domingo, 31 de diciembre de 2017

La fuerza de Fernando Martínez Heredia




Alejo Carpentier escribió que toda la historia de Cuba está contenida en sus canciones políticas. Se pueden “leer” esas canciones, a la vez, como antropología cultural de la nación, como crónica política de eventos y como historia social de sus procesos. En ellas, aparece el pueblo cubano como centro espectacular de atención, productor de discursos complejos, expresivos de infinitas prácticas contradictorias, capaz de politizar su choteo, su dolor y sus demandas; y de marcar, en grados variables, no solo la formación genérica de la “cultura nacional” —muchas veces presentada de modo despolitizado, como especie de “alma alada” de la nación—, sino, específicamente, el curso y los desenlaces políticos de los procesos reales en los cuales ese pueblo ha estado implicado. Sin embargo, en una gran masa de análisis historiográfico, que repite cronologías de hechos y biografías de líderes, el pueblo cubano permanece desconocido, sepultado una y otra vez por los discursos que lo invisibilizan, aun pretendiendo “defenderlo” o, incluso, “hablar en su nombre”.
No es el caso de Fernando Martínez Heredia (1939-2017). Formado en el auge y esplendor del marxismo de los 1960, ya sabía que la historia exclusivamente “política” es un “ídolo” a derrotar, conoció y empleó los avances de esa hora de la historia social y “desde abajo”, y fue parte de la recuperación latinoamericana del marxismo heterodoxo, en su caso señaladamente del aporte de Antonio Gramsci y su teoría de la hegemonía.
Ese marco lo situó en una posición ventajosa para comprender las múltiples dimensiones sociales de la política, para visibilizar al pueblo, y para hacer algo tan importante como difícil de entender: identificar cómo gana y cómo pierde la “gente común” dentro de un proceso determinado, y cómo sus demandas son incorporadas, sea en forma beligerante o mediatizada, en las posteridades de tales procesos, por ejemplo, en las formas institucionales que fija y en los cambios culturales duraderos que produce. Desde este código de lectura, Martínez Heredia propinó un golpe significativo a décadas de discursos y “análisis” sobre la “pseudorrepública” cubana, cuando expresó: la república burguesa cubana de 1901 “fue un resultado posrevolucionario, no contrarrevolucionario”(Martínez Heredia 2000), con lo que ello significa para el análisis social.
Es preciso subrayarlo dada la seducción —naíf— ejercida por un juicio que escamotea a su obra su soporte teórico: como Martínez Heredia era “humilde” —y lo era de un modo en el que he conocido a muy pocas personas—, y era “muy revolucionario”, su enfoque se desprendería de su carácter y de sus compromisos. Sin embargo, no basta con querer hacer algo, es necesario saber, poder y atreverse a hacerlo.
En ello, Martínez Heredia mantuvo una terquedad admirable a lo largo de su vida. Supo, pudo y se atrevió a hacer: publicó el marxismo occidental cuando era un “problema ideológico”; estudió la revolución de 1930 —“la más desconocida de las revoluciones cubanas”— cuando era conflictivo acercarse con enfoques renovados a la tradición nacionalista cubana, en momentos políticos en que, por otra parte, se deslegitimaba el “pasado” y se buscaba en lares teóricos exóticos las raíces del proceso revolucionario (como la alucinante descripción de Blas Roca sobre las etapas “feudal, capitalista y socialista” que Cuba habría vivido hasta entonces); y escribió el mejor libro producido en Cuba sobre el pensamiento integral de Ernesto Che Guevara, tras dos décadas de silencio analítico nacional sobre el “guerrillero heroico”.
No por casualidad, Martínez Heredia escogió a Julio Antonio Mella como tema de uno de sus primeros textos. Con “Por qué Julio Antonio” entendió el entronque de la tradición nacionalista democrática con el mejor marxismo crítico producido en la Isla. Mella recuperó la tradición patriótica de las luchas independentistas y la fusionó con el ideal de la liberación social, en clave de la emancipación de la dominación clasista. A partir de aquí, su lectura sobre Martí fue tan original como antagonista: el proyecto no es sustituir “al rico extranjero por el rico nacional”, “¡Cuba Libre, para los trabajadores! Esta es la única manera de aplicar los principios del Partido Revolucionario [Cubano, de José Martí] de 1895 a 1928”. Desde este enfoque mellista—y contra una tesis extendida según la cual la revista Pensamiento Crítico se ocupaba solo de pensamiento “extranjero”— fueron elaborados números de esa publicación, asombrosos hasta hoy, como los dedicados a José Martí (No.49-50, 1971), y a la Revolución de 1930-33 (No. 39, 1970). Con ellos, el equipo de la revista, con Martínez Heredia a la cabeza, propuso nuevos enfoques y construyó nuevos archivos, documentales y de memoria, sobre la tradición nacionalista y la teoría marxista de las revoluciones.
Puede existir un número infinito de investigadores que compartan los rasgos personales y los compromisos políticos de Martínez Heredia. También pueden producir, y de hecho lo hacen, resultados analíticos por completo diferentes. El autor de La Revolución cubana del 30 explicó así las condiciones de posibilidad del enfoque teórico que combatió a través de su obra: “tanto la alabanza interesada de la república de 1902-1958 como el rechazo abstracto y en bloque de aquella época histórica tienen en común su falta de relación con la vida y los problemas de la gente común, y cierto hábito mental e ideológico de clases medias, muy lejanas a la brega por la sobrevivencia y por un fatigoso y lento ascenso social a la que están obligadas las mayorías.”(Martínez Heredia 2002)
Su comprensión del “pueblo” partió de una matriz teórica específica que operacionalizó de este modo: a) el pueblo se refiere a una polarización, no a una estratificación social; b) este grupo tiene más identidad desde la identificación del enemigo que desde la de sí mismo, y de los demás como “otros” (mismidad y otredad); c) existe un dinamismo: el pueblo no está dado de una vez para siempre, ni es igual a sí mismo; y pueden historiarse su composición, sus rasgos y sus motivaciones. (Martínez Heredia 1999)
Martínez Heredia explicó que su elaboración pertenecía a una corriente singular del marxismo —pues reconoció siempre la existencia de varios marxismos, como de varios socialismos, en Cuba, tanto en la historia pre como post 1959—. La suya es la tradición de Gramsci, que describió al pueblo, en el marco de sentido de “lo plebeyo”, como “el bloque social de los oprimidos”, opuesto al “bloque histórico” en el poder, con sentido similar a Rosa Luxemburgo. En la tradición política cubana, el concepto de “pueblo” más afín al trabajado por Martínez Heredia es el de Fidel Castro en La historia me absolverá: “llamamos pueblo, si de lucha se trata….” .
En esta perspectiva, la única sede del poder político es la comunidad política llamada “pueblo”, constituida a sí misma a través de su propia experiencia política. Esta noción no confunde al pueblo con la sociedad civil. El primero nace de reconocer diferencias sociales y plantearse la abolición de las formas de dominación nacidas de esas diferencias, que segregan ciudadanos de no ciudadanos, o ciudadanos de primera y segunda. En cambio, la “sociedad civil” no reconoce como punto de partida las asimetrías sociales existentes, pues opera como si ya existiese una comunidad universal de ciudadanos “iguales” entre sí. Martínez Heredia especificó su comprensión de este modo: “yo exploro las posibilidades de conocimiento a partir de considerar que las clases sociales solo se constituyen desde sus contraposiciones, percepciones y actitudes conflictuales, esto es, desde las luchas de clases”. (Martínez Heredia 1999)
Sin embargo, no compartió la perspectiva exclusivamente clasista, que hace la metonimia —tan clásica como reductora—, entre la clase y lo social, y que produce “historias del movimiento obrero” en lugar de “historia de los trabajadores”. Sus numerosos y eruditos estudios sobre el papel de la raza y el antirracismo en la formación del pueblo cubano, y en sus dinámicas sociales y políticas, así como sobre el cambio cultural y sus consecuencias para una revolución, bastan para demostrarlo.
Entre sus estudios sobre estos temas recuerdo con especial afecto los dedicados a Ricardo Batrell y a José Isabel Herrera (Mangoché), por las largas disertaciones que le escuché sobre la marca cultural y social de las personas “SOA”, “sin otro apellido”, y sus recitaciones —que a Carpentier le hubiese gustado escuchar— de canciones populares de la independencia (como también lo hacía con temas populares de la república, de la revolución y de la guerra en Angola). Esa masa de composiciones populares formaba parte de sus análisis y las citaba en sus textos, como hizo con “La clave a Maceo”, de Sindo Garay, que transcribió así: “Si Maceo volviera a vivir/y a su noble Patria otra vez contemplara/de seguro la vergüenza lo matara/y volvería a morir”. (Martínez Heredia 2001, p. 302)
