En su esencial ensayo titulado Nuestra América, José Martí proclamó: Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Hoy debemos abordar el tema del tronco, es decir el de nuestra cultura e identidad y su estrecha vinculación con la cultura universal.
Vivimos un momento verdaderamente crítico de las varias veces milenaria historia del hombre sobre la Tierra y al mismo tiempo en medio de una etapa muy importante y compleja del más de medio siglo de existencia de la Revolución triunfante. El estudio de nuestra historia y de los factores diversos que condujeron al alumbramiento de la nación cubana constituye un elemento esencial para su supervivencia.
Se ha afirmado que la historia es, o debe ser, maestra de la política. Sus lecciones se nos presentan en dos planos a estudiar: el primero se refiere a la información y descripción de los hechos y acontecimientos que marcan su recorrido en el tiempo; el segundo, a la evolución de las ideas contenidas en el “hilo invisible que –dice el Apóstol– une a los hombres de las distintas épocas”.
La existencia y fortaleza de la nación cubana han estado siempre fundamentadas en la unidad política del pueblo trabajador. Este país, desde el proceso de gestación de la nación y en su recorrido hasta nuestros días, debió enfrentarse a las más diversas y complejas contradicciones internacionales. Dos hombres hicieron posible la unidad nacional: José Martí, que en el siglo XIX la hizo cristalizar a partir de un ingente esfuerzo político y cultural y Fidel Castro que al evitar que “el Apóstol muriera en el año de su centenario” (1953) –como dijo en el juicio seguido por el asalto a la segunda fortaleza militar del país– hizo crecer la memoria del Maestro y le extrajo a su pensamiento vivo y profundo todas las lecciones necesarias para hacer verdaderamente independiente la patria.
En este siglo XXI, la perdurabilidad de la Revolución tendrá, como garantía decisiva, la unidad alcanzada, la cual se nutre de las ideas y los sentimientos que ocho generaciones de cubanos fueron tejiendo con su sangre, trabajo, inteligencia y cultura. Nuestra tarea consiste en interpretar y actualizar el significado de esa tradición y continuar formando en ella a las nuevas generaciones para que, al hacer suyas las banderas de la Revolución Cubana, las exalten y defiendan en un mundo bien diferente y mucho más complejo que el que tuvimos que enfrentar en la segunda mitad del siglo XX y en el actual.
El papel de la cultura resulta esencial para asegurar estos objetivos. Veamos primero qué entendemos por cultura. La singularidad humana en la historia universal está en que el hombre toma conciencia de su propia existencia, de su pertenencia a la naturaleza y se plantea como exigencia descubrir y descifrar el misterio de lo desconocido. Es el único ser viviente que tiene ese reto, de ahí nace la cultura hasta convertirse en segunda naturaleza. Ella es, a la vez, claustro materno y creación de la humanidad. No hay hombre sin cultura y esta no existe sin el hombre, y este afán por descubrir lo lleva al extremo de intentar encontrar el sentido de su creación. No hay, obviamente, respuesta racional a este interés humano, sin embargo, en parte la puede hallar aquí en la Tierra cuando asume que todos los hombres sin excepción tienen derecho a una vida plena de felicidad tanto material como espiritual y, por tanto, facilitar que supere la enajenación social a que está sometido. Ahí nacen la ética y la necesidad de ejercer la facultad de asociarse que Martí sitúa como el secreto de lo humano.
Alguien me dijo una vez críticamente que yo consideraba que todo era cultura. Le respondí: ella está en todo y donde no se halla se encuentra la ignorancia, el camino de la barbarie y también la mediocridad carente de entusiasmo creativo. Recordaba Luz y Caballero que el entusiasmo nunca fue patrimonio de los mediocres.
Hagamos un poco de historia. Es precisamente a partir de las características singulares de la formación económico-social de nuestra nación y la conjunción de varios factores condicionantes que la Revolución Cubana pudo llegar a ser lo que es y lo que su ejemplo representa para otros procesos en marcha en América Latina. Es muy importante que saquemos conclusiones que nos permitan abrir horizontes al nuevo pensamiento que se necesita hoy para llevar a cabo las transformaciones que demanda nuestra región latinoamericana y caribeña a partir de una interpretación antidogmática y creadora de las ideas de Marx y Engels.
