jueves, 12 de octubre de 2017

CHE: El valor del ejemplo


Por IGOR GUILARTE FONG

La madrugada del domingo 8 de octubre de 1967 se siente intensamente fría en la angosta Quebrada del Yuro (llamada por los lugareños Churo, que en quechua significa caracol). A las dos de la mañana, tras fatigosa marcha, el reducido destacamento ha ingresado al interior de la cañada. Están a 2 000 metros de altura. Se ordena descansar un rato. La presencia de enfermos y aquejados físicos hace inútil continuar. Son 17 figuras maltrechas y silenciosas, buscando encubrirse con la oscuridad.

Tres horas después, a las cinco, el campesino Pedro Peña baja a regar sus sembradíos. Entre las penumbras descubre las siluetas en el suelo. Inmediatamente hace de correveidile ante el ejército.

Con sol hermoso abre el día. Esto permite a los guerrilleros explorar el terreno y confirmar que están rodeados de milicos por todas partes. Entonces se organiza la defensa en tres grupos y extreman las medidas de seguridad, porque la garganta de la cañada y los cerros son medio ralos, con arbustos muy bajos, que complican las posibilidades de mantenerse escondidos.

El choque con el enemigo se respira en el aire. En esas circunstancias, planean esperar sigilosos, alertas, en sus puestos de combate. Conservan la esperanza de no ser detectados en lo que avanza el día, para intentar burlar el cerco y salir ilesos, una vez que oscurezca. Pero la noche no llegó.

Llegada

Había iniciado la historia 11 meses atrás. El 3 de noviembre de 1966, el señor Adolfo Mena González arribó en avión a la capital más alta del mundo, La Paz. Era un hombre de notoria calvicie, con vetas canosas encima de las orejas, cejas delgadas, sin barba ni bigotes; portaba un maletín de doctor, grandes espejuelos de marco oscuro y una cámara fotográfica. Aparentaba ser lo que decía su pasaporte uruguayo, expedido a nombre de un enviado especial de la Organización de Estados Americanos para inspeccionar las relaciones económicas y sociales regentes en el campo boliviano.


Tania, la única mujer del destacamento, asumió con dignidad los rigores de la selva y la guerra.

Fue tan escrupuloso el disfraz –logrado tras larga preparación por el doctor Luis Carlos García (Fisín)–, que ninguno de los varios servicios de inmigración y extranjería por donde transitó pudo identificar que detrás de esa imagen y credenciales falsas se ocultaba el comandante argentino-cubano Ernesto Guevara de la Serna, el Che, muy buscado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense y organismos similares aliados.

Para los meses siguientes adoptaría los seudónimos de Ramón y Fernando, sucesivamente. Atrás, en Cuba, había renunciado a sus altos cargos gubernamentales y al calor de la familia para volver, con la adarga al brazo, a una nueva lucha contra el imperialismo.

Viajó en compañía de Pacho (Alberto Fernández Montes de Oca). Era la segunda vez que pisaba el suelo de la céntrica nación andina. Antes lo había hecho en julio de 1953, como joven médico que tenía la avidez de conocer el mundo. En 1966 Bolivia estaba bajo una dictadura militar encabezada por el general René Barrientos, quien había derrocado al presidente Víctor Paz Estensoro y eclipsado la revolución nacionalista-popular iniciada en 1952.

A pesar de haber transcurrido más de 10 años entre los dos viajes, el drama social seguía siendo el mismo: barriadas insalubres, casuchas de barro y adobe, niños hambrientos y hartos de parásitos, aldeanos explotados por latifundistas, humanos sin derechos. Por ello, en ambas ocasiones pudo palpar, con su profundo carácter justiciero, los abismos entre ricos y pobres, los altos índices de marginación en que vivía el pueblo de indígenas y campesinos.

Por su ubicación estratégica en la geografía sudamericana, la patria bautizada en honor a Simón Bolívar, el Libertador, resultó el lugar escogido por el Che para llevar a cabo un gigantesco proyecto de liberación continental.

