miércoles, 24 de febrero de 2016

Transición a la cubana

Susanne Gratius, esglobal
 “Lento, pero sin pausa” ¿Cuál será el futuro de Cuba?


2016 será un año decisivo para el futuro de la isla: en abril tendrá lugar el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC), que coincidirá con diez años de Raulismo, y en noviembre se celebrará el 60º aniversario de la salida del yate Granma hacia Cuba, en paralelo a las elecciones presidenciales en Estados Unidos.


La severa crisis política y económica en Venezuela y la victoria de la oposición en las elecciones parlamentarias venezolanas del 6 de diciembre pasado obligarán al régimen cubano a acelerar las negociaciones con Estados Unidos, con quien ya sostuvo una reunión secreta sobre un tema clave: las propiedades que Cuba nacionalizó durante la Revolución y que su vecino del norte sigue reclamando. Este asunto ocupará un espacio importante tanto en la agenda bilateral como en la transición cubana, que continúa pasito a pasito.


Los cambios en Cuba y Estados Unidos se condicionan mutuamente. Un presidente menos favorable al diálogo podría frenar una mayor apertura en Cuba y, viceversa, las reformas en la isla podrían acelerarse con la continuidad del compromiso constructivo y el fin de la política de sanciones que provocaría cambios más sustanciales.


El ritmo de reformas en la isla siempre ha dependido de socios externos que, desde la alianza con la Unión Soviética hasta la unión con Venezuela, dieron oxígeno económico al régimen castrista y retrasaron los cambios necesarios para adaptarse a una economía globalizada. Ahora, Cuba está sustituyendo a Venezuela por Estados Unidos.


Esta nueva apuesta no está exenta de riesgos, pero el lucrativo intercambio con Venezuela – especialistas cubanos a cambio de crudo – se está agotando, igual que la Revolución Bolivariana en un post chavismo inmerso en una profunda crisis interna tras la derrota electoral. La victoria de la oposición es el principio del fin de la alianza bilateral y uno de sus líderes, Henrique Capriles, ya ha dicho que “no vamos a regalar más petróleo”.


Desde esta perspectiva, la luna de miel entre Cuba y Estados Unidos es un paso pragmático para preparar el fin de la alianza con Caracas – en camino a un Estado frágil con un récord de homicidios y una economía colapsada – y buscar un nuevo aliado que reemplace a Venezuela como principal socio económico.


En 2014, Caracas todavía representó un 37% del comercio total de Cuba, a la que suministró unas 90.000 toneladas de barriles de petróleo diarios, un compromiso que el Gobierno de Nicolás Maduro difícilmente puede mantener en una situación de emergencia nacional por la caída del precio del crudo, una inflación del 158% y una recesión histórica del -10%.


Ambos lideran el ALBA, una plataforma que une a un grupo de países para construir un modelo alternativo de desarrollo y oponerse a la hegemonía de Estados Unidos. La frágil alianza está condicionada a cambios internos en Cuba y Venezuela, y tanto el acercamiento entre La Habana y Washington como el conflicto interno venezolano conspiran contra el ALBA.


En 2014, EE UU ya fue el noveno socio comercial de Cuba, por delante de Rusia. Después del restablecimiento de relaciones diplomáticas, los intercambios bilaterales llegaron a récords históricos, y la economía cubana creció un 4,5% en el primer semestre de 2015. La decisión de sustituir a Caracas por Washington promete, pero sólo si el próximo año ganan los demócratas. En el caso contrario, el próximo presidente podría restablecer el statu quo anterior.


Mientras tanto, el Gobierno de Raúl Castro continuará un proceso de reformas lento pero irrefrenable. Desde que el presidente sustituyó en 2006 a su hermano Fidel, el país ha cambiado mucho: el enemigo histórico abrió una embajada en La Habana, Cuba participó en una Cumbre de las Américas, negocia un acuerdo de cooperación con la Unión Europea, permitió una creciente influencia política de la Iglesia Católica y levantó las restricciones de viajes y múltiples actividades privadas. Unos cien presos políticos salieron de las cárceles, hay un debate más plural sobre el futuro del país y algunos grupos, entre ellos los homosexuales y transexuales, ampliaron sus derechos.