Con tales recursos, se alejó de cualquier propensión hacia el nacionalismo de contenido étnico, que suele mantener relaciones horrísonas con la democracia política. Ese nacionalismo, como ha explicado Ramón Máiz, se fundamenta en el cruce con la idea de nación como tradición, origen común, historia y cultura compartidas, o sea, “el amor ridículo a la tierra [o] a la yerba que pisan nuestras plantas”, en palabras de Martí. La tradición y la adhesión a esos valores orgánicos son más determinantes en la formación de la nación que los valores políticos, esto es, el “odio invencible a quien la oprime […] el rencor eterno a quien la ataca”, otra vez en palabras de Martí. Ese discurso etnicista identifica un “espíritu nacional”, que es invocado en nombre de un pueblo homogeneizado en el discurso, e instrumentalizado políticamente.
Martínez Heredia adscribió a otra corriente de comprensión sobre el nacionalismo, que identifica cómo la nación y el nacionalismo llegaron a invocarse a través de la justicia social y la justicia racial. Es la tradición del cruce entre Fernando Ortiz, por un lado, y Rafael Soto Paz con Raúl Cepero Bonilla, por otro. Con el primero, comprendió que asentar la “cubanidad” sobre una base estrictamente cultural, era purgarla de toda connotación racial susceptible de ser usada en negativo; con los segundos, comprendió que el liberalismo oligárquico no defendía solo un concepto exclusivo y excluyente de la propiedad privada sobre bienes y recursos, sino defendía también la propiedad exclusiva y excluyente de la patria por parte de la nación blanca.
La comprensión de Martínez Heredia, como en esos tres autores —y también en Eric Hobsbawm, más que en Benedict Anderson—, discutía las teorías orgánicas y voluntaristas de la nación para lograr una construcción abierta: se es cubano por nacer en Cuba y formar parte de su comunidad de cultura, pero también por la “conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser”. Así lo escribió el autor de El corrimiento hacia el rojo: “Los cubanos no lo somos porque vengamos de la misma etnia, ni compartamos la misma religión, o nuestra historia sea milenaria y nuestra cocina autóctona variadísima. El gentilicio se hizo realidad por unas representaciones y una conciencia política compartidas que llevaron a una gesta nacionalista y a un holocausto, por una masa de acciones populares colectivas que llamamos la Guerra del 95, ampliada y afirmada por la acción política del pueblo durante la ocupación norteamericana. Ese logro ha sido decisivo para el destino de Cuba hasta hoy.”(Martínez Heredia 2002)
Martínez Heredia combatió siempre el “purismo” doctrinal del “marxismo-leninismo”, del cual se deriva, necesariamente, una política sectaria. Un enfoque teórico abierto no es solo más perceptivo hacia lo social, sino habilita políticas también más abiertas hacia lo social. La historia del marxismo tiene capítulos trágicos de esa correlación entre teoría y política sectarias. En lo global, recuérdese el trato dado a la cuestión obrera y campesina durante la revolución china,[1] o a escala nacional empeños como “la faja negra de Oriente” en los 1930, o la discriminación y represión contra personas de diversa orientación sexual y la clausura de espacios de pensamiento crítico en el proceso pos 1959, la que Martínez Heredia experimentó en carne propia.
Sin embargo, nadie podrá invocar, con legitimidad, al autor de En el horno de los noventa para justificar comprensiones sectarias de la historia de Cuba, ni políticas represivas de la diversidad —ideológica, cultural, racial, etc— en el país actual: “Cuando solo denominamos neocolonial a la república, nos deslizamos hacia unas antinomias que falsean u oscurecen la comprensión de nuestro proceso histórico: “patricios vs.esclavistas”, “cubanos vs. españoles”, “cubanos vs. imperialistas”. De esa manera simplista queda implícita la actuación de bloques que, en la realidad, nunca existieron, al que pertenecerían todos los cubanos —exceptuados los “malos cubanos” o los “traidores”— y desaparece de la escena la clase de los burgueses cubanos, históricamente expoliadora del trabajo, sometida, racista y, cada vez que ha sido necesario, antinacional.” (Martínez Heredia 2002)
El radicalismo de Martínez Heredia tiene este componente, el mismo que explicó también al analizar el contexto de los primeros años 1960 y el triunfo del pueblo cubano en Playa Girón: “El componente nacionalista radical de la Revolución, y el entonces pujante orgullo de ser cubano, se imponían a los ´clasismos´ y los extremismos.” (Martínez Heredia 2002) Si queremos hablar de su carácter personal, supo también vivir como lo que predicó: tuvo legiones de seguidores que pertenecen a corrientes políticas distintas dentro de la política cubana actual. Entre ellos es muy probable que “no se hablen ni se traten”, pero tuvieron en Martínez Heredia un puente común en lo político, un maestro en el campo intelectual y una admiración compartida por su ética. En ella, su lealtad a los amigos/compañeros políticos fue proverbial: no se conoce de una palabra suya que deslegitimara sin base a un compañero, aun cuando no compartiese varias de sus ideas.
Con su enfoque teórico, con su ética personal, con su política hacia lo público, con ese amor —no hay que tenerle miedo a la palabra amor— por Cuba y por los cubanos, se entiende lo que Martínez Heredia llamó “la fuerza del pueblo”. Es también la propia, personal, fuerza, de su legado. La fuerza de Fernando Martínez Heredia es la de saber, poder y atreverse a admirar, respetar (y a hacer política con y hacia el pueblo de Cuba), como merece ese pueblo cantado en las cuartetas que tanto gustaba a Martínez Heredia recitar, con memoria de elefante, sonrisa guitarrona y, siempre, con un orgullo, muy contagioso, de ser cubano. Por todo esto, Fernando, diremos, contigo y con Ñico Saquito: si lo que quieren es tumba, tumba le vamos a dar.
Bibliografía
Fontana, Josep (2010): La historia de los hombres. El siglo XX. 1ª ed., 2ª reimp. Barcelona: Crítica (Biblioteca de Bolsillo, 81).
Martínez Heredia, Fernando (1999): “La fuerza del pueblo”. En Temas (no. 16-17, octubre de 1998- junio), pp. 82–93.
Martínez Heredia, Fernando (2000): “Nacionalizando la nación. Reformulación de la hegemonía en la segunda república cubana”. En Ana Vera Estrada (Ed.): Pensamiento y tradiciones populares. Estudios de identidad cultural cubana y latinoamericana. La Habana: Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello.
Martínez Heredia, Fernando (2001): “Ricardo Batrell empuña la pluma”. En Orlando García Martínez, Fernando Martínez Heredia, Rebecca Jarvis Scott (Eds.): Espacios, silencios y los sentidos de la libertad. Cuba entre 1878 y 1912. La Habana: Ediciones Unión (Colección Clío).
Martínez Heredia, Fernando (2002): “El pueblo de Cuba y el 20 de mayo”. En La Gaceta de Cuba (No. 4, UNEAC, La Habana, jul.-ago.).
Notas:
[1] Fontana lo ha explicado así: “El tema tomó una dimensión política inmediata con motivo de las discusiones respecto de la política que se debía seguir en China. Los que pensaban que la sociedad china estaba en una fase feudal propugnaban la alianza de los comunistas con la burguesía nacional para hacer la revolución burguesa como etapa previa a la socialista; los que suponían, como Trotski, que ya estaba en pleno capitalismo, no veían otra salida que la hegemonía del proletariado. Pensar, en cambio, que China se pudiera hallar en el tránsito del modo de producción asiático al capitalismo dejaba a los teóricos sin recetas para formular una línea de actuación. El resultado práctico de esta confusión fue el caos de la política china, que acabó en un desastre a costa de muchas vidas humanas.” Fontana 2010 imp, p. 63
es un jurista y filósofo político cubano, miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso, muy representativo de una nueva y brillante generación de intelectuales cubanos partidarios de una visión republicano-democrática del socialismo.

sábado, 30 de diciembre de 2017

“Dialogar, dialogar”, también en formato de libro




De izquierda a derecha: Diana Lío, subdirectora editorial de la Casa Editora Abril; Raynier Pellón Azopardo, investigador e historiador; y Elier Ramírez Cañedo, Doctor en Ciencias Históricas y compilador del texto. (Foto: Autor)

El texto Hacia una cultura del debate, bajo el sello de la Editora Abril de la Unión de Jóvenes Comunistas, se presentó este 27 de diciembre en la capitalina Casa del Alba Cultural.