Para entender la singularidad de Cuba, es necesario tener en cuenta que Cuba sin la Revolución no es Cuba. Como se ha dicho, la Revolución nacida el 10 de octubre de 1868, fue la que creó la nación cubana. En otras partes ha habido naciones que hicieron revoluciones, repito aquí fue la revolución la que hizo una nación. De esta forma –como ha dicho Cintio Vitier– este país tuvo la originalidad de ser una nación pensada, concebida y proyectada. Presenta una identidad inconfundible que se proyecta hacia el presente y hacia el futuro con un legado ético y jurídico de enorme significación.
Así, se identifican nación y revolución sobre el fundamento del más absoluto respeto al inmenso abanico de ideas, emociones y sentimientos que ofrece lo que Fernando Ortiz llamó el “ajiaco”, es decir, la cultura nacional. Y ella emergió con dos principios en sus esencias: la independencia total del país y la liberación social radical; sin estos valores no hay Cuba.
Esta identidad nacional tiene carácter y vocación universal en tanto fue síntesis de los mejores valores espirituales forjados por la humanidad en más de 500 años de historia, es decir, desde Fray Bartolomé de las Casas hasta Fidel Castro.
En la primera mitad del siglo XIX, los grandes poderes del mundo occidental: España, Estados Unidos, Inglaterra y Francia tenían a Cuba y las Antillas como una de las claves de su política hegemónica. Al extremo de que el pensamiento conservador cubano, representado germinalmente por José Antonio Saco en estos doscientos años, aspiraba a libertades políticas y económicas bajo la tutela de la metrópoli española, porque temía que el país cayera en manos norteamericanas y que una rebelión en Cuba provocara un conflicto armado entre las grandes potencias de la época. Es decir, el alumbramiento de la nación tuvo lugar en medio de conflictos y contradicciones inmensas entre las más grandes potencias de la época anterior a 1868.
En la cultura cubana, desde los tiempos forjadores de la nación, los principios éticos de raíz cristiana adquirieron un papel clave en nuestro devenir histórico. La ética ha sido durante milenios el tema central de las religiones. Por ello he afirmado que la importancia de la ética para los seres humanos, la necesidad de ella, se confirma por la propia existencia de las religiones.
Su valor y significación son válidos tanto para los creyentes como para los no creyentes pues ella se relaciona con las apremiantes exigencias del mundo actual. Los creyentes derivan sus principios del dictado divino. Los no creyentes podemos y debemos atribuírselos, en definitiva, a las necesidades de la vida material, de la convivencia entre los seres humanos. Puede apuntarse como una singularidad de nuestra tradición cultural el no haber situado la creencia en Dios en antagonismo con la ciencia, se dejó la cuestión de Dios para una decisión de conciencia individual. Así se asumió el movimiento científico moderno y ello permitió que el fundamento ético de raíz cristiana se incorporara y se articulara con las ideas científicas lo cual abrió extraordinarias posibilidades para la evolución histórica de las ideas cubanas.
Desde los tiempos de gestación que comenzaron en los finales del siglo XVIII y, sobre todo, a partir del alumbramiento de la nación el 10 de octubre de 1868, hasta el presente, la nación cubana ha estado marcada por una identidad, que se fundamenta en la cohesión y unidad del pueblo cubano. Esta es la que representaron Félix Varela y Luz y Caballero en la educación durante la primera mitad de aquella centuria cargada de sabiduría, y la que representaron Céspedes y Agramonte, Gómez, Maceo y Martí en la segunda mitad del siglo XIX.
Esta identidad en el siglo XX, viene marcada por maestros como Enrique José Varona, y con revolucionarios militantes como Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena, Antonio Guiteras y los combatientes del Moncada, de la Sierra, del Llano, de la clandestinidad y de la victoria de enero. Esa identidad es la única que puede facilitar la diversidad en la cultura y en la vida espiritual cubana. Quienes la asuman podrán enriquecerla; quienes no la asuman sólo pueden aspirar al caos, la disociación y el desorden.
Esta misma realidad enfocada desde una óptica revolucionaria y con alta conciencia iberoamericana y universal es la que confirma objetivamente la cultura de José Martí. El Apóstol aportó en esto abundante y enriquecedora literatura. Su pensamiento surge en los tiempos posteriores a la Guerra de Secesión de Estados Unidos y madura en ese país entre 1880 y 1895, es decir, en Nueva York, cuando llegaba a la ciudad el más amplio y universal entrecruzamiento de ideas que haya tenido lugar en el hemisferio occidental y en los momentos del ascenso norteamericano a potencia mundial, y descenso de España como tal.