Ya desde 1964 la argentina-alemana Tania (Haydée Tamara Bunke) había viajado hasta allí para sondear el contexto. Luego, a mediados de 1966, el Che envió a dos de sus hombres de confianza: Pombo (Harry Villegas) y Tuma (Carlos Coello), para apoyar al también cubano Ricardo (José María Martínez Tamayo) en la organización de los contactos, las redes de suministros y condiciones necesarias para el establecimiento de la futura guerrilla.

De La Paz viajó el Che en jeep rumbo al oriental departamento de Santa Cruz. El 7 de noviembre –fecha en que inaugura su diario de campaña– se instaló en una finca adquirida por Coco (Roberto Peredo Leigue), en la zona del río Ñancahuazú. Allí, donde todo parecía indicar que se asentaban emprendedores granjeros, en realidad se había fundado el campamento base para el inminente estallido del foco insurreccional. Una casa con techo de calamina hacía de puerta a la selva. Recién empezaba la epopeya.

Odisea

Transcurridas cinco décadas de aquellos hechos, miles de artículos periodísticos, libros y fotografías relacionados con la guerrilla de Ñancahuazú han visto la luz. Por el célebre Diario del Che en Bolivia, los testimonios de los sobrevivientes y otros diarios menos conocidos –como los pertenecientes a Pacho, Rolando (Eliseo Reyes Rodríguez), Braulio (Israel Reyes Zayas) y Moro (Octavio de la Concepción y de la Pedraja)– se tienen informaciones fidedignas de la odisea vivida.



Los cinco guerrilleros sobrevivientes lograron salvarse de la implacable persecución mediante una operación de rescate.

A partir de esas fuentes se ha conocido que el entorno elegido estaba ubicado en una zona de topografía accidentada, típica vegetación espinosa y escasa vida animal. Se percibían bruscos cambios climáticos: la penetrante frialdad de la noche contrastaba con el despiadado calor del día. Las aguas de ríos y arroyos no eran siempre potables, a veces eran sucias y podridas, otras amargas o saladas, como provenientes del mar. La población era exigua y dispersa; la ganadería pobre y circunscrita a las localidades de Lagunillas y Monteagudo, las más importantes de la comarca, con no más de mil habitantes.

También se supo de la existencia de los ríos Grande, Ñancahuazú, Rosita, Maisicuri, Mizque, y otros que debieron cruzar los guerrilleros, incluso crecidos, en balsas inventadas o a pura soga, a costa de no pocas pérdidas. Se conoció, asimismo, del anta, el hochi, el tatú, el pecarí, la urina, el mote, el zapallo, la batata y demás animales y vegetales que conformaron la magra dieta. Trascendieron los nombres de poblados y lugares ignotos como Lagunillas, Muyupampa, Camiri, El Mesón, Samaipata, Peñón Colorado, Puerto Mauricio, El Batán, La Higuera, Vallegrande y demás términos que delinearon la ruta de los combatientes.


Junto a Harry Villegas, en medio de los rigores de la selva, la escasez de agua y de alimentos, y sin el apoyo que necesitaba la guerrilla.

En sus memorias, el destacado luchador boliviano Inti (Guido Peredo Leigue) habló de la vestimenta andrajosa; la poca higiene personal; la constante carencia de utensilios, víveres y medicinas; las actitudes semisalvajes que adoptaron en dichas condiciones; la comida parca y conseguida la mayoría de las veces por métodos arcaicos. No obstante, para estimular la moral de la tropa, el Che dispuso la organización y limpieza de los campamentos, la construcción de bancos rústicos, un horno para pan y otras comodidades posibles.

Aquel escenario hostil los obligó a realizar kilométricas caminatas, abrir trochas a golpe de machete en el espeso monte, saltar precipicios, andar a miles de metros de altura la mayoría de las veces. También padecieron los azotes del clima y de los insectos, así como el acoso de un ejército muy superior en número, que incluyó a rangers y agentes de la CIA. El 29 de septiembre de 1967, Pacho registró en su diario: “Estamos rodeados por todas partes. […] Hasta el ruido de una cantimplora puede costarnos la vida”.


Siempre paternal, afable, compañero.

Durante el transcurso de la campaña, muchas fueron las jornadas que pasaron sin probar alimento o sin tomar agua. El 28 de agosto, Pacho apuntó: “[…] caminamos solamente con el espíritu, no tenemos una gota de agua, ni nada de comer hace tres días”. Sin dudas, fueron jornadas que demandaron del Che y sus compañeros una cuota sobrehumana de sacrificio, honor y sentido del deber.