El volumen, el primero de varios previstos, compilado por el doctor en Ciencias Históricas Elier Ramírez Cañedo, recoge intervenciones de intelectuales cubanos en 13 de las ediciones del espacio Dialogar, dialogar de la Asociación Hermanos Saíz (AHS).

Diversos temas trascienden de la sala de debates a las páginas de este libro: la interrogante mayúscula de un posible cambio de mentalidad en los actores de la sociedad cubana, en un país que se repiensa desde múltiples aristas; lo que significa ser revolucionario en la Cuba de hoy; ¿nuevas reglas en la economía cubana?; las tendencias actuales de la guerra cultural contra el socialismo en la Mayor de las Antillas; el desmontaje de la historia y cómo enfrentarlo; Cuba y los cubanoamericanos; así como José Martí en la hora actual de la nación.


Rodríguez Cañedo expuso que el título no solo ahonda en asuntos acuciantes del contexto contemporáneo, sino igualmente en pasajes de la historia de la Revolución del 59 en adelante.

“Van a ser 60 años de Revolución y tenemos que reconocer que esa historia no está del todo sistematizada y, precisamente, es ahí donde más vacíos tenemos cuando interactuamos con muchos jóvenes. Determinados temas que de alguna manera se han convertido en especie de tabús porque son polémicos. Es necesario que las nuevas generaciones se apoderen de todo ese legado histórico más reciente”, manifestó el también académico.

Quien subrayó que en los vacíos de conocimiento que dejamos, los enemigos del proceso político y social cubano ponen su mayor atención para crear una versión distorsionada y conveniente de la realidad nacional.

Durante la presentación del volumen, el joven intelectual Raynier Pellón Azopardo señaló que Hacia una cultura del debate es un libro de gran utilidad y trascendencia por ser una obra evidente de consensos y divergencias generacionales en torno a pensar y construir un país.

Asimismo, destacó que a la postre, el material tendrá un valor histórico y bibliográfico pues reflejará cuales eran las inquietudes de la juventud y la intelectualidad de la Isla alrededor del contexto atípico de actualización del modelo socialista de la sociedad cubana contemporánea.

El texto formará parte de las propuestas de la Editora Abril para la Feria Internacional del Libro 2018, y estará a la venta en el stand de la editorial en la fortaleza capitalina de La Cabaña.


Según Elier Ramírez Cañedo, coordinador y conductor de Dialogar, dialogar, este espacio surgió en el año 2013 para incentivar el debate y la polémica en los jóvenes y en los no tan jóvenes, fieles a la máxima de Fernando Martínez Heredia: “El debate es tan necesario para el socialismo como el oxígeno para las plantas”.

En medio del contexto nacional en que afirma que los desafíos ideológicos principales están en las ciencias sociales, abogan por crear ese sujeto crítico con capacidad de discernimiento para brindar resistencia cultural en el campo del pensamiento.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Las cuatro estaciones de Fernando Martínez Heredia

Por: Rosa Miriam Elizalde


Fernando Martínez Heredia. Foto: Ismael Francisco/ Cubadebate

Palabras en la presentación del libro Cuba en la encrucijada, de Fernando Martínez Heredia (Ruth Casa Editorial y Editora Política, 2017), en el Centro “Juan Marinello”, el 13 de diciembre de 2017.
En una nota a sus lectores, el autor de Cuba en la encrucijada comenta que ha hecho una selección de trabajos sobre problemas actuales, la mayoría frutos de la impronta periodística y pensados para el lector cubano, en diálogo con la historia del país. Explica que ha dividido los textos en cuatro grupos, de acuerdo con los temas y que, casi todos, se publicaron en los medios digitales –de hecho en Cubadebate, donde él colaboró regularmente desde el 2009, se pueden consultar 53 artículos suyos.
Para no repetir las razones de ese ordenamiento editorial, que tiene la mano y la inteligencia de un sabio, les propongo recorrer cuatro estaciones de Fernando Martínez Heredia, que se reconocen en el hilado de toda su obra anterior y se revelan también en este libro.

Primera Estación: Fernando, el Apóstol del Socialismo cubano

Independientemente de la fe que cada uno tenga, admitamos que Fernandoera un Apóstol. Se consagró durante toda su vida, con total coherencia, a la prédica de un socialismo que tenía apellido, “cubano”, un emblema honroso, digno de formar parte del lenguaje en una etapa civilizatoria cargada de esperanzas y peligros, y en la que conceptos aledaños como libertad, democracia, soberanía, derechos humanos, solidaridad, patria y hasta Dios se han vuelto tan livianos como el aperitivo, el selfie, las Kardashianlos crucigramas o el horóscopo.
Si alguien quiere hoy o mañana restituir la verdadera enjundia a esas dos palabras, “socialismo cubano”, que son el hilo conductor de cada texto de este libro, tendrá que pasar obligatoriamente por Fernando Martínez Heredia y concluir que la médula de su apostolado es la convicción de que sin conciencia revolucionaria no hay socialismo posible.
Él nos dice a cada paso que las revoluciones no son hechos arqueológicos, pero no basta con invocar las palabras “socialismo” o “revolución” cada tres por dos. Cuba no se va a revolucionar socialistamente por sí misma, es decir, sin la voluntad de los sujetos que abracen “el socialismo cubano, que tiene una profunda necesidad de apelar al patriotismo popular de justicia social” [1],como él subraya en uno de sus artículos.
Fueron diversos los campos en los que se ocupó su pensamiento, pero este apostolado socialista es el elemento central de su obra que explica el por qué de la atracción que ejerció y aún ejerce sobre muchos dentro y fuera de Cuba: la suya fue siempre una prédica centrada en el estudio de los procesos de producción de la subjetividad humana en el socialismo.
Después de varias décadas de predominio de un marxismo vulgar y de experiencias socialistas que se desvanecieron en el aire, los textos de Fernando Martínez Heredia apuntan en una dirección que permite asimilar creadoramente las nuevas formas de lucha y de expresión de la subjetividad social sin tener que abandonar para ello el fundamento que proporciona el paradigma de la importancia de la producción o la centralidad del concepto de lucha de clases.
Estas prosas tienen, además, el calor del contexto. Sus trazos, hijos en ocasiones de un titular del noticiero nocturno, revelan no obstante el rasgo más peculiar del talante político de Fernando que lo acompañó durante toda su vida. Capta los elementos nuevos, revolucionarios, que brotan de la acción misma del pueblo, sin dejar de tener en cuenta de manera realista las condiciones internacionales y las condiciones al interior de Cuba, que han cambiado mucho en los últimos diez años. Con una gran dosis de imaginación democrática, este Apóstol del socialismo cubano nos convence en estas páginas, de una y mil maneras, de que no debemos permitir la victoria de la dominación y que la única opción decente para nuestras vidas sigue siendo continuar el proyecto anti-capitalista y desenajenante en Cuba.
Un domingo, en uno de los encuentros del club “La pensadera”, como le llamábamos a las reuniones informales que armábamos en la casa de Rebeca Chávez y Senel Paz, Fernando me habló de una cita de La sagrada familia, de Marx y Engels, que parece un juego de palabras: “Si el hombre es formado por las circunstancias, será necesario formar las circunstancias humanamente”. Allí está toda la sustancia de un problema que para Fernando –y lo reitera en varios artículos de Cuba en la encrucijada– no se ha superado en ninguna parte, pero tenemos que resolver en este archipiélago donde la “normalidad” significa que el 90 por ciento de los 500 años transcurridos entre la llegada de Colón y la actualidad, han sido de dominación colonial o neocolonial. Lo dice en este libro y lo comentó entonces en “La pensadera”: es falso que estemos librando una pugna cultural entre el neoliberalismo y la economía estatal, como algunos lo enfocan. No, nuestra bronca es entre la dominación capitalista que recupera fuerza social y un socialismo cubano que tendrá que transformarse y ser cada vez más socialista, o perecerá tras esa breve existencia medida a partir de los últimos 500 años de nuestra historia. Y acto seguido, muy a lo Fernando, armó su propio retruécano con la frase de los padres fundadores que recuerdo, palabras más o menos: lo mínimo que podemos decir es que todavía no estamos formando las circunstancias todo lo humanamente que nos es posible para que se formen humanamente las personas.

