Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
El primer monumento que se erigió a la memoria de José Martí fue iniciativa de Máximo Gómez en plena guerra por la independencia. Era el 9 de agosto de 1896 y el General en Jefe del Ejército Libertador, al frente de más de 300 mambises, entre los que figuraban el mayor general Calixto García y otros altos oficiales insurrectos, volvió por segunda vez al lugar donde 15 meses antes había ocurrido la muerte del Apóstol y dejó el vestigio de la visita.
El sitio estaba perfectamente identificado. El campesino José Rosalía Pacheco, vecino de la finca Dos Ríos y que había departido con Martí poco antes de su muerte, buscó, en compañía de su hijo Antonio en el campo de batalla, el pedazo de terreno donde quedó tendido el cuerpo del Héroe y al encontrarlo, por la sangre coagulada sobre la tierra, lo marcó con un palo de corazón.
Pocos meses después, exactamente el 10 de octubre de 1895, Enrique Loynaz del Castillo visitaba la zona. Llevaba una encomienda del Marqués de Santa Lucía, Presidente de la República en Armas: determinar de la manera más exacta posible el lugar del suceso con el objeto de levantar allí algún día el monumento merecido. Tanto el Marqués como Loynaz desconocían, al parecer, el gesto de José Rosalía y sería el mismo campesino quien llevase al enviado del Gobierno al lugar identificado. «Aquí —dijo a Loynaz—, aquí mismo recogí la sangre de Martí. Vea todavía la huella del cuchillo por donde arranqué a la tierra el charco de sangre coagulada para guardarla en un pomo». El hijo de José Rosalía diría muchos años después: «Debió borbollarle mucha sangre porque había un reguero grande en la tierra».
Loynaz, emocionado, besó aquel pedazo de suelo que el campesino le mostraba, levantó un acta que daba cuenta del cumplimiento de su misión y la introdujo en una botella. La enterraría debajo de la cruz de madera que José Rosalía preparó y clavaría en el lugar.
El Cauto y el Contramaestre confluyen en Dos Ríos, a tres kilómetros al norte noroeste de Palma Soriano. En camino hacia ese sitio, aquel 9 de agosto de 1896, Máximo Gómez dispuso que cada uno de sus hombres, desde los soldados hasta los oficiales, recogiese una piedra del río. Enseguida la tropa se puso en marcha, en silencio. Solo Gómez hablaba. El lugar, al fin, apareció ante sus ojos cubierto por la hierba de guinea. Ordenó su limpieza y, una vez desbrozado, el Generalísimo primero y Calixto después dejaron caer en el punto de la tragedia las piedras que portaban. A continuación lo hicieron los jefes superiores, seguidos por sus subalternos hasta el último soldado.
Se levantó así una pirámide rústica, con la cruz de madera al frente, «de cara al sol», como Máximo Gómez recordó allí oportunamente que Martí quería morir. Evocó el Jefe del Ejército Libertador el combate de Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895, la situación comprometida, la noticia inesperada de la desaparición de Martí, la incertidumbre acerca de su muerte, la imposibilidad del rescate… Algo dejó muy claro el General en Jefe: el Delegado del Partido Revolucionario Cubano fue a la muerte «con toda la energía y el valor de un hombre de voluntad y entereza indomables». Dejó sentado un compromiso: «Todo cubano que ame a su patria y sepa respetar la memoria de Martí, debe dejar siempre que por aquí pase una piedra en este monumento».
Así se hizo hasta el final de la Guerra de Independencia, en 1898. «Muchos fueron los que pasaron por el lugar y dejaron allí su piedra como testimonio de homenaje y tributo», escriben Omar López y Aida Morales en su libro Piedras imperecederas; La ruta funeraria de José Martí (1999).
La meta y el camino
Especialistas militares coinciden en afirmar que la acción de Dos Ríos, si bien cobró significación por la muerte de Martí, no tuvo gran importancia desde el punto de vista estrictamente militar. Las circunstancias en que tuvo lugar el combate han sido objeto de variadas versiones que difieren en determinados detalles, pero en general coinciden en los aspectos esenciales y, sobre todo, en la forma en que aconteció la muerte del Apóstol.
