Por Guillermo Rodríguez Rivera, Segunda Cita
Desde los días de mi adolescencia, pensé que me gustaría seguir diversas profesiones. Era temprano para decidir.
Cuando escuchaba a Benny Moré, al primer Elvis Presley, a Miguelito Cuní o a Johnny Mathis, habría querido ser cantante. Pero la naturaleza, que me dio el gusto por la mica, negó la voz para cantar.
En el Santiago de Cuba donde nací y crecí había una escuela de periodismo que llevaba el nombre de Mariano Corona Ferrer, un joven tipógrafo que se hizo periodista y fue de los primeros en lanzarse a la lucha armada en 1895 y alcanzó el grado de comandante del Ejército Libertador. Su mayor gloria fue cuando el general Antonio Maceo lo designó director de El cubano libre, periódico casi nómada del mambisado, porque radicaba lo mismo en las llanuras de Baraguá que en las márgenes de un río.
Después pensé ser abogado y hasta director de cine. No me hice periodista porque me di cuenta que la del periodista es una habilidad que se adquiere escribiendo y leyendo a los maestros sobre la base de una formación humanística. El mayor de los periodistas cubanos, nunca estudió periodismo: José Martí fue abogado y doctor en Filosofía y Letras, pero sus “Escenas norteamericanas” son ejemplo del mejor periodismo que pueda concebirse.
Al fin, estudié letras y me hice escritor y profesor. Sin embargo, los primeros trabajos que tuve fueron de periodista: la Revista Mella, Radio Reloj Nacional, la Revista Cuba. En Mella hice grandes amistades: Víctor Casaus, Carlos Quintela, Silvio Rodríguez, Norberto Fuentes. La vida se encargó de separarme de algunos y unirme más a otros. No olvido al negro Manolo Rojas, chofer de la revista entonces, con quien canté y aprendí innumerables rumbas que todavía recuerdo, porque también fui admirador de Saldiguera y Virulilla, los grandes cantores de Los Muñequitos de Matanzas.
En la revista Cuba fui secretario de redacción y tuve como jefe al más capaz de los periodistas que he conocido: Darío Carmona, un republicano español que estuvo exiliado en Chile, en Cuba y al final de su vida pudo regresar a España, después de la muerte de Franco. Después, intervine en la fundación de El Caimán Barbudo y a los viejos amigos se unieron otros: Jesús Díaz, Luis Rogelio Nogueras, Orlando Alomá, Aurelio Alonso.
Quien lea lo que escribo, aunque sea un poema de amor, advertirá que del periodista mantengo el gusto por la realidad de todos los días, por esa historia que irá a los libros pero que ahora transcurre ante nuestros ojos junto a lo menos trascendente, y mi espíritu polémico ante lo que creo que no está bien (los dogmáticos de los años setenta le pusieron el nombrete de diversionista) acaso sea la supervivencia litigante del abogado que nunca llegué a ser.
No recuerdo ahora si fue Silvio quien me invitó a colaborar en su blog. En verdad, él me pidió que prologara una lujosa edición que hizo la editorial Planeta de los textos de sus canciones. Ahí volvió a hacerse cotidiana la vieja amistad y le mandé a su blog – cuando lo tuvo: de eso hace ya unos años – los artículos con los que valoré la Ofensiva Revolucionaria de 1968 y que son los que inician este libro.
Después de aquellos cantantes que admiré en mi adolescencia, Silvio Rodríguez había venido a ocupar el lugar que tuvieron ellos, sumándole un componente inesperado por aquellos tiempos: el compromiso con una revolución que los dos habíamos visto nacer y el invariable amor por la poesía.
A veces me han preguntado por qué no tengo un blog y siempre respondo que sí lo tengo: mi blog es Segunda Cita: ello se debe a que casi nunca su director y yo tenemos opiniones enfrentadas. El secreto está en esas coincidencias que fue armando la vida. Cuando Víctor Casaus, otro cómplice (generacional, ideológico y poético) me pidió que reuniera para editar lo que he escrito para Segunda Cita, imaginé que ello no alcanzaría para un libro, pero cuando Patricia Ballote Álvarez, trabajadora de los Estudios Ojalá, me hizo el invalorable favor de reunir mis colaboraciones, tuve que seleccionar las trescientas cuartillas que ahora les presento o, mejor, les presentan sus editores, Silvio Rodríguez y Víctor Casaus. Yo, Guillermo Rodríguez Rivera, apenas les hago llegar estas líneas que, como mis rodillas me lo impiden, tiene la bondad de leerles Marlen López León, mi mujer, gran amiga, quien todos los días me libra un poco de la muerte.
Gracias por asistir a esta presentación.
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