Segunda Estación: Fernando, el antimperialista tozudo y militante

Quizás el artículo más comentado de Fernando en Cubadebate y en el ciberpotrero que habita en una esquina de Facebook, es el que encabeza esta antología: “Días históricos, épocas históricas”. Comienza con una declaración tajante: “El pasado viernes 14 no fue un día histórico”. Se refiere al 14 de agosto de 2015, fecha en que reabrió la Embajada de Estados Unidos en La Habana con tres Chevrolets del 59 como telón de fondo en la puesta en escena del Secretario de Estado John Kerry.
El Antonio Guiteras que Fernando llevaba por dentro planta aquí el trípode de la ametralladora y dispara con furia a las verdaderas intenciones de Estados Unidos en la nueva coyuntura política. Es decir, apunta contra “la esperanza de dividirnos entre los prácticos y sagaces, los que comprenden y los rabiosos y ciegos, los aferrados y anticuados.” Dispara “a la posibilidad de hacernos una guerra que no es de pensamiento, sino de inducción a no pensar, a una idiotización de masas”.
“Me llega a admirar –escribe Fernando- que funcionarios norteamericanos crean que hacer visitas y parecer simpáticos sea suficiente para que los cubanos se sientan reconocidos y gratificados, algo solamente explicable por la subvaloración del que se siente imperial y el desprecio que ya les conocía José Martí”. Por eso, clama por “desbaratar confusiones y desinflar esperanzas pueriles como una de las tareas necesarias”, y a ello dedicará varios artículos y entrevistas que desbordan el paréntesis de este libro.
En medio del discreto tono diplomático que tomó el discurso oficial y el entusiasmo desembozado por el giro de la política norteamericana en sectores dentro y fuera de Cuba, Fernando fue uno de los pocos intelectuales que en esos días dijo abiertamente que la brújula política del país, el antimperialismo, estaba una vez más siendo sometida a la prueba de las nuevas situaciones y necesidades nacionales.
Cuando Esther Pérez, su compañera, me llamó para que presentara este libro, lo describió como “los artículos de Fernando sobre Estados Unidos”. Obviamente, todos los textos que aquí aparecen no abordan directamente la nueva vecindad que se inició a fines de 2014 y se fue a bolina dos años después, pero sí fue este el leit motiv de buena parte de la producción de artículos y ensayos de Martínez Heredia desde ese año hasta su muerte en junio pasado. Pero en todos los textos, desde el primero hasta el que estaba escribiendo o soñando en su última madrugada, es posible reconocer las balas trazadoras de su antimperialismo militante y guiterista.

Tercera Estación: Fernando, el incómodo

Quizás convenga subrayar que el “socialismo cubano” de Martínez Heredia no es un concepto usable con cualquier norma de conducta. Significa ante todo una ejecutoria y una palabra que no admiten maquillajes, que no comulgan con el desarme ideológico ni con su opuesto, el voluntarismo ideológico. Por eso resultaba incómodo.
Más de una vez hablamos de esta “incomodidad” y algunas de sus consecuencias no deseadas, como la de ser citado alegremente lo mismo para afirmar un argumento que para contradecirlo. “Los manipuladores no me han tenido, no me tienen y no me tendrán”, comentó un domingo en “La pensadera”.
Fernando fue siempre un socialista incómodo, porque sus convicciones socialistas tenían una vena jacobina y otra vena clasicista, sístole y diástole de su pensamiento. Fue un filósofo difícil de clasificar porque la solidez de sus convicciones morales le empujaba a estar siempre con los de abajo, con la mayoría, mientras que su erudición marxista y su pasión por la historia lo alejaron siempre de las modas y de las instrumentalizaciones políticas. Y verán en este libro otra constante en la obra de Fernando: pocos como él en Cuba se han tomado tan en serio aquella frase de Gramsci que dice que la verdad es revolucionaria.
Fernando pelea contra la censura, el dogmatismo, el racismo que naturaliza la desigualdad y el economicismo ramplón, pero aún más contra la idea de un Imperio sin imperialismo, que ofende al sentido común. Se subleva contra los intentos de reducir al país a la fantasía de los buenos tiempos republicanos, cuando no imperaban “la chusma y los castristas”. Le va arriba a lo que llama “la democratización mercantilizada del consumo cultural” y dice que es “suicida quien crea que esto es solamente un entretenimiento inocente para pasar ratos amables”. Pone en su justo lugar al nacionalismo de derecha emergente en Cuba, que como ocurrió a inicios del siglo XX, no podría ser anexionista por presión de los de abajo, pero sí “cumplir su papel entreguista de cómplice y subordinado del imperialismo norteamericano”.
Llama por su nombre al autoritarismo trasnochado que pretende obstaculizar la utilización de los nuevos medios, y también, al conservatismo social que cree posible vivir “en digital” y modernizarse por imitación, ser apéndice de los objetos y las imágenes, y dejar de ser pueblo para convertirse en público. Protesta contra la inercia y la pasividad y usa frecuentemente el verbo “pelear”, porque “estamos en medio de una guerra: la contienda cultural entre el capitalismo y el socialismo en Cuba”. Planta ante el hecho bochornoso del uso de nuestra bandera en un acto para recibir turistas, pero exige que además de “establecer responsabilidades y motivaciones interesadas”, se analice la cuestión más seriamente y se busquen las causas de por qué “sectores de pobres priorizan un ingreso para resolver necesidades perentorias y no el rechazo a una ofensa a la dignidad y los símbolos nacionales”.
Leyendo este libro cualquiera se da cuenta de que no hay manera de encasillar a Fernando, que es incómodo tal vez porque sus frases y sus preguntas son como estiletazos capaces de condensar en una oración simple un pensamiento complejo y vital, que se resiste a ser clavado con alfileres como mariposas en el panel de un entomólogo.

Cuarta Estación: Fernando, el intelectual del pueblo

Este libro es coherente con la vida y el pensamiento de Martínez Heredia, porque nos dice: “primero la gente”, “todo con los pobres de la tierra y nada sin ellos”. Porque nos habla de la gran oportunidad que tiene la Cuba de hoy de privilegiar la justicia, de poner al ser humano en toda su dignidad como objetivo fundamental de la economía y no al revés. Porque demuestra que la ostentación a la que nos llama el capitalismo a ultranza, toda esa vida figurativa, está profundamente equivocada desde sus raíces.
La historia desde la perspectiva de los más humildes, dice Fernando, nos permite descifrar los valores rectores de nuestra existencia y comprender que la identidad nacional nació de los sacrificios de los próceres y de los pobres de todos los colores, en una fragua donde “todas las formas de la entrega y el altruismo se hicieron cotidianas”, en “un trance en que la bandera del triángulo rojo y la estrella solitaria se volvió sagrada, y la marcha, el campamento, el héroe, el amado y la amada, la jornada de sangre y de muerte, se expresaron en canciones”. E incluye a pie de página una décima que nos revela otra de las cualidades de Martínez Heredia: a la par que despierta el espíritu crítico, su prosa no renuncia a avivar las emociones sin las cuales la Historia, particularmente aquella en la que se reconocen los de abajo, termina en letra muerta:
Cuando asoma la mañana
alumbrando el firmamento
se escucha en el campamento
alegre el toque de diana.
Cuando la tropa cubana
se forma por compañía
y el sargento, al ser de día
pasa lista diligente,
al responderle ¡presente!
yo pienso en ti, vida mía.
En fin, les recomiendo fervorosamente este nuevo título tan Martínez Heredia, tan de puertas abiertas hacia nuestra cultura, a un modo de entender la vida, a un país; tan anudado a la idea de calado profundo que deja marcas, huellas y que se acerca bastante al sentido de la existencia de un hombre que hizo de la palabra una herramienta de trabajo, pero sobre todo un ámbito de reflexión existencial y política.
Si coincidimos después de leer Cuba en la encrucijada que en el socialismo antimperialista, incómodo, popular y cubano que soñamos se distingue precisa y nítida la imagen de Fernando, hagamos con sus estaciones lo que él nos pedía que hiciéramos con la obra del Che: “Vamos a tomarlo para hacerlo realmente nuestro, apoderarnos de él y vamos, sobre todo, a utilizarlo”.
(Tomado de Desbloquendo Cuba)