Otra serie de acontecimientos tuvo marcada incidencia en el curso de la guerrilla. En la temprana fecha del 31 de diciembre de 1966, Mario Monje, secretario general del Partido Comunista Boliviano, visitó el campamento de Ñancahuazú para entrevistarse con el Che y reclamarle la conducción de la guerrilla. Al recibir una respuesta negativa, Monje decidió desvincularse del movimiento armado y, peor aún, sabotear cualquier apoyo desde la ciudad.

A mediados de abril, el Che dividió la tropa y al frente del segundo grupo –donde quedaron los enfermos– dejó a Joaquín (Juan Vitalio Acuña). Se suponía que fuera por pocos días, pero ambas columnas no volvieron a encontrarse. La separación respondió a la intención de avanzar ligeros hasta el poblado de Muyupampa, por donde dar salida al francés Dantón (Regis Debray) y al argentino Pelao (Ciro Bustos).

El plan fracasó. Debray y Bustos fueron apresados rápidamente, lo que frustró la posibilidad de restablecer contactos con el exterior y costó que salieran a la luz detalles del núcleo insurrecto. Aunque todavía hoy existen intrigas y acusaciones mutuas en torno a lo que cada quien reveló durante el tortuoso proceso judicial al que fueron sometidos, una cosa es cierta: en mayor o menor medida, ambos hablaron más de lo que debían.

Como el mes más malo de la guerra evaluó el jefe guerrillero el de agosto. Con razón, pues arreció al extremo la falta de medicinas, de comida y sobre todo de agua, cuya carencia llegó a ser torturante. Para el 31 de agosto: “Ya la situación se tornaba angustiosa; Miguel (Manuel Hernández Osorio) y Darío (David Adriazola Veizaga) se tomaban los orines y otro tanto hacía el Chino (Juan Pablo Chang Navarro) con resultados nefastos de diarreas y calambres”, anotó el Che.

A eso se sumó el descubrimiento por el ejército de las cuevas y depósitos de suministros, a causa de las delaciones de los desertores. Quedaban así privados del aseguramiento logístico. “Es el golpe más duro que nos hayan dado”, aseguró el día 14 el jefe guerrillero. La imposibilidad de restablecer contacto con el exterior y de hallar al grupo de retaguardia pese a una desgastante búsqueda en círculo, sumada a las pérdidas de combatientes durante los meses previos, sin tener ninguna incorporación, completaban el rosario de adversidades.

No es difícil comprender que todas esas circunstancias menoscaban profundamente la vitalidad de la guerrilla. “Estamos en un momento de baja de nuestra moral y de nuestra leyenda revolucionaria”, afirmó el argentino-cubano. Sin embargo: “Allí surgió una vez más con toda su grandeza, el espíritu del Che, su carácter de jefe íntegro, indiscutido, seguro en el mando, claro en sus concepciones, rápido en sus decisiones, tajante para liquidar cualquier síntoma de descomposición y decidido para llegar hasta el final en la defensa de sus ideales”, destacó Inti.

Pocas veces como entonces tuvo tanto valor su trascendental y categórico llamado a definirse como verdaderos revolucionarios. Algunos bolivianos y todos los cubanos juraron continuar hasta vencer o morir.

Héroes



Parte del grupo de internacionalistas cubanos, en la cocina del campamento central. De izquierda a derecha: Alejandro, Pombo, Urbano, Rolando, Che, Tuma, Arturo y Moro.

Los cubanos que acudieron al llamado del Che para cumplir el ideal internacionalista también hicieron a un lado sus cargos y familias. Asumían de nuevo las noches sin cama, la pesada mochila a la espalda, las caminatas de pies reventados sobre peñascos y espinas, los aguaceros sin calificativo, y sin capa. El sereno, el hambre, la sed, los insectos, la distancia, la soledad, la persecución, la incertidumbre… De nuevo, las guardias en la posta, las voces de mando.

Los hombres de la guerrilla terminaron siendo héroes de leyenda, pero en realidad eran seres con sentimientos, sueños, conflictos; virtudes y defectos.