El historiador Rolando Rodríguez que, en archivos militares madrileños, descubrió y estudió con respecto a este tema documentos que «resultan tesoros para la historia de Cuba», afirma en su libro Dos Ríos; a caballo y con el sol en la frente (2002) que desde los días del suceso «elaboradores de fantasía y ficciones de género diverso, han pretendido, contra toda evidencia histórica, retorcer hechos, aferrarse a relatos inexactos o documentos repletos de lagunas y, sin contrastación adecuada o haciéndolo de manera forzada, han presentado una versión particular y totalmente errónea de los acontecimientos».
¿Buscó Martí la muerte de manera voluntaria en Dos Ríos? ¿Fue sorprendido por el enemigo en el momento en que marchaba hacia la costa a fin de salir de la Isla? ¿Se le hicieron insostenibles las desavenencias con los jefes militares de la guerra? ¿Fue la fogosidad de su caballo Baconao lo que lo hizo meterse sin querer en las líneas españolas?
El subteniente Ángel Guerra, que acompañaba a Martí en el momento de la tragedia, contó a su esposa una versión de aquel suceso que fue repetida por su hijo. Luego de cruzar el Contramaestre, junto a Gómez, una hondonada desvió los caballos de Martí y el suyo y los obligó a moverse en una línea diagonal con respecto a las fuerzas que mandaba el General en Jefe hasta que se encontraron con la avanzada enemiga. Pero este relato, precisa Rolando Rodríguez, tiene tales imprecisiones que no permiten asumirlo al pie de la letra.
Otra versión poco fiable coloca a Martí sumado a un destacamento mambí, con el que se encuentra accidentalmente, que machetea a una avanzada española y persigue a los sobrevivientes hasta la casa de José Rosalía, donde buscan refugio. Allí, la esposa del campesino, escondida con sus hijos debajo de una cama, escucha al Apóstol conminar a Guerra a marchar adelante, solos. Fue así que tropezó con la tropa enemiga que lo aniquiló. Si tal cosa hubiera ocurrido, alguno de los componentes de ese destacamento se hubiera constituido en testimoniante de los hechos. Nadie lo hizo. Ninguno de los protagonistas principales de la acción de Dos Ríos aludió siquiera a ese pasaje.
Numerosos testimonios avalan la condición briosa e incontrolable del caballo. Padecía del mal de asustarse y desbocarse. Pero Martí, dice Rodríguez, si bien no era un jinete consumado tampoco era inexperto. Por cierto, en la acción, Baconao fue alcanzado por una bala que le penetró por el vientre y salió por una de las ancas. Sobrevivió a la herida y Gómez ordenó que lo soltaran en la finca Sabanilla con la indicación expresa, como respeto a Martí, de que nadie más lo montara.
Martí en ese momento marchaba por el centro de la provincia, lejos de la costa, de manera que no era su intención, al menos inmediata, la de salir de Cuba. Cinco días antes anotaba en su diario que meditaba sobre la conducta que debía adoptar: si permanecía en la manigua o salía al exterior, como lo querían Gómez y Maceo. Hablar de suicidio por otra parte, afirma Rodríguez, solo evidencia desconocimiento de su carácter, sin contar que de marchar al sacrificio no hubiese invitado a su joven ayudante a acompañarlo. Para un hombre de su ética hubiera sido injusto arriesgar una vida ajena en un destino que era el suyo.
