miércoles, 8 de febrero de 2017

Cultura con pelota y mentores

Por Luis Toledo Sande

Sin descontar que también ocurra en otros países, especialmente del Caribe, en Cuba se disfruta llamando pelota, sin más, a uno solo de los deportes que utilizan ese implemento, y se siente más natural ese modo de nombrarlo que las derivaciones —béisbol o beisbol— del bautizo que le vino de su desarrollo en territorio de habla inglesa, los Estados Unidos. El sabor y la intensidad del uso de pelota como nombre familiar de ese juego expresa el serio ardor con que la nación cubana lo ha hecho suyo de un modo que marca su cultura, su vida.

A estas alturas del campeonato —otra expresión asociable con la omnipresencia del deporte mencionado—, nadie se sobresaltará al oír que con él sucede Cuba lo que en tantos sitios, incluido este país, con el sexo: de tanto hacerse sentir, y hacer que se sienta, acapara para sí, además de placeres, recursos de la lengua: dígase del lenguaje, para fijar sin confusiones lo que aquí se quiere expresar. Si no se indica lo contrario, acto, adulterio, violación, regla, penetración y quién sabe cuántas palabras más, y metáforas, remiten por directo a la esfera sexual. Para volver al nombre popular del deporte aludido, pasa también con su plural: las pelotas, y con frases como estar en pelotas.

Vista históricamente, la introducción de ese juego en Cuba suscitó otro hecho: el país se libró de la lidia de toros, representativa de la que fue su metrópoli colonial, España. A juicio del articulista —quien espera que al menos se le respete el derecho a expresarlo, aunque contraríe, dicho sea con el camaján y apreciable narrador Carlos Loveira, a generales y doctores—, sería deseable que algún (buen) deporte, nacido en el archipiélago cubano o fuera de él, contribuyese a otro logro sanísimo: erradicar la lidia de gallos y poner freno a la naciente afición por la de perros, expresiones ambas del abuso de animales, incompatible con la mejor actitud ante la naturaleza, que abarca bienes como flora y fauna.

Cuando la pelota —sería ingenuo suponer que prosperó como continuidad del juego de batos de los indocubanos— llegó desde los Estados Unidos a Cuba, ya en aquella nación se formaba la potencia imperialista que planeaba apoderarse de la mayor de las Antillas. Pero en esta el pueblo abrazó la pelota con pasión e inventiva tales que, aunque vino acompañada —como otros deportes— de su jerga de origen, acuñó conversiones como home en jon, home run en jonrón, hit en jit, short stop en sior y campo corto, fields en files y jardines, y umpire en ampaya, además de traducciones como receptor, de catcher, y lanzador, de pitcher, junto a otras equivalencias, tal la sinécdoque goma por home.

El imperio se salió transitoriamente con las suyas y en 1898 se adueñó de Cuba por varias décadas, a pesar del afán liberador protagonizado por los mejores patriotas de esta tierra. Pero, fuera del deporte, el habla nacional convirtió cut ut, variante de interruptor, en catao, y españolizó, como nombres genéricos de refrigerador y de avena, la marcas comerciales Frigidaire y Quaker, mientras que —se diría que para mantener la noción de juego— plywood, que equivale a madera prensada y se pronuncia pláibud— incluso entre personas instruidas y conocedoras del inglés terminó en play wood, con su pronunciación pléibud.

Hoy, en medio de una revolución antimperialista, abundan quienes se enredan en la telaraña llamada globalización, supuestamente mundial pero anclada en el predominio del inglés, y se despepitan impostando voces de ese idioma. En narraciones deportivas no falta el dislate de corring —mal calco de running— en lugar de corrido, y en aeropuertos y billetes de reservación de pasajes del país la capital de este no se llama La Habana, sino Havana. Pero eso, que el autor ha tratado en otros textos, no es tema central del presente artículo.

Volvamos a los deportes. En la carrera de relevo y de ciclos que se vincula, bien o mal, con el devenir histórico, hoy en la afición nacional prospera el balompié, más que con ese nombre, con españolizaciones —fútbol o futbol— del que tiene en inglés: foot ball, y no parece venir de nuestra América, donde también lo hay muy bueno, sino de Europa, de España en particular. Bienvenida la diversificación que le propicie a Cuba crecer en más deportes, pero ese parece llegarle, sobre todo, con la fama de los bien pagados clubes Real Madrid y Barcelona. En España misma otros clubes viven en la inopia y no sirven para ilusionar, anestesiándolos, a jóvenes que ni logran trabajo. Para estos —como antes en los Estados Unidos la del Buick que usted también puede tener— se fabrica la imagen por la cual hace casi una década el articulista escribió “Héroes del fútbol”, publicado en Cubarte.

