Por Luis Toledo Sande
En un texto de Gabriel García Márquez leí, llegado tal vez del sabio Pero Grullo o del genio colectivo, el agudo apotegma según el cual un burócrata es quien tiene un problema para cada solución. Ayudada por agentes patógenos locales, la burocracia brota como hipertrofia, o hiperplasia, de la necesaria organización de la sociedad, como del desarrollo celular nace el cáncer.
Nadie piense que aquella solamente opera en lugares específicos: se ha extendido por el mundo, como acompañante de eso que, a veces con demasiada confianza, llamamos el desarrollo. Los recursos tecnológicos y científicos, destacadamente los informáticos, pueden enmascarar la urdimbre burocrática, mientras que la ineficiencia la destaca, y la hace más difícil aún de soportar.
Influencia del inglés por medio, la diosa mayor de la informática se denomina internet, a veces con inicial mayúscula, como nombre propio. (En español perdimos la oportunidad de llamarla inter-red, y el vocablointranet designa una versión recortada de ella.) La diosa también se identifica como web, que en lengua inglesa significa telaraña, metáfora aplicable asimismo a lo que puede llegar a ser una cada vez más atrapadora “cultura de la burocracia”.
No hay que negar la importancia de las medidas organizativas y los correspondientes controles, sino impedir que unas y otros se tomen como fines y frenen la necesaria soltura creativa. La mayor complicación radica en que es más fácil condenar verbalmente la burocracia que descubrirla y enfrentarla de veras. Especialmente difícil es detectar el burócrata o la burócrata que llevamos dentro.
Respuestas como “eso no es lo establecido”, o “eso no está normado”, nos salen constantemente al paso, o las ponemos nosotros, contra iniciativas dirigidas a crear algo o a encontrarle solución a determinado problema. El verdadero valor, si lo tiene, de lo establecido y lo normado es contribuir al mejoramiento de la realidad, que nos incluye.
Lo establecido puede ser algo tan elemental como que el portero en un centro de trabajo impida que a este acceda un delincuente dispuesto a todo, matar si es preciso, para robar. Pero si, por su astucia, o por descuido o ineptitud del portero, el delincuente logra entrar, ¿deben los demás trabajadores permitir que circule libremente y cometa sus fechorías, en vez de agarrarlo y entregarlo a las autoridades?
Ese ejemplo puede parecer descomunal, o lo es. Pero ¿no cabría tomarlo como alegoría de males que nos rodean, y nos tienen a nosotros mismos de cómplices voluntarios o involuntarios? Algunos de esos males serían el desaprovechamiento de los bienes sociales, la inmoral sustracción de ellos -léase robo-, la mala terminación de un mueble en una carpintería, el maltrato a un paciente por parte de un médico u otro trabajador. Y muchos más.
Para no permanecer en la tendencia a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, pensemos en otras realidades: digamos una página mal impresa por no aplicar en el camino soluciones con que resolver deficiencias no detectadas “a tiempo” -nadie es infalible-, o por no mejorar algo que, tal vez porque es fruto propio, no tocamos, aunque podría optimizarse sin sacrificar la fecha de impresión. Esta requiere respeto, y no debe confundirse con el burocratismo: lo menos que se le puede pedir a una publicación semanal es que salga cada siete días.
Los controles no deben reducirse a papeleos y mecanismos que son estériles cuando no los atienden bien los seres humanos y, como estos, pueden deformarse y atascarse en trastornos nocivos para cualquier sistema, y mortíferos para el afán socialista. Las actitudes y las virtudes necesarias están en las personas, al igual que las faltas y los defectos frustrantes.
Tras vencer trabas burocráticas empecinadas en impedirle mejorar un texto propio, un colega parodió a Gustavo Adolfo Bécquer con versos que me ha autorizado a citar sin revelar su nombre, para cuidar su prestigio literario. Acepto esa condición, porque en este caso el anonimato no es un hecho inmoral.
He aquí los versos, que el autor de Rimas perdonará desde su tumba, porque nacieron del afán de defender, hasta risueñamente, la buena poesía de la vida: “¿Qué es burocracia?, dices, mientras clavas/ en mi propuesta de solución/ tu norma que la impide./ ¡Qué es burocracia! ¿Y tú me lo preguntas?/ ¡Burocracia… eres tú!”. Pero, ¡cuidado!, también puedo ser yo, y, sea quien sea, tiene argucias para condenarnos a más de cien años de improductividad.
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