A Marcos (Antonio Sánchez Díaz), designado en principio segundo comandante de la guerrilla y jefe de la vanguardia, por sus reiterados errores el Che terminó enviándolo como simple combatiente al pelotón de retaguardia.

A Ricardo lo consideró “el más indisciplinado del grupo de los cubanos pero era un extraordinario combatiente”. Con varios tuvo “conversaciones fuertes” o “descargas” por distintos motivos. A los bolivianos Raúl (Raúl Quispaya Choque) y Walter (Walter Arencibia Ayala) los vio “flojos” en el combate. A Coco e Inti los calificó de magníficos cuadros revolucionarios. A todos los fue evaluando, para bien o para mal, en sus anotaciones. Todos murieron heroicamente.

El Che, sin dudas, fue un jefe exigente, que solía aplicar medidas severas, pero ejemplarizantes. También fue humano, sensible, y antes que al otro se exigía extremadamente a sí mismo. Cuando violó alguna de las normas establecidas se sancionó él mismo; cuando hubo indecisión para brincar un barranco, él brincó primero; cuando hubo algún herido o enfermo, le procuró los mayores cuidados; cuando alguien cumplió años, le celebró una comida especial, aun en los días de máxima carencia de alimentos.

A pesar de haberse enfermado en 36 ocasiones, 29 de ellas con fuertes ataques de asma, el Che nunca decayó en su ánimo. Como un soldado de filas participó en la construcción de campamentos y escondites para los pertrechos, realizó guardias, exploraciones, hizo de ayudante de cocina. También impartió clases, leyó libros a la tropa, pasó hambre y sed. Esto le daba la autoridad moral suficiente para instar a sus hombres, porque siempre predicó con el ejemplo.

Ese modelo de liderazgo fue citado por Inti: “Durante la exploración el Che se enfermó. Sin embargo, nos estimulaba con su ejemplo. Nosotros sabíamos que iba mal, pero él continuaba sin ceder un instante, con una voluntad férrea. Incluso se enojaba cuando tratábamos de atenderlo o aliviarlo o si el cocinero trataba de darle preferencia en la comida”.

Para el 1º de febrero de 1967 el Che inició una etapa que denominó “propiamente guerrillera”, en la que desarrolló entrenamiento y exploración con 26 compañeros. En la travesía el destacamento tuvo su bautismo de muerte, cuando pereció ahogado en el río Grande el boliviano Benjamín (Benjamín Coronado Córdoba). Días después ocurrió lo mismo con Carlos (Lorgio Vaca Marchetti).

Agobiados por numerosos aprietos, el retorno al campamento demoró hasta el 20 de marzo, fecha en que los desertores Vicente Rocabado y Pastor Barrera ya se habían entregado a la policía. Prematuramente, el gobierno conoció de la presencia del grupo armado en la selva y emprendió la operación represiva.

En marzo quedó oficialmente constituido el denominado Ejército de Liberación Nacional de Bolivia (ELN), conformado por tres pelotones: vanguardia, centro y retaguardia. A esta se añadió el subgrupo llamado “resaca”, de cuatro bolivianos que habían expresado su deseo de abandonar la lucha. De conjunto fue un destacamento compuesto por 29 bolivianos, 16 cubanos, 3 peruanos, 1 argentino, 1 francés, 1 argentino-cubano y una mujer argentino-alemana. En total 52.

La primera acción armada aconteció el 23 de marzo. Emboscaron una unidad militar, mataron siete soldados, tomaron 21 prisioneros y obtuvieron abundante material de guerra. Una victoria resonante. Pronto comenzarían a sufrir bajas en choques sucesivos.

Cubana fue la primera sangre. El 10 de abril cayó El Rubio (Jesús Suárez Gayol). Días después desapareció Loro (Jorge Vázquez Viaña), detenido por el ejército, torturado y lanzado desde un helicóptero a la selva. El 25 cayó Rolando, a quien el Che valoró como “el mejor hombre de la guerrilla”.