«Se desconocería u olvidaría que Martí era un político depurado que sabía de litigios, ataques injustos y hasta de humillaciones, sin que lo condujeran nunca a depresiones por la sencilla razón de que no podía permitírselas», puntualiza el autor de Dos Ríos: a caballo y con el sol en la frente. Él estaba preparado para apurar acíbar, hiel. Cómo no recordar estas palabras suyas, todavía frescas cuando cayó: «No habrá dolor, humillación, mortificación, contrariedad, crueldad, que yo no acepte en servicio de mi patria». Por el contrario, a encrespadas tormentas, borrascas temibles y cielos encapotados, siempre respondió de manera altiva, firme, valerosa. De hecho, nunca se vio flaquear a su membruda voluntad y, en todo momento, se sobrepuso al peor contratiempo. Porque fue siempre un luchador que se enfrentó, sin lirismo alguno, con temple y nervio, a la adversidad y cuando se impuso la tarea de independizar a Cuba, sabía que su ruta se repletaría de más zarzas que de flores. Para aquel hombre, la meta resultaba más importante que el camino».
Hágase usted atrás, Martí
El 19 de mayo de 1895, al regresar al campamento de Vuelta Grande, de donde salió el 17 para hostilizar, con unos 30 hombres, el convoy que conducía el coronel Ximénez de Sandoval, Máximo Gómez encontró que el mayor general Bartolomé Masó, al frente de una partida de 300 hombres, acompaña a Martí. Revistan las tropas los tres generales y las arengan Gómez y Masó. Toca después el turno a Martí. Por Cuba estoy dispuesto a dejarme clavar en la cruz, les dice y los combatientes, quizá sin comprender del todo sus palabras, lo aclaman. ¡Viva el Presidente!, gritan.
Almuerzan. Los ordenanzas tienden las hamacas de los jefes para la siesta, y Martí, se dice aunque parece poco probable, trabaja en la redacción de lo que sería la Constitución de la República en Armas. De pronto un teniente, que penetra en el campamento a todo correr, da la noticia: se escuchan disparos en dirección a Dos Ríos. El General en Jefe ordena montar a caballo. El Delegado no permanecerá en el campamento, como aseguran algunas versiones.
Gómez quiere entablar combate en un sitio alejado de Dos Ríos, donde se le facilite maniobrar a la caballería. No lo logra y tiene que emprender la acción en ese lugar, a unos cuatro kilómetros de Vega Grande. Vadean los insurrectos el Contramaestre y ya en la sabana una avanzada española trata de detenerlos. Los mambises la aniquilan, pero la columna de Ximénez de Sandoval, formada en cuadro, rompe el fuego contra los cubanos. El General en Jefe trata de proteger al Delegado. Le ordena: «Hágase usted atrás, Martí, no es ahora este su puesto».
Detiene Martí un tanto su caballo y Gómez lo pierde de vista, concentrada su atención en el enemigo. Es probable, dice Rodríguez, que Martí merodeara por el terreno tratando de aproximarse al escenario inmediato de la lucha hasta que en compañía de De la Guardia se lanza al galope contra las líneas españolas hasta colocarse a unos 50 metros a la derecha y delante del General en Jefe, donde ambos jinetes se convierten en blanco perfecto de la avanzada contraria, oculta entre la hierba. Pasan el Delegado y su acompañante entre un dagame seco y un fustete caído y las balas se ceban en el cuerpo del Apóstol, que se desploma.
¿Está todavía vivo? ¿Es cierto que un práctico cubano, El Mulato Oliva, lo remata con su tercerola?
Martí es impactado por tres disparos. Una bala le penetró por el pecho, al nivel del puño del esternón, que quedó fracturado; otra, que le entró por el cuello, le destrozó, en su trayectoria de salida, el lado izquierdo del labio superior, y otra más lo alcanzó en un muslo. Su acompañante, el subteniente Ángel de la Guardia, que queda atrapado bajo su caballo herido, pudo librarse del peso de la bestia y atrincherarse detrás del fustete caído para batirse desde esa posición con el adversario, escondido en el yerbazal, pero no consigue rescatar el cuerpo del Delegado del Partido Revolucionario Cubano. Con el paso lento que le permite su caballo herido retorna De la Guardia a los suyos y casi al mismo tiempo vuelve, tinto en sangre, Baconao, el caballo del Apóstol. «El Generalísimo» Máximo Gómez, desesperado por la infausta noticia, se lanza, prácticamente solo, al lugar del suceso a fin de recobrar a Martí, vivo o muerto. Tanto se arriesga el Jefe del Ejército Libertador que en un informe inicial sobre el combate el coronel Ximénez de Sandoval, jefe de la columna española, reporta su nombre entre las bajas contrarias.