Tal vez ante exaltaciones generadas por aquellos dos equipos se deba tener en cuenta la sugerencia —risueña pero no desprevenida— hecha por alguien que apuntó que para el joven José Martí el dilema vital de Cuba fue “¡O Yara o Madrid!”, no “¡O Barça o Madrid!”. La realidad cambia, y a veces se cambia lo que no debería ser cambiado. Cosas variopintas pudieran montarse sobre las transformaciones iniciadas en el deporte cubano, en la sociedad cubana, por motivos que bastante más que a cuestiones técnicas responden a retos económicos y de pensamiento vividos en el barrio y en el mundo.

Véase apenas un (mal) ejemplo: en un programa televisual cubano —no de televisoras regidas por el capitalismo— un presentador derrochó impresentable entusiasmo sobre uno de esos tipos de competencias en que vale todo: aun darle patadas en el rostro al adversario y saltarle brutalmente sobre el pecho cuando un golpe lo ha derribado ya sobre la lona. Sí, aunque nunca apareciera la página donde presuntamente lo escribió —¿lo habrá dicho en alguna conversación?—, una vez y otra se valida lo atribuido a un gran héroe antillano que luchó por Cuba y le conoció hasta la médula: lo de no llegar o pasarse.

Desde sus orígenes —aunque el pugilismo y otras formas de lucha cuerpo a cuerpo llegaron a extremos aberrantes como el circo romano— el deporte se vinculó a la máxima de mente sana en cuerpo sano. Tal aspiración debe seguir iluminando la práctica deportiva en el mundo, y de modo especial en un país cuyos más relevantes y dignos despegues en dicho terreno se han debido, sobre todo, al carácter masivo de esa práctica: en él se halla la mejor base para lograr en competencias internacionales triunfos verdaderamente orgánicos.

La mente sana es inseparable de la buena educación, con la que no son incompatibles las expresiones correctas de júbilo suscitado por victorias deportivas que se alcanzan gracias a ingentes esfuerzos. Pero ¿por qué —para seguir dentro de la pelota, aunque la realidad aludida concierne también a otros deportes— propinar un ponche o conectar un jonrón debe celebrarse con gestos y palabras procaces? ¿Por qué la inconformidad con la decisión de un árbitro se ha de expresar de manera agresiva o irrespetuosa tanto por parte de jugadores como de directores de equipo? El público que en estadios o por televisión ve un juego, merece lo mejor, también en cuanto a conducta.

La pasión puede ser digna, pero no más que la buena compostura. El deporte, en que tanto se invierte, ni de modo involuntario debe ser cómplice de la grosería que infecta al país. Un deportista puede ser un ídolo para toda la población, no solo para la infancia y la juventud, aunque en estas urja especialmente revertir y conjurar manifestaciones de violencia y chabacanería, y demás formas de conducta reprobable. Tal responsabilidad convoca a todo el personal que participa en juegos y competencias. Los árbitros en particular deben procurarse y tener una creciente superación técnica, no solo para la buena marcha de lo deportivo, sino para que su ejemplo contribuya a que la libra y el kilogramo se acerquen por lo menos a las dieciséis onzas y a los mil gramos que deben tener respectivamente.

Quien arbitra no es un arcángel, sino un ser humano, y se equivocará; pero, al margen de las intenciones reales, en la suspicacia colectiva la reiteración de errores puede acabar asociándose, de manera más o menos consciente, con el desastre que hace años representan las balanzas desajustadas en su funcionamiento y dolosamente manipuladas por dependientes inescrupulosos. Tan grave realidad es inseparable de la indisciplina social que ya es un hábito criticar pero no parece enfrentarse con eficacia, entre otras cosas porque se va viendo como si fuera normal: un hábito más. Frente a ello tienen una misión que cumplir, desde el deporte, quienes dirigen, y eso, en la pelota, concierne visiblemente a los mentores de equipos, nombrados a menudo con la voz inglesa managers.