La idea martiana de la independencia de Cuba y las Antillas como una contribución al equilibrio entre las dos Américas y del mundo, es una de las claves de la historia de la cultura política cubana.
En la década del 20 del pasado siglo se ensamblaron definitivamente la tradición patriótica y antimperialista que venía del siglo XIX y cuya figura descollante es José Martí, con el pensamiento socialista europeo. El pensamiento antimperialista de Martí con su proyección universal asumió el liberalismo latinoamericano, lo trascendió y presentó las primeras ideas y programa antimperialista. Este pensamiento fue el que se articuló con el pensamiento socialista en el siglo XX.
El símbolo más representativo de esa fusión es, sin duda, Julio Antonio Mella junto a Rubén Martínez Villena y los fundadores del primer Partido Comunista de Cuba en 1925.
Los ideales patrióticos, antimperialistas y por la justicia social inspiraron el combate de la llamada Generación del 30 contra la tiranía de Gerardo Machado. De ese proceso emerge la figura de Antonio Guiteras como su más radical y consecuente representante.
Sobre el fundamento de esa tradición, diversos procesos y hechos históricos de la década del 30 y principios de la del 40, influyeron decisivamente en la formación política de la Generación del Centenario.
No fue casual que ante la pregunta del fiscal a Fidel Castro en el juicio por los sucesos del Moncada sobre el autor intelectual de aquella acción armada él respondiera sin vacilación: José Martí. Esos hechos y procesos son, entre otros, los siguientes:
-El pensamiento liberal latinoamericano que nos representamos en Miranda, Bolívar, Simón Rodríguez, Juárez, Alfaro y Céspedes. Ese pensamiento adquirió en nuestras tierras un sentido y una proyección bien diferente al norteamericano y al europeo. Las ideas expuestas por Benito Juárez, en enero de 1861, constituyen una buena demostración de la radicalidad alcanzada por el pensamiento liberal latinoamericano. Dijo Juárez: “A cada cual, según su capacidad y a cada capacidad según sus obras y su educación. Así no habrá clases privilegiadas ni preferencias injustas (…)” “Socialismo es la tendencia natural a mejorar la condición o el libre desarrollo de las facultades físicas y morales”.
-Las concepciones más progresistas de la Revolución mexicana de 1910 y 1917, tal como las representaba, en su tiempo, Lázaro Cárdenas.
-Las ideas nacidas de la Reforma Universitaria de Córdoba, de las cuales empezaron a emerger, con gran vigor, las concepciones sociales más avanzadas del siglo XX en América Latina.
-Las ideas y luchas antimperialistas de Augusto César Sandino.
-Las ideas más progresistas en la lucha a favor de la República Española, su expresión en la presencia internacionalista cubana en aquella lucha y la continuidad de la misma en el combate contra el régimen de Franco.
-Las luchas contra el fascismo en Alemania e Italia en la década del 30 y la solidaridad hacia las fuerzas antifascistas que participaban en la II Guerra Mundial.
-Las ideas revolucionarias que se forjaron en el proceso de la Constitución de 1940 y en su aprobación. Este texto constitucional llegó a ser el más avanzado en su época entre los llamados países occidentales.
-Las ideas de contenido social puestas en práctica por Franklin Delano Roosevelt, para combatir la recesión en Estados Unidos y el llamado New Deal en las relaciones hacia América Latina promoviendo una política más inteligente y cultivada que los anteriores y posteriores gobiernos de Estados Unidos.
-Los ideales sociales, políticos, antimperialistas y socialistas de América Latina simbolizados en Mella, Mariátegui y Aníbal Ponce, entre tantos otros.
-La lucha contra el golpe de Estado de Fulgencio Batista, violatorio del orden constitucional, y el enfrentamiento a la tiranía impuesta con el respaldo del imperialismo.
Sobre estos fundamentos, la generación forjadora de la revolución socialista de Cuba, tenía lazos profundos con los pueblos de América, del mundo y con las raíces de la cultura occidental, en cuya fuente más remota está la religión de los esclavos de Roma, el cristianismo.