Diría Máximo Gómez a Tomás Estrada Palma: «Cuando me pude apercibir de su caída, lo más que podía hacer lo hice, lanzarme solo a ver si recogía su cadáver. No me fue posible, y puedo asegurar a Ud. que jamás me he visto en tanto peligro. La noticia de fuente española de que yo estaba herido, no dejaba de tener su fundamento».
Una barrera de fuego impide a Gómez llegar hasta el cuerpo de Martí. Lo hallan los españoles y el cubano Antonio Oliva, un práctico conocido por el sobrenombre del Mulato, alardea de haberlo rematado con su tercerola. Alardearía también de haberle hecho fuego desde el yerbazal. ¿Verdad o mera fanfarronería? Un militar español, Enrique Ubieta, calificó de fantasía el tiro casi a boca tocante de Oliva sobre Martí moribundo. Al historiador cubano Rolando Rodríguez le parece evidente que el Mulato se pavoneaba de lo que no había hecho porque buscaba que el Ejército español lo premiase con una distinción pensionada. Si desde el maniguaso, como decía, disparó sobre el Apóstol, no fue el único en hacerlo, pues se sabe, por el testimonio de Ángel de la Guardia, que ambos combatientes fueron objeto de una descarga cerrada. Por otra parte, colige Rolando Rodríguez, resulta imposible con una tercerola, y aun con un máuser, hacer blanco tres veces en un jinete antes de que caiga del caballo.
De todas formas, Ximénez de Sandoval anotó a Antonio Oliva entre los combatientes distinguidos en la acción de Dos Ríos y se le otorgó la Cruz del Mérito Militar de Cuba, con distintivo rojo. Pero de pensión, nada.
Identificación y despojo
En el momento de su muerte vestía Martí pantalón claro, chaqueta negra, sombrero de castor y borceguíes también negros. Su ropa debe haber llamado la atención del enemigo. Por la documentación que portaba, los españoles sospecharon de inmediato que se hallaban ante el cadáver del «pretendido» Presidente de la República o de la Cámara Insurrecta; el «cabecilla» Martí, y su reloj y su pañuelo llevaban las iniciales JM. El capitán Satué, que lo conoció en Santo Domingo, corroboró la identificación, y un tal Chacón, cubano hecho prisionero horas antes, la confirmó.
Llevaba el Apóstol documentos oficiales y varios papeles de índole personal, como la carta inconclusa a su amigo Manuel Mercado, fechada el día anterior, 18 de mayo. Se sabe, por la carta de Gómez a Ximénez de Sandoval pidiéndole noticias acerca de Martí («Si está en su poder, herido… o si muerto, dónde han quedado depositados sus restos…», le dice en esa), que el Delegado llevaba encima asimismo más de 500 pesos oro americano.
Años después, Ximénez de Sandoval relataría a Gonzalo de Quesada lo que Satué le dijo acerca de las pertenencias de Martí: «Respecto a la sortija de hierro que dice llevaba… debió serle quitada cuando lo despojaron del revólver, reloj, cinto, polainas, zapatos y papeles; puesto que cuando yo encontré su cadáver y lo identifiqué, le mandé a registrar sin apearme del caballo, no encontrándole más que la moneda de cinco duros americana, tres duros en plata, la escarapela, la carta de la hija de Máximo Gómez con la cinta y la carterita de bolsillo».
Nada dice acerca de los 500 pesos. Quizá no supiera nada acerca de estos por haber quedado en otras manos. Tiempo después, sin embargo, expresaría que el dinero ocupado a Martí y también a Chacón se empleó en pagar el aguardiente y los tabacos que en el poblado de Remanganaguas ordenó que se comprara a la tropa.