martes, 5 de diciembre de 2017

No hay razas, pero hay racismo

Por Luis Toledo Sande

Recientemente alguien dijo: “No hay racismo, porque no hay razas”, y otra persona exclamó: “¡Ojalá!”. La segunda reaccionaba ante una interpretación simplista de juicios luminosos como el que le permitió a José Martí adelantar en “Nuestra América” (1891) una verdad que tardaría más de un siglo en ser avalada por descubrimientos científicos.
El juicio martiano, acaso más citado que asumido a fondo, parte de expresar: “No hay odio de razas, porque no hay razas”, y atribuye a “pensadores canijos” el enhebrar y recalentar “las razas de librería”, ajenas a “la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre”. Luego afirma: “El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color”.
Martí se distanció raigalmente de lo que él —como se lee en su semblanza de Ralph Waldo Emerson— consideraba insectear en lo concreto, actitud propia del positivismo. Apreció que, por ostensibles que sean las diferencias entre los grupos que lo integran, el género humano encarna una abarcadora identidad y no está dividido en razas, como lo están otras especies del reino animal, en el que la humana se distingue por ser portadora de la razón, aunque aún no haya sido capaz de emplearla en plenitud.
Se reconoce que con la mundialización determinada por el capitalismo que se expandía, el pensamiento dominante aplicó a la valoración de la humanidad el concepto de razas, propio de la zoología. Tal manejo, con el cual se ha intentado justificar la opresión de las supuestas “razas inferiores”, creció desde el mal llamado Descubrimiento de América, hito en la interconexión planetaria. Hasta entonces era frecuente que compartieran matices de piel los esclavizados y los esclavistas, y estos últimos no necesitaban colorear la lucha de intereses, de clases.
Con el sojuzgamiento de los pueblos originarios de la que se bautizó como América, y de africanos traídos a ella por la fuerza, creció la aviesa construcción conceptual, que magnifica las particularidades étnicas. Revolucionario fundador, Martí solía hablar desde el deber ser, pero no ignoraba la realidad que enfrentaba, ni soslayaba las falacias en boga. Eso explica que, aunque convencido de la inexistencia de razas en el género humano, a las líneas antes citadas añadiera: “Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas”.
Ese llamamiento era necesario entonces, y sigue siéndolo hoy, hasta en lugares donde la repudiable mistificación pudiera estimarse erradicada y contradiga los ideales de justicia cultivados. En Cuba, y no solo en el cuchicheo irresponsable, se oye hablar de grupos poblacionales diferenciados por edad, sexo —cuyas complejidades ni se rozarán aquí—, origen social —tan a menudo visto de manera mecánica— ¡y “raza”!
Profesionales afanados en educar a la ciudadanía en el cuidado de la salud —que se debe procurar no solo para el cuerpo, sino también para el pensamiento— incluyen entre los factores de riesgo para contraer determinadas enfermedades el pertenecer a una raza u otra. Ese criterio abona prejuicios, y se suma al de especialistas que, refiriéndose a los animales no racionales, llaman “ejemplares genéticamente sanos” a los de “raza pura”.
Lo que el sabio Fernando Ortiz —de rica y a menudo ignorada evolución en el tema, y que se propuso tener por guía la luz martiana— llamó “el engaño de las razas”, se ha fabricado de modo sistemático y nocivo hasta la inercia, y sigue causando estragos. Quiérase o no, aun al sostener la igualdad de “las razas humanas”, o negar los criterios con que las esgrime el pensamiento opresor, se asume que ellas existen.
Del racismo, enfermedad social, es malvado hasta el nombre, lo que no sucede con las fisiológicas. Aunque científicamente no se denominara Mycobacterium tuberculosis, es el bacilo de Koch —no la palabra tuberculosis, por aterradora que sea— lo que arruina al organismo infectado. Pero el término racismo perpetúa efectos de la perversión que él designa: al usarlo se gira en torno a la idea de raza.
Que, sin haber razas en la humanidad, se hable de ellas —no siempre involuntaria o ingenuamente— como si existieran, se debe a que el racismo sigue en pie, y no solo en cuestiones lexicales, cuya importancia, por otra parte, no cabe menospreciar, dada su íntima relación con el pensamiento. Este se lastra con malos usos, y con malversaciones conceptuales como las en boga con humanitario, daños colaterales y austeridad. La inercia lingüística parece eternizar el uso de racismo, hasta en afanes por condenarlo, a veces encaminados de modos que parecen calzar lo mismo que se quiere abolir.
Desde su llegada al poder en 1959, la Revolución Cubana derribó barreras contrarias a la dignidad de las personas. En la injusticia imperante en cuanto a derechos ciudadanos en general, relaciones laborales y acceso al bienestar operaban las barreras mayores, pero entre las más visibles estaban los clubes que separaban a “blancos” y a “negros”. Por muy explicable que pueda ser, resulta lacerante percibir que cincuenta años de brega revolucionaria no bastan para erradicar totalmente prejuicios sembrados durante siglos.
Ni siquiera es seguro que salga sobrando repudiar el estrabismo conceptual infuso en la suposición de que el antídoto contra el racismo que subiste en Cuba puede hallarse en instituciones —prensa, academia y otras— que han servido y sirven al pensamiento dominante de naciones donde el racismo ha imperado e impera. En los Estados Unidos la independencia se logró sobre las espaldas de esclavos “negros”, y crecieron engendros como el Ku Klux Klan y el supremacismo, cuyas secuelas perduran.
Aunque el homo sapiens proviene de África, vale respetarle a cada quien el derecho a proclamarse de un origen u otro. Pero, en un país mestizo como Cuba, es probable que quien por razones étnicas se considere afrodescendiente, venga también de ancestros hispanos, sin que eso agote sus abolengos. En el ajiaco cubano figuran el ingrediente chino y otros de menor cifra —franceses, árabes, japoneses, suecos…—, sin descontar el de vecindades caribeñas ni el aborigen. Este, a pesar del genocidio a que lo sometió la Conquista, sobrevive en la genética, en la lengua, en alimentos y en otras expresiones culturales.