A nosotros se nos educó en que el sacerdote católico Félix Varela y los maestros predecesores retomaron de la mejor tradición cristiana el sentido de la justicia y de la dignidad humana y, desde luego, de las revoluciones europeas y de la tradición bolivariana. Se nos enseñó que los padres fundadores de Cuba relacionaron todo este acervo cultural con el pensamiento científico. Se nos explicó que en las esencias de la cultura nacional y de la revolución de Martí no podía tener cabida la intolerancia. En todo caso no estaba en el espíritu de la Revolución Cubana. En Cuba la intolerancia no tiene fundamentos culturales ni siquiera religiosos; cuando se han presentado ha sido por incultura o por dependencia a ideas ajenas a la tradición patriótica nacional.
Se nos educó, sin embargo, en principios éticos y se nos dijo que el mejor discípulo de Varela, el maestro José de la Luz y Caballero, forjó a la generación de patriotas ilustrados que se unieron a los esclavos para proclamar la independencia del país y la abolición de la esclavitud en 1868. Él estaba y está en nuestro recuerdo agradecido y él nos sirvió también de enseñanza para promover el hilo de nuestra historia. El Apóstol lo llamó el silencioso fundador. En Martí se encarnaron estas ideas y sentimientos, y él les dio profundidad mayor y alcance universal. Podemos visualizarlo en la decisión de echar su suerte con los pobres de la tierra, no solo en Cuba, sino en el mundo.
Esta fue la cultura que, tras una larga evolución llena de contradicciones y luchas políticas y sociales, llevó a la Generación del Centenario a las ideas socialistas. Desde luego, también estuvo presente el hecho de que el imperialismo siempre apoyó a Batista y los peores regímenes de la seudorrepública. Estados Unidos tenía su suerte echada con el régimen golpista del 10 de marzo. Estos fueron el resultado de la expansión norteamericana, que había sido la gran preocupación de José Martí.
Aspiro a que maestros y políticos interesados en buscar símbolos y señales puedan hallar en nuestra historia los fundamentos más puros de la cultura y la identidad de la nación cubana. Asimismo, quizás filósofos y científicos sociales, puedan hallar los elementos de objetividad escondidos, lo que se ha llamado utopía cubana.
Quiero en otro elemento clave a tener en cuenta para definir nuestra identidad como nación, es lo que he llamado la cultura jurídica que está presente desde los decretos aboliendo la esclavitud del Padre de la Patria, la Constitución de Guáimaro y todas las constituciones mambisas hasta llegar a la Constitución de 1940, y nuestra actual Constitución socialista. La cuestión jurídica estuvo presente también en la tragedia de 1898 cuando un poder extraño e intruso se introdujo en nuestra guerra liberadora e impuso la Enmienda Platt.
Los imperialistas de la década del 50 solo disponían de la ilegalidad y el crimen y de su alianza con la peor escoria que representaban los violadores de la ley, es decir, los mandos militares integrados en su mayoría por asesinos y criminales de la peor especie. Los estudiantes y trabajadores, interpretando un sentimiento nacional, rechazaron el régimen ilegal mientras que las instituciones políticas y sociales de la sociedad neocolonial, por venalidad y entreguismo, resultaron impotentes para enfrentar la nueva situación creada.
El sistema pluripartidista y las organizaciones fundamentales de la llamada sociedad civil neocolonial eran impotentes e incapaces para este propósito porque tenían su destino indisolublemente unido a los intereses imperialistas y se sumaron al golpe o lo combatieron solo verbalmente sin poder ofrecer respuesta adecuada.
Así, en la década del 50, la lucha contra la tiranía y el golpe de Estado de Batista se inició como un enfrentamiento a los que violentaron la legalidad constitucional. Sin este hecho, la historia no hubiera sido como fue y el principio de juridicidad se ha mantenido vivo en estas más de cinco décadas pues tiene, además, una enorme tradición en nuestro país desde los tiempos de Yara y de Guáimaro.
Nuestra tradición jurídica y ética viene de una historia llena de complejidades y contradicciones, como todas ellas, nacida en los tiempos gloriosos de la Asamblea de Guáimaro, en 1869, que estuvo viva en el proceso forjador de la guerra necesaria y de la fundación del Partido Revolucionario Cubano de Martí, que, como es sabido, con Gómez y Maceo integra el núcleo central de nuestra gesta libertaria del siglo XIX.
