoluciones de inicios del XX. Todo ello consolidó el molde republicano del Derecho Público, que incluye, por supuesto, las garantías del debido proceso, la presunción de inocencia, el hábeas corpus, la cosa juzgada, etc.
Su principal virtud creo que puede situarse precisamente en las garantías de la libertad, la igualdad y la seguridad jurídica de los individuos y los grupos sociales marginados frente a las distintas formas de poder y dominación que atraviesan la sociedad. Su principal debilidad radica justamente en las diversas maneras en que dichas formas de poder (económico, político, mediático) son capaces de distorsionar y alterar el funcionamiento de los sistemas de justicia, y en casos extremos, convertir sus garantías en meras declaraciones sin consecuencias prácticas, que es justamente la estrategia seguida por la reacción neoliberal contra las conquistas democráticas de los últimos dos siglos. Tan radical es el retroceso causado por la aplicación, con fervor digno de mejor causa, del Talmud neoliberal, que ya puede hablarse de una crisis profunda del Derecho laboral, sin duda el más perjudicado, así como del Derecho Penal (que sufre las consecuencias de la doctrina que afirma que para tener seguridad es necesario renunciar a algunas libertades), y del Derecho Constitucional, que ha asistido al vaciamiento de sus contenidos y principios más básicos en nombre de las exigencias de los mercados, como se ha visto en la imposición por la llamada troika, de reformas estructurales que violan flagrantemente las Constituciones de los países europeos y los Tratados de la propia Unión Europea.
Todo ello nos obliga a extraer la conclusión obvia: si todas las conquistas democráticas del Derecho Público en los últimos dos siglos fueron el resultado de encarnizadas luchas sociales y están en riesgo de ser desmanteladas, la única forma de recuperarlas pasa por la organización de la resistencia del demos global frente al poder de esta nueva aristocracia del dinero y sus servidores. Esta lucha para que sea verdaderamente global, debe ser primero local y regional, como sostenían en los 90 los primeros activistas antiglobalización: piensa globalmente, actúa localmente. Aprovechar los espacios que brinda el Derecho debe ser un imperativo, en línea con las concepciones del uso alternativo del Derecho, y permitiría ir ampliando los espacios desde donde construir prácticas y dinámicas sociales más justas, como han demostrado las experiencias de numerosas asociaciones vecinales, movimientos sociales, ONGs, cooperativas, sindicatos, grupos campesinos, en muchos países.
Precise, con el mayor nivel de detalle y análisis posibles, ¿cuál debería ser el desempeño de la abogacía, de la defensoría del pueblo, de los mecanismos de instrucción, del sistema de tribunales, de la entidad encargada (o diversas entidades) de proteger las garantías constitucionales, de la autoridad electoral, y de la institución encargada de la contraloría económica, etcétera? ¿Cuál debe ser la autonomía entre cada una de ellas, aunque sean parte de un mismo sistema encargado de proteger la justicia? ¿Pudiera, debiera, asegurarse algún nivel de coordinación entre esta pluralidad de instituciones? ¿Cómo garantizar, cada vez más, la autonomía de todo ese entramado en relación con otros poderes, etcétera?
En relación con el funcionamiento de los sistemas de justicia, en términos generales, la función de los abogados, del Defensor del Pueblo u Ombudsman, de la instrucción policial, del sistema judicial, de los mecanismos de control constitucional, el tribunal electoral, y la Contraloría, están todas reguladas en la Constitución y diversas leyes en la mayoría de los países. Todos ellos son autónomos, y la coordinación entre ellos se establece en distintos niveles. Por ejemplo, la instrucción policial trabaja en estrecha coordinación con y subordinada a la Fiscalía o Ministerio Público, y en algunos sistemas, con el Tribunal, pues existe la figura del juez de instrucción.
El primer requisito debe ser, entonces, el diseño de un sistema de justicia eficiente, que garantice el acceso de todas las personas a las instancias de resolución de conflictos, un sistema fundado en la realización de los principios y los valores constitucionales, capaz de dar respuesta a las demandas ciudadanas, de grupos y sectores sociales, con mecanismos que garanticen la participación ciudadana (como pueden ser los jurados), y la renovación sistemática de la judicatura, así como su capacitación y el acceso a los escaños del sistema judicial por ejercicios de oposición, que premien el mérito, la experiencia y la capacidad.
En segundo lugar, el control democrático del funcionamiento del sistema, que pasa por la publicidad de todas las decisiones judiciales, la transparencia de los procesos y la rendición de cuentas periódicas de todos los órganos del sistema de justicia ante la Asamblea Legislativa. También resulta imprescindible la promoción de una cultura de la legalidad, entre funcionarios y ciudadanos, y que éstos conozcan cabalmente sus derechos, las garantías existentes para ejercerlos y las instancias ante las cuales reclamarlos. La figura del Defensor del Pueblo u Ombudsman ha demostrado cumplir una función de primerísima importancia para garantizar el control democrático sobre el sistema de justicia.
¿Cuáles resultan las mayores demandas actuales para evolucionar hacia un modelo de sistema judicial al cual todos puedan acceder con facilitad y seguridad, y sea, a su vez, más expedito, más dinámico, más íntegro, más profesional y más obedecido? Del mismo modo, hoy se opina intensamente sobre la necesidad de reevaluar las diferentes maneras factibles de nombrar a los jueces para que este procedimiento aporte mucho más a la integralidad e integridad del desempeño de sus funciones. ¿Qué opina UD?