Valdría indagar en qué medida el apogeo con que desde hace unos años, en Cuba, como en otras partes, ha prosperado la noción de afrodescendencia no solo ha obedecido a su factual legitimidad objetiva, sino también al influjo de realidades ajenas. En los Estados Unidos las clases dominantes, hijas putativas del muy racista imperio británico, usaron la mencionada noción para segregar —como a los pobladores aborígenes— a los de ancestros africanos, hasta infundirles, no obstante su peso en la integración nacional, la idea de que no eran, o no son, estadounidenses. Así se les ha querido negar el derecho y la responsabilidad de saberse parte de la nación, y transformarla.
Cuba tendrá hoy deformaciones inseparables de la herencia del colonialismo español y la dominación que el imperialismo estadounidense le impuso de 1898 a 1958 y cada día intenta reconquistar. Pero en esa realidad tiene su propia historia. En sus campañas por la libertad se mezclaron en las huestes emancipadoras Carlos Manuel de Céspedes y sus otrora esclavos, Mariana Grajales y Ana Betancourt, Máximo Gómez y Antonio Maceo, José Martí y Juan Gualberto Gómez, y en años posteriores brillaron Abel Santamaría y Juan Almeida, Gerardo Abreu (Fontán) y Frank País, para solo citar nos cuantos nombres emblemáticos. De ese crisol surgió el líder Fidel Castro Ruz.
Todos se sentían y eran cubanos, mientras que en las fuerzas de la opresión “brillaron” sucesivamente, para no abrumar con ejemplos, el “blanco” Gerardo Machado y el “mulato” Fulgencio Batista, que hicieron asesinar por igual a revolucionarios étnicamente diversos. El racismo podía, sí, asomar hasta en la lucha revolucionaria. Montada sobre la música de La Chambelona, una copla revolvió el origen étnico del último tirano: “Batista no tiene madre porque lo parió una mona”. Y no habrá faltado el cubano dispuesto a derramar su sangre por la libertad de África, pero no a tolerar como hecho natural el casamiento de su hija “blanca” con un “negro”. El matiz racista en las preferencias relativas a la pareja se trenza en una complejidad multilateral que requeriría un texto aparte para tratarla.
Experto en mentir y calumniar, el imperio viene de una tradición en la que dividir es un recurso preferente para dominar —sin prescindir de agresiones armadas, bloqueos, saqueos, genocidios— y se ha permitido tratar de darle a Cuba, y al mundo todo, lecciones sobre democracia, legalidad internacional y derechos humanos, que él viola sistemáticamente. Ha tenido asimismo la desfachatez de azuzar odios propios del racismo en la misma Cuba que tanto ha hecho por erradicar ese mal. ¿Sería sensato descartar que los farisaicos ardides imperiales hayan tenido algún grado de éxito?
Después de tanta historia, de tanta sangre de diferentes etnias vertida dentro y fuera de su territorio, Cuba merecería que en ella ninguna etiqueta demográfica fuera más entrañable que el gentilicio cubano, y cubana. Pero contra ello conspira no solo lo que viene del pasado, sino torcimientos entronizados hoy al calor de la creciente gestión privada, contra la que no procede enfilar cañones impertinentes, pero sí aspirar a que funcione el control legal necesario para impedir descarríos. A veces se busca una “buena presencia física” que parece apuntar a pretensiones de la eugenesia “aria”, a maniobras de un racismo contrario a las leyes, el espíritu y las tradiciones emancipadoras de la nación.
Con el reclamo de “buena presencia” se junta la proliferación del aristocratizante VIP, que privilegia a quienes son presuntamente very important persons y margina a quienes supuestamente no merecen ese tratamiento. Funciona, además, en inglés, y algún establecimiento privado —entre los que no faltan los que idealicen y le rindan culto al pasado de la nación, con Batista incluido— puede ostentar un nombre como VIP Havana. El asunto se torna aún más complejo porque desde antes del rescate del sector privado, en los aeropuertos y billetes de reservación aérea del país la capital no se llama La Habana, sino Havana, y el concepto de VIP —que ya algunos revolucionarios reclamaban en pos del confort que, debido a su rango, se les asignaba administrativamente por lo menos para viajes aéreos— asomaba en trámites protocolares oficiales.
En esa compleja y a veces indeseable realidad parece natural publicar, para revertir silenciamientos injustos, volúmenes no solo de textos escritos por o acerca de mujeres cubanas en general, sino, en particular, mujeres “negras”. De ser ello realmente necesario, porque alguien se sienta o sea excluido o negativamente discriminado —si lo fuera de modo meliorativo, ¿le molestaría?—, sería una señal que apunta a todo cuanto debe ser cambiado en la realidad, y ello remite al concepto de Revolución legado por el líder Fidel Castro. Pero, en Cuba, si tal distinción no es necesaria, reclamaría medidas persuasivas y funcionales para prevenir lo que pudiera ser búsqueda de espacios o el fomento, aunque fuera involuntario, de divisiones que, lejos de hacerle bien, podrían dañar a la nación.
No se habla de editoriales privadas —que, de existir, tampoco tendrían por qué estar exentas de todo tipo de control social sano—, sino de las que, obra de la Revolución, son parte de las propiedades de todo el pueblo, con las que el Estado tiene serias responsabilidades que cumplir. A todas las instituciones del país, y a la ciudadanía en general, las convocan el derecho y el deber de coadyuvar con labor educativa, con prédica cultural inteligente, con hechos prácticos —sin obviar las medidas punitivas que puedan ser indispensables—, a la erradicación de un mal como el llamado racismo.
Sobre o contra ese crimen de lesa humanidad queda mucho por decir y por hacer. Sus flechas, envenenadas, son herencia de un pasado del cual, junto con virtudes salvadoras, el país también ha recibido —y serían inaceptables aunque fueran mínimas— prejuicios, suspicacias y resquemores múltiples. Además de saber —y a menudo parece ignorarse— que en la especie humana no existen razas, urge cultivar y conseguir que se imponga gustosamente lo que no cabe confiar ni a resentimientos ni a la espontaneidad: el funcionamiento social y los valores éticos capaces de impedir que tampoco haya racismo, eso que Martí, aun discrepando de una herencia lexical que todavía hoy está lejos de haberse superado, llamó, para condenarlo, el odio de las razas.
 La Jiribilla, 4/diciembre/2017.