Parte de ese botín de guerra quedó en poder del coronel español: la cinta azul remitida a Martí por Clemencia Gómez, el cortaplumas y la escarapela, que se dice había pertenecido a Carlos Manuel de Céspedes. Cartas y documentos los cedió a archivos militares, en tanto que el reloj lo obsequió a Marcelo Azcárraga, ministro de Guerra del Gobierno peninsular, y el revólver al capitán general Arsenio Martínez Campos.
Las iniciales JM reiteradas en el reloj y el pañuelo, la documentación ocupada y las aseveraciones de Satué y Chacón sobre la identidad del occiso, convencen a Ximénez de Sandoval de haber asestado un golpe mortal a la revolución naciente. Decide no esperar más y da la orden de retirada. Una hora y media había demorado el combate de Dos Ríos. El Apóstol cayó en la segunda media hora de la acción, después de la una y siempre antes de la una y treinta de la tarde, que es cuando el Generalísimo recibe la noticia apabullante.
Rumbo a Remanganaguas
Por un momento Gómez llega a pensar que el Delegado no está herido ni muerto, sino solo perdido en el monte. Si ha sido hecho prisionero y va herido o si ya está muerto, cree que podrá recobrarlo durante el contraataque que espera. Pero el contraataque no se produce y la exploración mambisa detecta que el adversario se mueve en retirada. Ximénez de Sandoval marcha hacia Remanganaguas y lleva el cadáver de Martí doblado y atado sobre el caballo del prisionero Chacón. Piensa Gómez interceptar la columna española. Lo pantanoso del suelo, por las lluvias, demora su avance y cuando al fin sale al camino ya los adversarios han pasado. Ordena que unos tiradores los acosen. Pero está decepcionado. Su olfato de viejo guerrero le dice que se trata de un enemigo que ya de seguro no podría derrotar.
Demora más de lo previsto Ximénez de Sandoval en llegar a su destino. Se detiene en la bodega de Modesta Oliva y más adelante, al oscurecer, la lluvia lo obliga a una nueva parada en la finca Demajagual. Hace noche la columna en el mismo camino y el cadáver de Martí, zafadas las ataduras, es dejado caer junto a un jobo. A las 3:30 de la mañana los españoles se ponen otra vez en marcha. Llegarán a Remanganaguas a las ocho de la mañana y desde allí el coronel envía un telegrama a sus superiores para dar cuenta del combate.
Es en esa localidad donde los restos del Apóstol son inhumados por primera vez. En la tierra viva y casi desnudo, cubierto solo con los pantalones. Encima de su cadáver colocan los restos de un soldado o sargento español muerto también en Dos Ríos. Son las tres de la tarde del 20 de mayo.
El Generalísimo, aunque decepcionado, no se da por vencido. Llega a la bodega de Modesta Oliva; la mujer le dice que Martí está muerto y le entrega un papel que dejó el jefe español en el establecimiento. Los nombres de Martí y de Ximénez de Sandoval aparecían anotados entre símbolos masónicos —ambos eran masones, en efecto— y se añadía que el Apóstol iba herido. Si se salvaba, sería devuelto a las filas cubanas; si fallecía, tendría un entierro digno. Resulta ingenuo pensar que Gómez creyese ese mensaje luego de que Modesta le aseguró haber visto a Martí muerto. No se ha dilucidado el misterio de ese papel que ciertamente existió, aunque Rolando Rodríguez descarta que procediera de Ximénez de Sandoval. Cree ese historiador que fue una estratagema para que Gómez aflojara o desistiera de la persecución. El médico de la columna española, también masón, se atribuyó después su autoría. Aseguró haber escrito que Martí estaba vivo y si intentaban rescatarlo le darían muerte. Pero Rodríguez tampoco cree que fuera eso lo que decía el papel.
Es entonces que el General en Jefe del Ejército Libertador escribe al jefe enemigo la carta ya aludida en la que interesa conocer el destino del Delegado. La envía con su ayudante Ramón Garriga y advierte a Ximénez de Sandoval que si ese combatiente «no vuelve a incorporarse porque usted se lo impida, cualquiera que sea la forma que para ello está usted en libertad de emplear, así sea la muerte misma, al joven oficial le importará poco eso y a los que quedemos en pie no hará mella ninguna en el espíritu que nos anima».