Durante mayo los guerrilleros escaparon una y otra vez del cerco. A finales de ese mes, Pepe (Julio Velazco), integrante de la resaca, desertó y fue fusilado clandestinamente por el ejército. En junio y julio fallecieron otros seis hombres: Marcos y Víctor (Casildo Condori Vargas) fueron emboscados el 2 de junio; Tuma murió el 26, ese día fue negro para el Che, ni comió; sufrió como el padre que ha perdido a un hijo.

El 10 de julio, cuando caminaba renqueando con un bastón y sin arma, fue acribillado Serapio (Serapio Aquino Tudela); como iba al frente dio la voz de alerta y salvó a sus compañeros. Tenía 15 años aquel boliviano altruista. El 30, en las márgenes del río Rosita, cayeron valientemente Ricardo y Raúl.

A principios de agosto murió Pedro (Antonio Jiménez Tardío). El día 31 la guerrilla tuvo la pérdida de la retaguardia por la traición del campesino Honorato Rojas. Cuando cruzaban el río fueron masacrados Joaquín, Braulio, Tania, Walter, Polo (Apolinar Aquino Quispe), Moisés (Moisés Guevara Rodríguez) y Alejandro (Gustavo Machín Hoed de Beche). En la orilla fueron capturados Ernesto (Freddy Maymura Hurtado) y Paco (José Castillo Chávez). Este último –integrante de la resaca–, herido, suplicó y contestó preguntas. A Ernesto, su silencio digno le costó la vida.

Mientras, el Negro (Restituto José Cabrera Flores), médico peruano, se dejó llevar por la corriente y logró sobrevivir a esa emboscada del Vado de Puerto Mauricio. Fue asesinado cuatro días después en el río Palmarito.

“[…] el Ejército está mostrando más efectividad en su acción y la masa campesina no nos ayuda en nada y se convierten en delatores”, analizó el Che en su resumen mensual al cierre de agosto. De ahí que para septiembre los militares dominaban la ruta de la columna. Además se daban suculentas recompensas por las cabezas de los revolucionarios, vivos o muertos.

El 26 de ese mes la vanguardia fue emboscada por rangers. Murieron Coco, Julio (Mario Gutiérrez Ardaya) y Miguel (Manuel Hernández Osorio), hombres de gran valía dentro del reducido destacamento. Salieron heridos Benigno (Dariel Alarcón, posteriormente desertor) y Pablo (Francisco Huanca Flores); desertó León(Antonio Domínguez Flores) y apresaron a Camba (Orlando Jiménez Bazán).

El Che, junto a los 16 compañeros restantes, logró encubrirse durante algunos días. El 7 de octubre comenzó a bajar por un desfiladero abrupto hacia el río Grande, pensado como ruta de escape. Esa noche realizó la última anotación de su diario.

La Higuera


El Che prisionero en el interior de la escuelita de La Higuera. Posteriormente sería asesinado a sangre fría.

Nombrada así por la abundancia de árboles de ese fruto en épocas pasadas. Es un caserío. Si acaso hay 20 míseras casas; menos de 100 habitantes. Pero esta aldea perdida está destinada a salir del anonimato. Después de cierto día será mucho más que el sitio donde crecen higos. Es el domingo 8 de octubre de 1967.

Los soldados de una patrulla avanzan nerviosos, lentamente; otean con cuidado la maraña del monte, las grandes rocas y la arena de las sendas en busca de huellas, de cualquier indicio de emboscada. De súbito, un soldado queda paralizado por fracciones de segundo. Ha detectado al enemigo: “¡Allí están los sapos!”, empieza a repetir excitado a la par que acciona su fusil automático. Los gritos y disparos provocan la movilización general. Truenan los morteros. Varias granadas estallan al interior de la cañada. Es el principio del fin.

A la 1:30 de la tarde, antes de lo que han previsto, los rebeldes –divididos en tres grupos– tienen que enfrentar el empuje de la compañía B del ejército que, junto a la compañía A, ejecutan la Operación Yunque y Martillo, bajo el mando del capitán Gary Prado.

Pasadas tres horas de combate, tres soldados ven que dos guerrilleros suben por un lateral de la Quebrada del Yuro. Los dejan aproximarse lo suficiente como para encañonarlos sin darles oportunidad de reaccionar. El de mayor estatura trae un M-2 con el cañón inutilizado por un disparo y una pistola descargada. Está herido de bala en la pantorrilla derecha.