jueves, 30 de noviembre de 2017

¿Qué es la cultura Maceo-Grajales?

Armando Hart.
Por ARMANDO HART DÁVALOS 
La inmensa riqueza cultural acumulada en el siglo XIX llevó al erudito español Marcelino Menéndez y Pelayo, desde posiciones reaccionarias, a escribir en 1892 estas líneas paradójicas que muestran muchas cosas contradictorias:
“Cuba, en poco más de ochenta años, ha producido, a la sombra de la bandera de la madre patria, una literatura igual, cuando menos, en cantidad y calidad, a la de cualquiera de los grandes estados americanos independientes, y una cultura científica y filosófica que todavía no ha amanecido en muchos de ellos”.
Incluso, el ilustre erudito hispano seguramente no conoció el crisol de ideas de José Martí.  La paradoja se halla en que le atribuye a la permanencia de la dominación española durante todo el siglo XIX la enorme riqueza intelectual, científica y filosófica de esa centuria.  Se aprecia cómo la más amplia cultura no pudo arribar a conclusiones certeras históricamente si no toma en cuenta el drama social y político.  El fundamento del alto nivel científico y filosófico de la Cuba decimonónica está en que las minorías intelectuales asumieron la más alta cultura europea y universal en una sociedad cuya composición social estaba integrada por masas de esclavos y, en general, explotadas; y estas últimas la adquirieron, la elaboraron y la enriquecieron en función de los derechos del hombre, con un sentido genuinamente universal.
Las fuentes principales de la cultura cubana del siglo XIX son, entre otras, las siguiente:
–     El inmenso saber de la modernidad europea, tal como la habían interpretado creativamente  los maestros forjadores que nos representamos en Varela y Luz Caballero.
–     La más pura tradición ética de raíces cristianas que, como he dicho, en Cuba nunca se situó en antagonismo con las ciencias.
–     La influencia desprejuiciada de las ideas de la masonería en su sentido más universal y de solidaridad humana.  La inmensa mayoría de los Presidentes de la República en Armas, empezando por Carlos Manuel de Céspedes, fueron masones.  Lo eran también Martí, Gómez y Maceo.  La epopeya de 1868 surgió con la influencia de la Gran Logia de Oriente y las Antillas.
–     La tradición bolivariana y latinoamericana que Martí enriqueció con su vida en México, Centroamérica y Venezuela, de donde partió hacia Nueva York en 1880 y proclamó: “De América soy hijo y a ella me debo”.
–     Las ideas y sentimientos antimperialistas surgidos desde las entrañas mismas del imperio yanqui.  La presencia del Apóstol durante más de quince años en Estados Unidos, la cuarta parte de su vida, completó su inmenso saber y sintetizó el pensamiento político, social y filosófico desde la óptica de los intereses latinoamericanos, fue contribución decisiva a la conformación del pensamiento cubano.  Martí se consideró siempre discípulo de Bolívar.
–     La cultura de raíz inmediatamente popular que nos simbolizamos en el pensamiento y sentimiento de la familia de los Maceo y especialmente del Titán de Bronce, la caracterizamos como la forma y el sentido con que la población esclava del Caribe asumió las ideas de la modernidad.
Desde el triunfo de la Revolución sentí que nuestro país poseía una tradición que vinculaba o relacionaba las categorías ética, cultura y política de una manera extraordinariamente útil para los pueblos.  Esta idea -como se sabe- la defendí durante mi gestión en el Ministerio de Cultura, pero al tener que ejercer responsabilidades estatales, administrativas y económicas en relación con el movimiento artístico e intelectual, resultaba muy complejo revelar con toda su fuerza y pureza el valor político de nuestra cultura.  Sin embargo, me la confirmó el hecho de que el resultado positivo de la política que promovimos no está cuestionado.
Hoy, como se me ha otorgado el honor de promover las enseñanzas martianas y, por tanto, a los héroes y pensadores de nuestra América y del mundo, presentes en la cultura del Apóstol, podré explicar mejor los vínculos entre ética, cultura y política vivos y activos en la evolución espiritual del país.
Nadie mejor que Antonio Maceo para estudiar las relaciones entre cultura, ética y política en la historia espiritual de nuestro pueblo.
Antonio Maceo no fue sólo un talento militar, sino también un hombre de honor, de enorme curiosidad por la cultura, de amplísima visión humanista y, desde luego, de estrechos vínculos con el pueblo explotado del que era su más nítido representante en el Ejército Mambí.    En Maceo   hay   un   guerrero de modales culturales en el hacer y en el decir, que hasta sus enemigos se vieron obligados a reconocerlo como un caballero.
La ética de Maceo se observa en los siguientes párrafos de la carta dirigida a General español Camilo Polavieja:
“(…) jamás vacilaré porque mis actos son el resultado, el hecho vivo de mi pensamiento, y yo tengo el valor de lo que pienso, si lo que pienso forma parte de la doctrina moral de mi vida”.
Y en otra parte de la misma carta agrega: “La conformidad de la obra con el pensamiento: he ahí la base de mi conducta, la norma de mi pensamiento, el cumplimiento de mi deber.  De este modo cabe que yo sea el primer juez de mis acciones, sirviéndome de criterio racional histórico para apreciarlas, la conciencia de que nada puede disculpar el sacrificio de lo general humano a lo particular”.
Más adelante señala: “Vislumbro en el horizonte la realización de ese mi ideal, casi parecido al ideal de la humanidad, humanizado con los grandes bienes que tiene que realizar en el porvenir”.  “(…) no hallaré motivos para verme desligado para con la Humanidad.  No es, pues, una política de odios la mía, es una política de amor; no es una política exclusiva, es una política fundada en la moral humana (…) no odio a nadie ni a nada, pero amo sobre todo la rectitud de los principios racionales de la vida”.
No son las palabras de un tratadista de ética, sino de quien mostró, con el ejemplo de su vida, la validez de estos principios.
Para realizar un diálogo político sistemático cada vez más profundo con las nuevas generaciones es necesario estudiar con el peso que le corresponde a la cultura representada por Antonio Maceo.  Tenemos que promover esa cultura en las escuelas, la familia, las instituciones juveniles, políticas y sociales a todas las escalas de la vida cubana.  Discriminado por el color de su piel en la sociedad esclavista de las décadas que precedieron al 10 de octubre de 1868, se situó desde las primeras batallas de nuestras guerras independentistas por su firmeza de carácter, valor personal e inteligencia excepcional, en el punto más avanzado de aquella vanguardia revolucionaria que fue la partera ilustre de la nación cubana y la cual ejemplificamos en Céspedes y Agramonte, la Demajagua y Guáimaro.  Pero es más, su carácter entero, su devoción patriótica y su sentido ético y revolucionario alcanzó más altas cumbres de grandeza con la Protesta de Baraguá.  Por esta razón, se convirtió en la expresión el más radicalmente popular y de más acendrado patriotismo de la gloriosa Guerra de los Diez Años.
Esto no era posible alcanzarlo sin el fundamento de una cultura de raíz cubana.  Es más conocida y comprendida la historia de las ideas de los forjadores de la nación en las fuentes de la alta educación recibida por los patriotas ilustrados de la clase acomodada que tomaron la decisión de unirse a la justa aspiración de los humildes, fusionar sus intereses con los del pueblo trabajador y desencadenar la lucha por la independencia y la abolición de la esclavitud.
Sin embargo, la influencia cultural de la población explotada y su articulación creativa con el saber más elevado del Occidente civilizado no ha sido suficientemente reconocida y asumida a pesar de que constituye una contribución original de la historia de Cuba al movimiento intelectual y espiritual de nuestra América.  Es de importancia capital estudiarla y trasmitirla a las nuevas generaciones de cubanos para que puedan cohesionarse mejor en lo interno y entenderse de manera más profunda y eficaz con el mundo.