Todo esto ocurrió en el habitual marco de un régimen autoritario que sigue aplicando la represión, prohíbe las libertades políticas y no permite alternativas al régimen actual. Pero el país también es más previsible, y Raúl habla poco y cumple con lo que dice: restableció relaciones diplomáticas con Estados Unidos y autorizó un creciente sector privado como alternativa al Estado que despidió a más de un millón de trabajadores. Raúl Castro es evaluado por los resultados y no, como antes, por la lógica de la “fortaleza amenazada” desde un enemigo externo o el carisma del máximo líder.


Si Raúl cumple con su promesa de abandonar el poder en 2018, le quedan dos años para preparar los cambios que necesita el país. Sin duda, quien le suceda – sea el actual vicepresidente Miguel Díaz Canel u otro – ya no pertenecerá a la generación histórica de la Revolución y tendrá que buscar otras fuentes de legitimidad. En términos institucionales, las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) que representa Raúl Castro seguirán ocupando una función clave en la próxima etapa política, mientras que el Partido Comunista de Cuba (PCC) ha tenido, desde siempre, un papel menor.


Por la represión, las fragmentaciones internas y la “opción salida” -más fácil por la libertad de viajar-, la oposición no ofrece una alternativa creíble al poder, dejando el campo al régimen actual, que probablemente es menos hermético de lo que aparenta. Salvo sorpresas, en dos años pueden manifestarse las primeras fisuras de una cúpula política que durante 57 años se ha presentado unida (o como una unidad), pese a las especulaciones sobre posibles divisiones entre talibanes, halcones y palomas que suelen acompañar a las transiciones del autoritarismo a la democracia.


Por su vecindad, la herencia social de la Revolución y la perspectiva de sucesión, el futuro de la isla no se puede anticipar construyendo paralelismos con otros países con trayectorias y contextos regionales muy diferentes. Cuba no es ni España ni Vietnam. Sigue siendo un caso sui generis.


A diferencia de España carece de un mediador político como el Rey, Fidel ya tiene sucesor y la situación en su vecindad no invita tanto a transitar el camino hacia la democracia liberal. Comparado con casi todos los países latinoamericanos y pese a las enormes dificultades económicas, Cuba sigue contando con un alto desarrollo humano, que es la cara amable de un régimen indudablemente autoritario.


El desarrollo social y el mantenimiento de unos sistemas públicos de salud y de educación gratuitos, que incluso sobrevivieron al colapso del bloque socialista, siguen siendo la excepción en una región que es la segunda más desigual del mundo. Y de modo diferente al gran incentivo que ofreció a España la inclusión en la Comunidad Económica Europea, el mayor obstáculo para un cambio democrático sigue siendo el embargo de Estados Unidos, que sólo puede ser levantado por el Congreso.


Tampoco funcionan las comparaciones con otros países socialistas como China o Vietnam. Primero, los logros sociales en Cuba son mayores y, aunque crecen, las desigualdades no son comparables con los elevados índices Gini de China o Vietnam. Por otro lado, la isla cuenta con un mercado interno no solo mucho más pequeño y menos privatizado que el vietnamita, sino también joven y dinámico, ajeno al dilema que afrontan los países europeos de una población mayor y bajas tasas de fertilidad.


Como siempre, pocos analistas acertarán con sus pronósticos sobre el futuro de la isla, que depende tanto de la constelación de poder interno como de la evolución de su nueva alianza con el enemigo histórico y cuya actuación condiciona el ritmo de los cambios en Cuba. Si continúa la política de compromiso constructivo, se acelerará la apertura y, viceversa, si un republicano gana la presidencia de Estados Unidos, puede volver el statu quo ante. En 2016 tendremos más certeza sobre la próxima etapa de la transición a la cubana que evoluciona al ritmo caribeño de “lento, pero sin pausa”.



Suscriben el presente texto Alfonso Ruiz Miguel, Elena García Guitián, Esther Gómez Calle, Juan Antonio Lascuraín, José Ramón Montero, José Luis López González, Fernando Martínez, Fernando Molina, Julián Sauquillo, Gregorio Tudela, Soledad Torrecuadrada y Yolanda Valdeolivas, profesores de la Facultad de Derecho de la UAM y miembros del Colectivo DeLiberación.

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