martes, 23 de febrero de 2016

LAS MILITANCIAS ESTÉTICAS



Por Eduardo del Llano


Sería alrededor de 1975 que tuve mis primeros jeans. Yo andaba por los trece años, mi padre me los trajo de la URSS: en un bolsillo trasero campeaba una etiqueta… del lobo y la liebre, con el texto Nu, pagadí! en caracteres cirílicos. Aun así me tuve por afortunado, pues la única alternativa viable eran los Jiquí, de producción nacional y con tanto swing como un grano en la nariz. Asistí a más de una fiesta embutido en ellos, y dice bastante de esos tiempos el hecho de que si me fue bien o mal no dependió del lobo en mis asentaderas…


 En 1985, cuando me gradué de la UH, tuve que pasar seis meses como teniente en una Unidad Militar cercana a Güines. Me llamó la atención que algunos reclutas se afeitaban la cabeza; primero pensé en un castigo o un acto de rebeldía. Sabedores de que los universitarios no nos dábamos ínfulas de oficiales auténticos, eran bastante comunicativos con nosotros, de manera que les pregunté la razón de la afeitada, y me sorprendió escuchar que lo hacían motu proprio. Toda la vida los reclutas han sido propensos a escaparse a la primera oportunidad, así que cuando eran advertidos de que a la próxima fuga irían presos, optaban por una medida extrema: raparse. El razonamiento era: bueno, uno se ve tan feo con la cabeza afeitada, que eso me impedirá salir a la calle durante, por lo menos, un trimestre, a ver si así me quitan el ojo de encima… Treinta años después, una testa bruñida constituye el súmmum de la elegancia masculina.


Una voz interior nos llama a ser –o, por lo menos, lucir- diferentes. Otra, a no destacar demasiado y acatar lo socialmente aceptable. Por lo general, la segunda se hace más fuerte con los años, el individuo suele alejarse de las estridencias y adoptar el uniforme del triunfador; como diría Umberto Eco, cada vez somos menos apocalípticos y más integrados. Aun así, hay gente que asume un look a guisa de código o bandera y le es fiel durante décadas a contrapelo de la moda, en tanto otros cambian con la marea y llaman a eso renovarse. Yo, lo admito, soy más bien del primer grupo. No sigo creyendo que los pantalones acampanados y las camisas Manhattan sean el no va más, el Everest estético, pero mantengo mi devoción por el desenfado hippie y el cabello estilo rockero. En fin, no hay más que mirarme. Los del otro bando, por el contrario, si le muestran a alguien fotos de unos años atrás, tienen que explicar “sí, ese de la melena soy yo, y también el de las motas sobre las orejas y el McCartney y los pinchos punk y las hombreras, y este con el mohawk también soy yo, y bueno, ahora dejo que el pelo me cubra un ojo a la usanza emo, pero la semana que viene voy a raparme”.


El primer grupo tiene militantes ilustres: todavía hoy vemos a algún distinguido profesor universitario vestir de traje y corbata –y no precisamente traje nuevo, de corte moderno- en cada una de sus apariciones públicas, sean en la TV o por la calle 23 con treinta y cuatro grados a la sombra; aún los fieles al tango aprovechan cada oportunidad para echarse un pañuelo al cuello, y los devotos del jazz para calzar zapatos de dos tonos. Abel Prieto persiste en su corte de pelo a lo McCartney, y los viejos galanes se esculpen el bigote con tanto esmero como hace cincuenta años.


 Los que se pliegan a las sucesivas oleadas de la moda son, en todo caso, mayoría, pero esa falta de compromiso con una estética concreta no significa que las militancias se ignoren sino que se renuevan estratégicamente, que la dictadura de paso les viene tan bien como cualquier otra y están en cada momento dispuestos a renegar de lo que les funcionaba la semana pasada.


Los jóvenes se integran a una tribu urbana –mikis, repas, rockers, emos, hipsters- como en definitiva hacemos todos, el ejecutivo, el funcionario, el nuevo rico y el artista, que a diario aplicamos nuestras militancias en la música que escuchamos, en la selección de los amigos, en la manera de entender el mundo. Por otra parte, algo tendríamos que haber aprendido en estos años, y es a no ridiculizar desde el Poder -cualquier poder, emane de un arbiter elegantiarum,de nuestra paternidad o del gobierno- lo que no compartimos, a no estigmatizar al Otro por sus gustos y opiniones, pues la imposición de una militancia estética como exclusiva o straight no es más que una forma de intolerancia, de represión. Conviene no olvidar que en aquellos contextos en que se busca anular al individuo –el Ejército, la población penal, Corea del Norte- la gente está obligada a llevar la misma ropa y el mismo corte de cabello…



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