Nadie mejor que Antonio Maceo para estudiar las relaciones entre cultura, ética y política en la historia espiritual de nuestro pueblo.
Antonio Maceo no fue sólo un talento militar, sino también un hombre de honor, de enorme curiosidad por la cultura, de amplísima visión humanista y, desde luego, de estrechos vínculos con el pueblo explotado del que era su más nítido representante en el Ejército Mambí.    En Maceo   hay   un   guerrero de modales culturales en el hacer y en el decir, que hasta sus enemigos se vieron obligados a reconocerlo como un caballero.
La ética de Maceo se observa en los siguientes párrafos de la carta dirigida a General español Camilo Polavieja:
“(…) jamás vacilaré porque mis actos son el resultado, el hecho vivo de mi pensamiento, y yo tengo el valor de lo que pienso, si lo que pienso forma parte de la doctrina moral de mi vida”.
Y en otra parte de la misma carta agrega: “La conformidad de la obra con el pensamiento: he ahí la base de mi conducta, la norma de mi pensamiento, el cumplimiento de mi deber.  De este modo cabe que yo sea el primer juez de mis acciones, sirviéndome de criterio racional histórico para apreciarlas, la conciencia de que nada puede disculpar el sacrificio de lo general humano a lo particular”.
Más adelante señala: “Vislumbro en el horizonte la realización de ese mi ideal, casi parecido al ideal de la humanidad, humanizado con los grandes bienes que tiene que realizar en el porvenir”.  “(…) no hallaré motivos para verme desligado para con la Humanidad.  No es, pues, una política de odios la mía, es una política de amor; no es una política exclusiva, es una política fundada en la moral humana (…) no odio a nadie ni a nada, pero amo sobre todo la rectitud de los principios racionales de la vida”.
No son las palabras de un tratadista de ética, sino de quien mostró, con el ejemplo de su vida, la validez de estos principios.
Para realizar un diálogo político sistemático cada vez más profundo con las nuevas generaciones es necesario estudiar con el peso que le corresponde a la cultura representada por Antonio Maceo.  Tenemos que promover esa cultura en las escuelas, la familia, las instituciones juveniles, políticas y sociales a todas las escalas de la vida cubana.  Discriminado por el color de su piel en la sociedad esclavista de las décadas que precedieron al 10 de octubre de 1868, se situó desde las primeras batallas de nuestras guerras independentistas por su firmeza de carácter, valor personal e inteligencia excepcional, en el punto más avanzado de aquella vanguardia revolucionaria que fue la partera ilustre de la nación cubana y la cual ejemplificamos en Céspedes y Agramonte, la Demajagua y Guáimaro.  Pero es más, su carácter entero, su devoción patriótica y su sentido ético y revolucionario alcanzó más altas cumbres de grandeza con la Protesta de Baraguá.  Por esta razón, se convirtió en la expresión el más radicalmente popular y de más acendrado patriotismo de la gloriosa Guerra de los Diez Años.
Esto no era posible alcanzarlo sin el fundamento de una cultura de raíz cubana.  Es más conocida y comprendida la historia de las ideas de los forjadores de la nación en las fuentes de la alta educación recibida por los patriotas ilustrados de la clase acomodada que tomaron la decisión de unirse a la justa aspiración de los humildes, fusionar sus intereses con los del pueblo trabajador y desencadenar la lucha por la independencia y la abolición de la esclavitud.
Sin embargo, la influencia cultural de la población explotada y su articulación creativa con el saber más elevado del Occidente civilizado no ha sido suficientemente reconocida y asumida a pesar de que constituye una contribución original de la historia de Cuba al movimiento intelectual y espiritual de nuestra América.  Es de importancia capital estudiarla y trasmitirla a las nuevas generaciones de cubanos para que puedan cohesionarse mejor en lo interno y entenderse de manera más profunda y eficaz con el mundo.
Las dotes de carácter y virtudes revolucionarias de Antonio Maceo son consecuencia de un esfuerzo personal que tiene sus fundamentos en la formación familiar y social que desde niño recibió. Fue un adolescente y joven cuyo temperamento y comportamiento no inducían a quienes hicieran un análisis superficial, a pensar que el hijo mayor de Marcos y Mariana llegaría a convertirse en un hombre de conducta ejemplar cimentada en sólidos principios morales y de elevado proceder en la sociedad y la política. Es bueno que nuestros maestros asuman esta lección. Asimismo, es indispensable que los jóvenes aprendan que fue un proceso de autoeducación lo que elevó al Titán de Bronce a las cumbres más altas de la historia de Cuba.
La formación y educación de Maceo es un ejemplo sobresaliente de que cada individuo en particular es su mejor educador porque es, además, quien más se puede conocer a sí mismo. Esto último me recuerda ideas esenciales de Ernesto Che Guevara. Es importante, a la vez, subrayar que fueron la guerra y la lucha contra la injusticia del colonialismo y la esclavitud las que forjaron el carácter entero de aquel hombre convertido en símbolo. Ella fue su maestra, pero asumió la lección de manera consciente a partir de una tradición popular y familiar cubana que debemos estudiar.
La familia heroica de los Maceo Grajales está en la raíz de sus virtudes y nos sirve de orientación y estímulo al desarrollo de la educación y la política cubanas en los tiempos que corren. Tales antecedentes familiares, su niñez y juventud -contaba 23 años cuando se inició la guerra y se enroló en ella- muestran cómo en las situaciones sociales, de atraso cultural y de pobreza de los campos, poblados y ciudades del oriente de Cuba de hace 150 años, emergió un carácter, una voluntad y una ética que le permitieron promover la cooperación, establecer orden, organización y disciplina dentro de la contienda bélica con mucha mayor eficacia a la de otros patriotas de saber académico. Esto enseña mucho. Pero hay más.
Si comparamos la cultura alcanzada por Maceo con la de los cubanos que rechazaban la independencia del país, apreciaremos que los representantes más significativos del reformismo y el autonomismo, aunque poseían un alto nivel intelectual y de información, no pudieron comprender, sin embargo, la esencia de las necesidades vitales de la nación y sus soluciones, es decir, la abolición de la esclavitud y la independencia de Cuba de España y de Estados Unidos. Era, sin embargo, en la articulación de ambas demandas históricas donde estaba la cultura más profunda de la nación cubana. Sí la entendieron los independentistas y por esto, los de más elevado nivel cultural entre ellos alcanzaron en la civilización occidental las cumbres del saber, en cuya más alta escala está José Martí. Y en cuanto al oficio de la guerra, que es también cultura, y del sentido ético de la vida que constituye lo primero en ella, están también a ese nivel Gómez y Maceo, quienes poseían, además, una amplia cosmovisión cultural.
La hazaña militar de la invasión para traer la guerra al Occidente que juntos materializaron, constituye motivo de asombro y admiración dentro y fuera de Cuba. Sobre todo, cuando se toma en cuenta la abrumadora superioridad de la maquinaria militar que España llegó a tener en Cuba pues disponía del más moderno armamento de la época. Baste recordar que la metrópoli, despojada de sus inmensas colonias de América, acumuló contra nuestro país toda su fuerza militar y su resentimiento político de hondas raíces sicológicas. La idea de la invasión, nacida desde los tiempos de la Guerra de los Diez Años, sólo podía asumirse de forma radical y llevarse a su realización práctica por el coraje, la inteligencia y cultura del Generalísimo y su Lugarteniente General. Estos valores integrados en una sola pieza expresan lo mejor y más original de nuestra identidad nacional.
¿Qué encierra todo esto?     Estas reflexiones nos conducen a priorizar la importancia que tienen la sicología, la educación y la cultura, entendida al modo que la comprendió el sabio cubano Fernando Ortiz. Uno de los grandes errores teóricos cometidos en el “socialismo real” fue subestimar los enormes avances de la sicología que habían tenido lugar desde finales del pasado siglo y en nuestra centuria. Por esta vía hubieran podido esclarecerse en el plano científico y de la filosofía del materialismo dialéctico e histórico, el papel objetivo que ejercen los llamados factores morales y que yo relaciono con el amplísimo e infinito mundo de la cultura. Fueron precisamente factores relacionados con las insuficiencias educacionales y culturales, los que llevaron a olvidarse del carácter profundamente humanista y universal de la cultura de Marx, Engels y Lenin.
Al menos, en cuanto a las ciencias sociales e históricas, y pienso que también en relación con el pensamiento filosófico necesario a nuestra época, si no se ha asumido un compromiso de solución de las exigencias vitales del desarrollo social, aunque se disponga de amplia información, se tropezará con obstáculos insalvables para conocer el drama histórico en su esencia. Y de esto se trata cuando se habla de cultura en tales disciplinas.
Es importante política e intelectualmente conocer cuáles eran los orígenes específicos de estos paradigmas éticos y culturales en el caso de los esclavos y sus descendientes de Cuba, y en especial, los del oriente del país. No puede atribuirse de forma exclusiva la educación de los Maceo a la escuela de Varela y de Luz. Ella debió jugar, desde luego, una influencia indirecta importante, pero el asunto es mucho más complejo porque las ideas de libertad de los esclavos, hijos de esclavos y, en general, de la población explotada tenía –tal como han planteado algunos investigadores– otras influencias en el Oriente de Cuba.
Las ideas liberales de la Revolución francesa y de Europa en general, llegaron a las tierras orientales en buena medida por medio de sus relaciones con el mundo del Caribe, y fueron recepcionadas por una población pobre y explotada que obviamente las asumió de forma bien distinta a como se hizo en la historia de Estados Unidos y de Europa. La opresión que significaba la esclavitud generó odio contra la injusticia y amor apasionado por la libertad en hombres y mujeres que la sufrían o acababan de salir de la ella. La discriminación social y racial desarrolló como rechazo un sentimiento de independencia personal que se arraigó en los espíritus más fuertes. Los fundamentos sicológicos de este espíritu, presentes en el cubano desde los orígenes de nuestra patria, han sido fuente importante de su temperamento y carácter rebelde.
Lo original está en que tales sentimientos se exaltaron más allá de las justas aspiraciones individuales, se convirtieron en un interés en favor de todos los explotados de Cuba y el mundo. Es decir, la idea de la libertad y la dignidad personal superó la expresión intelectual y formal y se convirtió en aspiraciones concretas reclamadas por todos y para todos. Por esto, rebasaron el pensamiento liberal de Europa. Hacía falta una alta sensibilidad moral, esencia de una cultura de liberación, para que estas nobles inclinaciones del pueblo tomaran un camino favorable a la nación. De esta manera se explica cómo los principios políticos de nuestras guerras independentistas, enriquecidos en nuestra centuria por las luchas antimperialistas y contra la corrupción, y el entreguismo de las oligarquías del patio, fueron asumidos por la generación del centenario, bajo la dirección de Fidel, de una forma universal. Así nos identificamos con las más elevadas concepciones políticas y sociales de la civilización occidental de los siglos XIX y XX, en cuya cima más alta está el pensamiento socialista. Esto último, con independencia de las tergiversaciones prácticas que han tenido lugar. Por esto mismo, podemos entender mejor los fundamentos y raíces de tales desviaciones.
La lucha contra la esclavitud llevó al cubano a amar la dignidad plena del hombre no referida a unos cuantos, o a una parte de la población, sino a todos sin excepción. Este valor universal está en Antonio Maceo. De las entrañas de la tierra oriental, en una sociedad esclavista, nació un sentido del honor, de la dignidad humana y del valor de la cultura en su acepción más profunda, que convierten a Maceo, por sus dotes excepcionales, en un genio militar con una amplia visión cultural y una ética superior puesta a prueba en las más difíciles circunstancias.
Por todas estas razones sugiero que el Congreso de Historia propicie, junto a otras instituciones, que se desarrolle una línea de investigación y promoción de la inmensa cultura que representa Antonio Maceo y la familia Maceo-Grajales.