Viene auxiliado de otro más bajo –otrora dirigente sindical en las minas de estaño de Huanuni–, que está ileso y porta el fusil en bandolera. Tienen las ropas raídas y los semblantes pálidos por las privaciones de la guerrilla. Los soldados los amarran a un árbol en la propia colina y dan parte a su capitán. Han capturado al Che y al boliviano Willy (Simeón Cuba Sarabia).

A pie los conducen hasta el poblado de La Higuera, distante unos kilómetros. Pasan la noche recluidos en habitaciones separadas al interior del derruido inmueble que los locales llaman escuelita. Allí llevan también los cadáveres de otros guerrilleros; a Pacho, que malherido se desangró sin recibir atención médica; y supuestamente, al Chino, tras ser descubierto en una cueva al día siguiente. Existen testigos que aseguran haber visto esa mañana a los soldados que traían amarrado a un guerrillero “cieguito”, herido en el rostro.

Los muertos fueron Olo (Orlando Pantoja Tamayo) y Arturo (René Martínez Tamayo). Entre los caídos suele incluirse a Aniceto (Aniceto Reinaga Gordillo). Al respecto sostiene Pombo en su obra testimonial: “[…] decidimos pedir instrucciones a Che y enviamos a Aniceto. Al llegar al lugar donde estaba situado el puesto de mando, no lo encontró allí […] y cuando intentaba llegar al lugar donde estábamos nosotros, fue herido en un ojo”. Más adelante asegura haber visto inerte el cuerpo del compañero. Versiones más recientes indican que, herido en un ojo, Aniceto logró mantenerse oculto hasta que fue hallado y ultimado al otro día.

Muchas evidencias sugieren que el Che hubiera podido salvarse. Sin embargo, combatió frontalmente al enemigo, a riesgo de su vida, para cubrir la retirada de Moro, Eustaquio (Lucio Galván) y Chapaco (Jaime Arana), enfermos que fueron custodiados por Pablo. Perseguidos, murieron en el río Cajones el día 12.

Otro grupo de seis guerrilleros, compuesto por Pombo, Inti, Darío, Benigno, Urbano (Leonardo Tamayo) y Ñato (Julio Méndez Korne), se replegó en otra dirección. El ejército también los hostigó en las siguientes semanas, y el 15 de noviembre murió Ñato. Los cinco restantes sobrevivieron; de ellos, tres cubanos, que lograron finalmente salir de Bolivia hacia Chile.

Reunidos en La Paz, tres generales: el dictador René Barrientos, el jefe de las fuerzas armadas Alfredo Ovando y el jefe de estado mayor Juan José Torres, deciden la ejecución extrajudicial. A media mañana se transmite la orden por radio. “Saludos a papá” son las palabras en clave que recibe el coronel Joaquín Zenteno Anaya, jefe de la Octava División.

El militar convoca a sus suboficiales. Entre ellos, escoge: “Usted a Willy, y usted…”, señalando con el dedo índice al sargento Mario Terán. Estos se dan vuelta y con sendas carabinas ingresan a las aulas donde yacen los prisioneros. Hay mucha adrenalina, ánimos de venganza. Es más menos la 1:30 de la tarde, 9 de octubre de 1967.

“Cuando entré el Che estaba sentado en un banco, cabizbajo, con la melena recortándole la cara. Al verme me dijo levantando la cabeza: ‘Usted ha venido a matarme’. Yo me sentí cohibido. No me atrevía a disparar. En ese momento lo vi muy grande. Sentía que se me echaba encima y cuando me miró fijamente me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido podía quitarme el arma. ‘Póngase sereno, usted va a matar a un hombre’. Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. Cayó al suelo con las piernas destrozadas, se contorsionó y comenzó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en un hombro y en el corazón”, relataría años después el verdugo.

El cuerpo recibe seis impactos de bala en el tórax, dos en las extremidades. El resto de la historia se conoce. El Che se hizo símbolo global, nombre vigente, llama encendida en el corazón de muchos pueblos. Su efigie con boina y melena –retrato de Korda– es una de las más reproducidas de la historia mundial. Mario Terán se esfumó, lo devoró la sombra, como si estuviera muerto.

