viernes, 15 de julio de 2016

Ministros

Publicado por Lilibeth Alfonso



 

En la política cubana de los últimos cincuenta años los ministros no renuncian, no son removidos por presión popular, sino renovados, trasladados para cumplir otras funciones, tranquilamente, tan en silencio que uno no sabe por qué, si hizo un buen trabajo o uno mediocre, si mejoró o empeoró la vida de la gente, nada.


Tampoco de los que asumen el cargo se conoce más que los dos o tres párrafos que les dedican a su historial en las notas informativas brevísimas preparadas para la ocasión, al punto de que si asumimos que la mayoría de los cubanos está al tanto de las decisiones de la alta política nacional a través de la prensa, entonces el hijo del vecino sabe más de la vida de algún excelentísimo señor de Malasia que del titular de un ministerio cubano.


En general, fuera de las sesiones de la Asamblea Nacional que se difunden y alguna que otra aparición televisiva, los ministros andan bastante alejados de la vida pública, tanto así que ahora mismo la mayoría de la ciudadanía ignora sus nombres, los proyectos que tienen pensados para sus ministerios, sus principios, qué defienden porque algo defienden, qué les parece mal, sobre qué basan su política.


Tampoco dan la cara cuando se equivocan. De hecho, es muy raro que una equivocación de esos “escalones” salga a la luz para ser sometida al escarnio público como sucede, por ejemplo, con otros más abajo. El único explote ministerial público del que tengo noticias, la protagonizó el ex ministro de Relaciones Exteriores Felipe Pérez Roque, y ni entonces fueron públicos los porqués: yo, por ejemplo, que no milito en el Partido o la Juventud, no fui informada debidamente, como ciudadana que sí soy, de su suerte.Ahora mismo, por ejemplo, hay una pequeña conmoción en la red a partir de que hoy se anunciara que el Consejo de Estado había decidido liberar de su cargo al Ministro de Transporte, César Ignacio Aroche, y promover en su lugar a Adel Yzquierdo, hasta este momento viceministro de Economía y Planificación, cargo que asumió, curiosamente, luego de haber sido ministro de la misma cartera.


Las opiniones son diversas, desde quien se pregunta si en todo el sistema del transporte en Cuba no hay nadie con la formación y experiencia suficientes para asumir ese cargo, en un terreno tan vital para el país, que nos libre del método del ensayo y el error tan natural como destructivo cada vez que alguien con capacidad pero sin experiencia asume cargos que lo obligan a nadar en aguas desconocidas;  hasta otros que se cuestionan, desde ahora, las capacidades del recién estrenado ministro.


Son preguntas, inquietudes tan válidas como inútiles, a fin de cuentas, sólo el Consejo de Estado, en periodos donde no sesiona la Asamblea Nacional, puede tomar esas decisiones de acuerdo al artículo 87 de la Constitución de la República, y así lo hizo.


Lo que nos atañe, en consecuencia -aunque, en la práctica, cada cual ocupa su lengua en lo que le parezca más conveniente- es más el cómo ejercen sus funciones que cómo llegan a ese sitio desde el cual, lo queramos o no, definen muchas veces el cómo vivimos.


A estas alturas, el secretismo sobre las gestiones de los ministerios es un anacronismo y una hoja de ruta, dada a consciencia o no, a las malas prácticas que luego derivan en casos de corrupción, abusos de poder, y errores que no tienen la necesaria consecuencia para los culpables.


Ya es hora de que los ministerios asuman la necesidad de adoptar una agenda de Comunicación Política que acerque sus gestiones al pueblo, haga posible que la ciudadanía lleve un control de sus acciones, tanto de las victorias como de los fracasos, y a partir de ello esta sea capaz de exigir, incluso a través de los medios de difusión, explicaciones y cuentas a los servidores públicos.


Servidores que, muchas veces y a pesar de todas las políticas para abrir las puertas de la información, siguen generando trabas para el acceso a estadísticas y hechos que, siempre y cuando no tengan implicaciones en la defensa nacional y no formen parte del secreto estatal, son públicos.


Ignorar, dilatar esa agenda sería desconocer el deber que tiene el Estado, y no solo el nuestro, de comunicarle a la sociedad las decisiones que la afectan directamente porque además sólo el conocimiento garantiza la participación y, al final, el ejercicio de la democracia real.


Y la necesitamos, así como una política, una economía, un ejercicio del poder más transparente. No basta con que el pueblo asuma que sus gobernantes son capaces de dilucidar y hacer lo que es mejor para todos: el pueblo debe, también, saberlo.



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