Las mayores demandas al sistema judicial en el mundo de hoy tienen que ver, básicamente, con el derecho de acceso a la justicia, que aunque reconocido en todas partes, se enfrenta a dificultades enormes cuando los que tratan de ejercerlos son las personas de los estratos más desfavorecidos, que carecen del dinero, del tiempo y de conocimientos básicos para lidiar con abogados y otros operadores jurídicos. Otro reclamo que traspasa fronteras y culturas es el de la poca transparencia de la judicatura, afectada en muchos países por acusaciones de corrupción, sobornos, cohechos, y muy poco dispuesta a someterse a controles democráticos. Por último, se ha señalado el carácter conservador, cuando no francamente reaccionario, de la ideología dominante en el sector judicial en muchos países, favorecida por mecanismos de selección elitistas, que perpetúan el privilegio de pertenecer a lo que es visto como una casta cerrada, cuyos miembros se protegen cuidadosamente unos a otros y velan muy celosamente por sus intereses corporativos. Frente a esto, se demanda una profunda democratización de todos los mecanismos de acceso al sistema judicial, la puesta en marcha de controles democráticos de la actividad de los jueces y la publicación de todas las decisiones judiciales, que deben pasar el test de una opinión pública informada, en nombre de la cual dicen dictar sus fallos los tribunales.
¿Qué opinión le merece la perspectiva vindicativa que debe marcar el cumplimiento de toda sanción jurídica? ¿Cómo promoverla en un mundo que parece no acordarse de esto? En tal sentido, ¿cuáles serían los mayores desafíos de los actuales sistemas penitenciarios?
No creo que pueda justificarse una perspectiva vindicativa que deba marcar el cumplimiento de toda sanción jurídica. En rigor, el Derecho no es venganza, ni siquiera el Derecho Penal. El Derecho Penal solo puede ser visto, entendido y aplicado, como ultima ratio, como último recurso. No es casual que desde los años 60 hayan ido in crescendo las voces autorizadas dentro y fuera del ejercicio profesional del Derecho, para señalar la profunda crisis del fundamento mismo de la punición penal, el agravamiento de las consecuencias nefastas que trae para individuos y sociedades la existencia de la prisión, y para reclamar la necesidad, cada vez más acuciante, de repensar los fundamentos mismos de las formas tradicionales de combatir el delito, que nos han conducido a la situación actual, donde las cárceles se han convertido, en la mayoría de los países, en verdaderos infiernos en la Tierra, que solo contribuyen a reproducir las mismas conductas que aparentemente combaten.
¿Cuánto se puede hacer para conducirnos hacia una regionalización y una globalización cada vez más sólida, seria, serena y consensuada, que asegure una dinamización de la justicia en la cultura, en la economía, en los empeños sociales y políticos, y en las funciones de la multiplicidad de instituciones judiciales?
Confieso que me resulta muy extraño ver unidas a la globalización los adjetivos de sólida, seria, serena y consensuada. Desde inicios de los 90, cuando el término se popularizó, se nos vendió como la panacea para todos los males, que haría del mundo algo muy próximo a un paraíso de libertad y consumo, impulsado por las políticas de libre mercado: la utopía neoliberal como respuesta del mundo libre al fracaso de la utopía comunista. Un cuarto de siglo después, el planeta cruje por todos lados: la desigualdad y la pobreza se han disparado a niveles que no se veían desde los años anteriores al crack del 29; la crisis medioambiental, agravada por el calentamiento global, está diezmando las especies vivas en todas las regiones del mundo y amenaza con destruir las condiciones que hicieron posible la civilización humana; las migraciones -impulsadas por las miserables condiciones de vida de los habitantes de los países del Sur- están poniendo a prueba el verdadero alcance de la solidaridad de los habitantes del mundo opulento; y la llamada “guerra contra el terror” inventada por los neocons ha servido como incubadora de extremismos y radicalismo religiosos que producen, de rebote, más intolerancia y xenofobia en el mundo desarrollado.
Los problemas son cada vez más graves y acuciantes, y el tiempo para actuar se reduce dramáticamente, acortado además por la ceguera y estrechez de miras de los gobiernos del llamado Primer Mundo, que al parecer apuestan por mantener su status y nivel de vida en medio del desastre ecológico, económico y político que se extiende por todas partes. Si esto suena apocalíptico, basta revisar las predicciones del Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC) sobre las consecuencias de un aumento global de la temperatura por encima de umbral de 2 grados Celsius o los dramáticos llamados de alerta de James Hansen, quizás el más respetado climatólogo del planeta. En otras palabras, como dice Immanuel Wallerstein, no estamos ante una crisis cíclica del capitalismo, sino ante una crisis civilizatoria, cuyo desenlace es hoy impredecible. Ante esto, es difícil señalar una hoja de ruta que permita al menos moderar el impacto de lo que se nos viene encima, pero en todo caso, pasa indefectiblemente por la construcción de alternativas al modo de producción capitalista, lo que requerirá esfuerzos concertados de pueblos y países que sepan librarse de egoísmos nacionales, de sectarismos y dogmatismos políticos e ideológicos, pues lo que está en juego es la supervivencia misma de la civilización humana, como ha recordado en numerosas ocasiones Fidel.
Walter Mondelo
Profesor de la Universidad de Oriente, Cuba
Fuente: http://cubaposible.net/articulos/walter-mondelo-necesitamos-defender-y-promover-una-cultura-de-la-justicia-y-de-los-derechos-2-aa6-aa-25-6-aa
Esto es una prueba
ResponderEliminarPodemos postear a gusto sin restricciones.
ResponderEliminarPues alla va eso, candela al jarro.
ResponderEliminarPadre gracias, esto esta en prueba hasta el 1 de Marzo para ir poniendolo a punto. Ud. puede opinar como hacia sin problema alguno,de eso se trata, incluso si quiere escribir un articulo como padre Ignacio bienvenido.
ResponderEliminarGracias Humberto, por aqui estare y te prometo hacerlo con el respeto debido.
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