Por estos días la admiración ha crecido —en todo el país, no solo en Granma, provincia del equipo que él dirige y de ella toma nombre— en torno a un mentor de extensa trayectoria: Carlos Martí. Un consenso generalizado y natural le reconoce virtudes que, como la decencia, la mesura, el respeto a sus peloteros, a los árbitros y al público hacen de él un educador. Básicamente eso debe ser en Cuba un buen director de equipo, y tal vez sobre todo cuando los deportistas del país estarán cada vez más vinculados con otras sociedades. El director de Granma no será el único en dar un buen ejemplo, pero de él se trata ahora.

Cuando este artículo se escribe, ese equipo, que ganó el reciente campeonato nacional, ha tenido tres victorias y solo un revés en la Serie del Caribe, un desempeño que reverdece lauros del deporte nacional. Pero el autor, que no desea figurar entre quienes rinden culto al exitismo lúcidamente rechazado por Darcy Ribeiro, se adelanta a los resultados finales de la competencia, para que la valoración sustentada en el texto no se empañe por posibles reveses —propios del deporte— ni dependa de la deseada y ojalá conseguida victoria final.

Los resultados de un equipo responden, en gran medida, a la calidad, la disciplina y el tesón de sus jugadores. Pero nadie pondrá en duda la importancia del cuerpo de dirección. Y Carlos Martí se ha ganado una reputación que no es fruto de una campaña aislada. Vale recordar su papel de hace años en un triunfo de Orientales, y su larga labor con el propio Granma. También cuenta su quehacer con el equipo juvenil nacional, de donde viene su ascendiente sobre un receptor como Frank Camilo Morejón, representativo de Industriales y que por el uniforme granmense ha hecho y hace como si fuera un bien nacido de ese territorio, donde lo han acogido cordialmente como a uno más (no menos) de ellos, al igual que a los otros jugadores con que ese colectivo se ha reforzado.

El respeto con que hablan de Carlos Martí “sus” jugadores (las comillas apuntan a que los peloteros no son una pertenencia esclava de quienes los dirigen), se corresponde con el modo como él los trata. Quizás no haya podido, o no se le ha propiciado hacerlo, buscar para “sus” muchachos —hombres, seres humanos— la solución de algunos de sus problemas materiales básicos, lo que debe constituir un mecanismo social irreductible a grupos descollantes. Pero se aprecia que no los humilla, no pasa de la plausible exigencia de rigor a crearles tensiones desmedidas que pudieran hacerlos perder juegos cruciales.

A quien no sea capaz de dirigir así a deportistas —para no hablar de otros colectivos, aunque el asunto ni empieza ni acaba en aquellos— no se le debería conceder tal autoridad, pues con ella puede generar más deformaciones que rectitudes. Tal vez hasta en la manera de escoger refuerzos para el equipo que encabeza se aprecien rasgos aleccionadores en el mentor de Granma, y no sería injusto ni impertinente apuntar que su andadura deportiva es asimismo —aunque el hecho sea aleatorio y el útil fechismo no se deba tomar como algo fundamental— un buen tributo, en su sexagésimo aniversario, al recorrido hacia la historia de la embarcación que dio origen al bautizo de la provincia que ese equipo representa.

Mucho más importante que alcanzar victorias concretas en competencias deportivas —por muy valiosas y estimulantes que ellas resulten— es y será formar ciudadanos correctos, honrados, decentes, de buena conducta. Es a eso a lo que todo apunta que desea contribuir Carlos Martí, quien lo hace discretamente, sin aspavientos, sin necesidad de robar cámara, ni de ostentar prerrogativas. Nadie dude que, para ostentaciones, puede haber máscaras diversas, aunque a la postre sea fácil descubrirlas, y en ninguna esfera se deberían consentir hasta que los malos resultados estallen y se tornen visiblemente intolerables.

No es la primera vez que el autor escribe sobre pelota, ni este es su primer elogio a un mentor victorioso. Haberlo hecho antes le ha causado regocijos, y también alguna decepción: hay quienes son capaces de enlodar su currículo deportivo, incluido su desempeño de managers, traicionando nombre y aureola maceicos. Pero el articulista intuye que el guía de Granma se mantendrá fiel incluso al apellido que lleva, aunque probablemente nada lo una en consanguinidad física, sí en la ética, al héroe que signó ese vocablo con el decoro, con la dignidad, con la estrella que ilumina y mata, y quema antes que incurrir en deslealtades a la patria y a la honra. ¿No son una las dos?

(Publicado originalmente en http://www.cubarte.cult.cu/es/article/48166 )

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