Los dos grandes momentos revolucionarios de los primeros 60 años de la Cuba del siglo XX, estuvieron fundamentados por una lucha en favor de la legalidad. Por esto, nadie puede venir a darle lecciones al pueblo cubano en relación con su más sana vocación jurídica. El derecho en Cuba ha sido siempre bandera de los revolucionarios y han sido invariablemente los enemigos de la Revolución quienes han apelado a la ilegalidad.
Sería muy útil investigar y estudiar la historia de la tradición jurídica cubana y dentro de ella también la de Fidel. Porque desde los tiempos en que aspiraba a ser elegido como representante al Parlamento antes de 1952 concibió proponer una legislación complementaria a la Constitución de 1940 para hacer efectiva la disposición que establecía la abolición del latifundio. Cuando se produjo el golpe de Estado de Batista, el 1º de marzo de 1952, publicó un trabajo desenmascarando la afirmación del dictador de que se trataba de una revolución. Fidel tituló aquel trabajo ‘’Revolución no, Zarpazo’’. Posteriormente en su alegato de autodefensa La historia me absolverá presentó un programa revolucionario que tenía sólidos fundamentos jurídicos. Esta ha sido una constante que hay que estudiar y que está presente en toda su acción política. Un ejemplo sobresaliente se produjo también en 1976 cuando fue aprobada por abrumadora mayoría, en plebiscito popular, la Constitución socialista y la ratificación radical de ese carácter por la Asamblea Nacional siguiendo los procedimientos previstos en la ley vigente. Esa ratificación fue acompañada de una amplísima movilización popular con un destacado papel de las organizaciones de masas. Esto debe tomarse en cuenta no solo hoy sino para cuando por ley de la vida otros revolucionarios asuman la dirección en un tiempo que desearíamos fuera bien lejano. Entonces, quien intente gobernar en Cuba sin fundamentos jurídicos o con artimañas legales le abriría el camino a la contrarrevolución y al imperialismo. Esto, desde luego, no ocurrirá entre otras razones porque hemos educado a generaciones de cubanos en el respeto a la juridicidad y el socialismo está ensamblado en la más rigurosa cultura moral y de derecho de la nación cubana.
En la articulación, de manera creadora, de la cultura, que tiene en la justicia su categoría principal, con la política culta, que toma muy en cuenta la tradición intelectual de la nación cubana con su aspiración a una cultura general integral, está la clave para alcanzar la invulnerabilidad ideológica a que aspiramos.
En Cuba esa articulación se fundamenta en sólidos principios éticos que nos vienen de una larga tradición y que podemos resumir en aquella frase memorable del fundador de la escuela cubana José de la Luz y Caballero: “Antes quisiera yo ver desplomadas, no digo las instituciones de los hombres, sino las estrellas todas del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral”.
He ahí una de las claves para abordar el tema del nuevo pensamiento filosófico que requiere el siglo XXI y que debe servir de punto de partida para alcanzar ese mundo mejor al que aspiran millones de seres humanos en todo el planeta.
Para ello debemos desterrar definitivamente los ismos que debilitan la actividad creadora del hombre y apoyarnos en el método electivo de la tradición filosófica cubana del siglo XIX, que se sintetiza en aquella fórmula del propio Luz y Caballero: Todos los métodos y ningún método, he ahí el método. Consideremos a los sabios, llámense Einstein, Newton, Marx, Aristóteles, etc., o llámese también Che Guevara, no como dioses que todo lo resolvieron adecuadamente sino como gigantes, que descubrieron verdades esenciales que son puntos de partida para descubrir otras verdades que ellos, en su tiempo, no podían encontrar. Esto es, afirmarse en el pensamiento del Che Guevara, de Marx, Engels, Lenin, Martí y de todos los grandes pensadores de la historia universal.
Hoy no hay tarea más apremiante que asumir la defensa de la ética y el derecho. Partiendo de las realidades del mundo de hoy, Fidel Castro planteó con insistencia los peligros que gravitan sobre la existencia de la especie humana. El imperialismo hegemónico está empeñado en conducirnos hacia una guerra de incalculables consecuencias para hacer prevalecer su política de saqueo a escala planetaria. Hay que continuar uniendo voluntades para hacer frente a esa política brutal y bárbara.
Reitero la idea de la necesidad de articular, con la pericia y sensibilidad de orfebres, la cultura y la política concebida por Martí como un arte.
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