Nombrada así por la abundancia de árboles de ese fruto en épocas pasadas. Es un caserío. Si acaso hay 20 míseras casas; menos de 100 habitantes. Pero esta aldea perdida está destinada a salir del anonimato. Después de cierto día será mucho más que el sitio donde crecen higos. Es el domingo 8 de octubre de 1967.

Los soldados de una patrulla avanzan nerviosos, lentamente; otean con cuidado la maraña del monte, las grandes rocas y la arena de las sendas en busca de huellas, de cualquier indicio de emboscada. De súbito, un soldado queda paralizado por fracciones de segundo. Ha detectado al enemigo: “¡Allí están los sapos!”, empieza a repetir excitado a la par que acciona su fusil automático. Los gritos y disparos provocan la movilización general. Truenan los morteros. Varias granadas estallan al interior de la cañada. Es el principio del fin.

A la 1:30 de la tarde, antes de lo que han previsto, los rebeldes –divididos en tres grupos– tienen que enfrentar el empuje de la compañía B del ejército que, junto a la compañía A, ejecutan la Operación Yunque y Martillo, bajo el mando del capitán Gary Prado.

Pasadas tres horas de combate, tres soldados ven que dos guerrilleros suben por un lateral de la Quebrada del Yuro. Los dejan aproximarse lo suficiente como para encañonarlos sin darles oportunidad de reaccionar. El de mayor estatura trae un M-2 con el cañón inutilizado por un disparo y una pistola descargada. Está herido de bala en la pantorrilla derecha.

Viene auxiliado de otro más bajo –otrora dirigente sindical en las minas de estaño de Huanuni–, que está ileso y porta el fusil en bandolera. Tienen las ropas raídas y los semblantes pálidos por las privaciones de la guerrilla. Los soldados los amarran a un árbol en la propia colina y dan parte a su capitán. Han capturado al Che y al boliviano Willy (Simeón Cuba Sarabia).

A pie los conducen hasta el poblado de La Higuera, distante unos kilómetros. Pasan la noche recluidos en habitaciones separadas al interior del derruido inmueble que los locales llaman escuelita. Allí llevan también los cadáveres de otros guerrilleros; a Pacho, que malherido se desangró sin recibir atención médica; y supuestamente, al Chino, tras ser descubierto en una cueva al día siguiente. Existen testigos que aseguran haber visto esa mañana a los soldados que traían amarrado a un guerrillero “cieguito”, herido en el rostro.

Los muertos fueron Olo (Orlando Pantoja Tamayo) y Arturo (René Martínez Tamayo). Entre los caídos suele incluirse a Aniceto (Aniceto Reinaga Gordillo). Al respecto sostiene Pombo en su obra testimonial: “[…] decidimos pedir instrucciones a Che y enviamos a Aniceto. Al llegar al lugar donde estaba situado el puesto de mando, no lo encontró allí […] y cuando intentaba llegar al lugar donde estábamos nosotros, fue herido en un ojo”. Más adelante asegura haber visto inerte el cuerpo del compañero. Versiones más recientes indican que, herido en un ojo, Aniceto logró mantenerse oculto hasta que fue hallado y ultimado al otro día.

Muchas evidencias sugieren que el Che hubiera podido salvarse. Sin embargo, combatió frontalmente al enemigo, a riesgo de su vida, para cubrir la retirada de Moro, Eustaquio (Lucio Galván) y Chapaco (Jaime Arana), enfermos que fueron custodiados por Pablo. Perseguidos, murieron en el río Cajones el día 12.

Otro grupo de seis guerrilleros, compuesto por Pombo, Inti, Darío, Benigno, Urbano (Leonardo Tamayo) y Ñato (Julio Méndez Korne), se replegó en otra dirección. El ejército también los hostigó en las siguientes semanas, y el 15 de noviembre murió Ñato. Los cinco restantes sobrevivieron; de ellos, tres cubanos, que lograron finalmente salir de Bolivia hacia Chile.

Reunidos en La Paz, tres generales: el dictador René Barrientos, el jefe de las fuerzas armadas Alfredo Ovando y el jefe de estado mayor Juan José Torres, deciden la ejecución extrajudicial. A media mañana se transmite la orden por radio. “Saludos a papá” son las palabras en clave que recibe el coronel Joaquín Zenteno Anaya, jefe de la Octava División.

