miércoles, 25 de octubre de 2017

Mi truene del ICR

Por Silvio Rodriguez, Segunda Cita

Una mañana de 1968, creo que en marzo, cuando íbamos a empezar a grabar en el estudio 2 de 23 y M las canciones del siguiente “Mientras Tanto” –programa que yo conducía en la televisión–, me anunciaron que el nuevo administrador del Instituto Cubano de Radiodifusión (actualmente ICRT), quería reunirse conmigo. Con el administrador anterior, Juan Vilar, me reunía a menudo, incluso fuera de las oficinas, porque éramos muy amigos. Quizá por eso cuando empecé a subir las escaleras no imaginaba que esta iba a ser la primera y la última reunión con el nuevo funcionario. Así que dejé a todo el mundo en el estudio –entre ellos a Norberto Fuentes, que iba a estar de invitado–, y subí hasta la oficina del compañero primer teniente. Me abrió la puerta un renombrado director de orquesta que, sin ser militar, solía vestir como si lo fuera.

Recuerdo que ni me invitaron a sentarme. Como si estuviera en una corte, el administrador me exigió explicaciones sobre dos hechos ocurridos en nuestro programa: uno era un supuesto elogio de mi parte al grupo británico Los Beatles, y el otro era un fragmento de película en el que una pareja se besaba.

Sobre Los Beatles expliqué que me había limitado a responder una pregunta directa que se me había formulado. Y puntualicé que aquel cuestionario se había pasado íntegramente en el ensayo de por la tarde, sin la más mínima objeción por parte del presente productor de mesa (los llamados “productores de mesa” velaban por lo correcto de los contenidos que trasmitía la televisión). Es decir, tanto en la tarde como en la emisión nocturna, a la pregunta de qué pensaba de Los Beatles había respondido exactamente lo mismo: que me parecía que el grupo inglés estaba desdibujando las fronteras entre música popular y música culta, y que eso estaba muy bien.

No tenía explicación respecto al beso: por entonces todos sabíamos que estaba prohibido que salieran besos por la televisión. Sacarlo al aire había sido una decisión de un director suplente que por entonces tenía Mientras Tanto (a Eduardo Moya lo habían mandado a cortar cañas). Así que me limité a confesar que no encontraba mal que en la pantalla apareciera algo tan común como un beso, asumí aquel beso como si yo hubiera participado en la decisión de que saliera en el programa.

A esta distancia conservo la impresión de que, hasta aquel momento, había sido citado para que me mostrara arrepentido y prometiera que no volvería a incurrir en aquellos “errores”. Pero los cuestionamientos que siguieron no me dejaron más remedio que responder firmemente. Quedé atónito con la aspereza con me reprocharon una amistad reciente, y también por reunirme en la heladería de Coppelia con supuestos “seudo intelectuales”. De pronto se trataba de que eligiera entre aquellas personas y el programa.

“Si me ponen a escoger entre mis amigos y cantar en la televisión, me quedo con mis amigos”, fue lo que respondí. Y cuando me dijeron que estaba suspendido, agregué, “Yo tengo un oficio al que puedo regresar”. Me refería al trabajo como historietista y diseñador de prensa plana que había ejercido desde los 15 años. Pero aquello sacó de sus casillas a mi interlocutor, que me gritó: “¡Pues desde ahora Ud. no puede trabajar en nada de la Revolución! ¡Largo de aquí!”.

Tiempo después, una amiga del funcionario me contó, extrañada, que aquel hombre tenía todos los discos de Los Beatles.

Lo cierto es que aquel desencuentro me costó bastante más que la suspensión del programa y la mala fama de proscrito. Mi relación con la Revolución, hasta aquel día, había sido la de un joven completamente identificado y activo, la de un soldado reciente –acababa de desmovilizarme de las Fuerzas Armadas–, la de un fiel compañero. Verme echado a la calle y expulsado del proceso que seguía desde niño sembró a mi alrededor animalitos paranoicos.

Por mi parte acabé visitando a un amigo siquiatra, con quien trataba de encontrar respuestas a lo que me había sucedido. Un día, supongo que siguiendo la norma de salvar la integridad del paciente, mi médico, que tenía fama de excelencia, me dijo que me olvidara de la política y me salvara yo. No sé si se dio cuenta, pero en aquel instante decidí no regresar a su maravillosa consulta y curarme solo, o acabarme de enfermar, asumiendo mi país con las contradicciones que tuviera. Entonces, como terapia ocupacional, me dediqué a hacer trabajo voluntario en el cordón de La Habana, a donde acudía en masa el personal de muchos organismos administrativos habaneros, entre ellos la radio y la televisión.

Cuando llevaba un par de meses de cesantía, el comandante Jorge (Papito) Serguera, director del ICR, nos citó al músico Armandito Zequeira y a mí para proponernos componer jingles para las emisoras de radio. Armandito aceptó inmediatamente, pero yo no tenía formación musical y tampoco idea de cómo se realizaba aquel trabajo, además de que mi estado de ánimo no era el mejor. Lo cierto es que mientras trabajé en aquel organismo estuve varias veces en la oficina de Serguera y siempre nos llevamos bien. El tenía un historial revolucionario que inspiraba respeto: como abogado había defendido a Frank País y después se había tenido que alzar en la Sierra Maestra. Recuerdo que la primera vez que estuve en su oficina me pidió que le mostrara la portada de lo que estaba leyendo y me aseguró que “Demián”, de Herman Hesse, había sido el libro que lo convirtió en revolucionario.

De cualquier forma, desde el mismo día en que ocurrió, aquella bronca se fue nutriendo de resonancias y versiones, algunas muy disparatadas, y llegó a convertirse en una mitología acompañante entre fatal y pintoresca. Sin embargo en aquel mismo ICR conté con muy buenos colegas. Pongo de ejemplos a Leo Brouwer y a Federico Smith, así como a Víctor Casaus, a Humberto García Espinosa y por supuesto a Marta Hernandez y a Juan Vilar, a quien defenestraron por negarse a pedirme que me cortara el pelo. También estaba Eduardo Moya, el director de Mientras Tanto. A varios de estos compañeros la defensa de aquel programa les costó largos meses de zafra en 1968. Sitio especial ocupa el por entonces joven comunista Jorge Navarro, que por aquellos hechos renunció a su trabajo en la televisión y a su militancia. Navarro, quien murió ya hace años, nunca más volvió a trabajar para el Estado.

Aunque me lo dijeron con bastante dureza, nunca me creí aquello de que ya no podría trabajar en mi país. Sabía que la Revolución era de quien la sintiera y la abrazara. Tampoco asumí de momento la posibilidad de regresar a mi antiguo oficio, como había respondido por impotencia y rabia. Recordaba que el director de Juventud Rebelde, a quien llamaban “el loco” Sautié, me había dado la carta que me liberaba del ejército y me había dicho que podía incorporarme al periódico cuando quisiera. Pero la verdad es que ya mi suerte y la canción se parecían a aquello que había escrito José Julián:

“…Verso, o nos condenan juntos,
o nos salvamos los dos”.

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