El militar convoca a sus suboficiales. Entre ellos, escoge: “Usted a Willy, y usted…”, señalando con el dedo índice al sargento Mario Terán. Estos se dan vuelta y con sendas carabinas ingresan a las aulas donde yacen los prisioneros. Hay mucha adrenalina, ánimos de venganza. Es más menos la 1:30 de la tarde, 9 de octubre de 1967.

“Cuando entré el Che estaba sentado en un banco, cabizbajo, con la melena recortándole la cara. Al verme me dijo levantando la cabeza: ‘Usted ha venido a matarme’. Yo me sentí cohibido. No me atrevía a disparar. En ese momento lo vi muy grande. Sentía que se me echaba encima y cuando me miró fijamente me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido podía quitarme el arma. ‘Póngase sereno, usted va a matar a un hombre’. Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. Cayó al suelo con las piernas destrozadas, se contorsionó y comenzó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en un hombro y en el corazón”, relataría años después el verdugo.

El cuerpo recibe seis impactos de bala en el tórax, dos en las extremidades. El resto de la historia se conoce. El Che se hizo símbolo global, nombre vigente, llama encendida en el corazón de muchos pueblos. Su efigie con boina y melena –retrato de Korda– es una de las más reproducidas de la historia mundial. Mario Terán se esfumó, lo devoró la sombra, como si estuviera muerto.

Resurrección


Todavía camina por La Higuera, donde aún se descubre la hidalguía del guerrillero inmortal.

Una imagen da la vuelta al mundo. En el fondo del viejo hospital Señor de Malta una base de cemento en la lavandería sostiene el cuerpo del mártir. Mantiene los ojos abiertos, sugestivamente; como si nunca hubiera muerto. Es martes 10.

Lo han asesinado la víspera y transportado, atado al patín de un helicóptero, hasta la ciudad de Vallegrande –6 000 habitantes, casas uniformemente bajas con techos de tejas, paredes de adobe pintadas–, capital de la provincia homónima, en el departamento de Santa Cruz. Cientos de corresponsales le toman fotografías. Afuera, los lugareños pugnan por entrar. Cuando lo logran, en fila india se acercan a conocerlo. Creen ver un Cristo.

Amparado por la noche, un comando militar secuestra el cadáver. Ya no tiene manos. Le han sacado además, una mascarilla facial. (Al camión también suben los cuerpos lacerados de otros seis guerrilleros). Planean incinerarlo, mas cambian de opinión a última hora. Un buldócer cava la fosa clandestina. Lo lanzan en amasijo. Junto a los suyos aun en la muerte. Tres décadas dura el vano intento de desaparecerlo.

La escuelita ya no lo es. Sirvió de posta médica y hoy es una especie de museo. Conserva el aspecto que debió tener la fatídica fecha del crimen, pero está pintada, cubierta con techo de tejas y en su interior se evoca la presencia del héroe.

La Higuera era un caserío en 1967 y lo sigue siendo. Pero ahora es destino turístico. La proliferación de representaciones pictóricas, consignas y banderas –sobre todo cubanas y bolivianas–, y el gran busto de San Ernesto de La Higuera que remata el camino de casas alineadas, hacen pensar que si bien allí desapareció físicamente el Che, también germinó una leyenda.

En Vallegrande renace, porque, como dijera Eduardo Galeano, el Che es el más renacedor de todos. Alguien que ha roto el pacto de silencio revela las coordenadas y hasta la remota pista aérea acuden sus hijos, a buscarlo. Cuesta decir que son restos, que está muerto, pues vuelve a reunir su ejército de valientes. Destacamento de refuerzo, los inmortaliza Fidel. Desde la ciudad de Santa Clara, en su patria cubana, fulgura para la eternidad el valor de su ejemplo.

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Fuentes consultadas:

El Diario del Che en Bolivia; Diario de Pacho; Pombo: un hombre de la guerrilla del Che, de Harry Villegas; Mi Campaña junto al Che, de Guido Peredo Leigue; De Ñancahuazú a La Higuera, de Adys Cupull y Froilán González.

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