La última oportunidad
Hay júbilo en la parte española por la muerte del Delegado del Partido Revolucionario Cubano. Vuelan los mensajes de un lado a otro. «Muerto el titulado Presidente José Martí», anuncian. En Madrid, a la salida de un consejo de ministros, los titulares de Guerra y Ultramar aseguran en triunfo a los periodistas que «con la muerte del cabecilla Martí, que era el alma de la insurrección, ha de ser fácil a nuestras tropas batir y disolver las partidas, en las cuales reina ya el desaliento y la desmoralización». El Gobierno y la reina regente envían un telegrama al capitán general Martínez Campos: felicitan al ejército de operaciones en Cuba y al coronel Sandoval por el victorioso combate. Los periódicos, en sus ediciones habituales y en suplementos extraordinarios, divulgan la noticia.
Pero España quiere asegurarse de que el muerto es ciertamente el Presidente de la Cámara Insurrecta. Sabe que tal noticia será muy discutida en el exterior y urge eliminar toda duda. Por eso el general Salcedo, jefe militar de la plaza de Santiago y de toda la provincia, ordena a Ximénez de Sandoval que se remita a dicha ciudad el cadáver de Martí, embalsamado, lo que ha de ser «de gran efecto moral y ha de contribuir a la resonancia del gran servicio prestado por usted y su columna». Asegura asimismo que en Santiago, Martí sería enterrado «con el respeto que merece todo muerto».
En su camino entre Palma Soriano y San Luis, Sandoval se topa con el médico cubano Pablo Valencia, que lleva la encomienda de Salcedo de comprobar la identidad de los restos de Martí y embalsamarlos. Ya en Remanganaguas, Valencia no puede acometer su tarea de inmediato porque le exigen una autorización de Sandoval. Manda el médico a su ayudante a San Luis, obtiene la autorización solicitada y el 23 emprende el camino de regreso con el papel oculto en un zapato. Va asustado el sujeto pese a sus precauciones, porque la bestia que monta pertenece al Ejército español y, por la marca del hierro y la cola cortada, los insurrectos se percatarán de ello si lo sorprenden en el camino. Lo detiene en efecto una tropa mambisa que reconoce el caballo. Se lo cambian por un arrenquín y lo dejan seguir porque, total, no es más que el criado de un médico.
No pudo saber aquella tropa que dejaba escapar la oportunidad de rescatar los restos del Apóstol.
Con el regreso de su ayudante, ya con el permiso del coronel Ximénez de Sandoval para desenterrar el cadáver, comenzó el doctor Pablo de Valencia la exhumación de los restos del Apóstol. Antes se había confiado a un carpintero de la zona la confección del ataúd —costó ocho pesos— donde se depositarían los despojos para su traslado a Santiago de Cuba. Eran las 5:30 de la tarde del 23 de mayo cuando el médico cubano comenzó su tarea. El cuerpo de Martí, que había muerto el 19 a mediodía, se hallaba en estado avanzado de descomposición, lo que impediría un embalsamamiento completo.
Procedió Valencia a la identificación del cadáver. El examen físico debía concordar con los datos suministrados por personas que lo conocieron y que afirmaban se trataba de un hombre de unos 48 años de edad, de constitución y estatura regulares y que, aunque delgado, se hallaba bien conformado. Tenía el cabello, muy rizado, de color castaño oscuro, con una incipiente calvicie en la coronilla y entradas muy pronunciadas en las sienes que ponían de manifiesto una frente ancha y despejada. Lucía Martí, según la descripción suministrada al doctor Valencia, cejas del mismo color que el del pelo, bigote fino y no muy poblado, nariz aguileña, labios gruesos, orejas pequeñas y ojos claros y azulados.
Confirma Valencia en su informe muchos de esos detalles. Escribe que la dentadura del cadáver que examina «está conforme con los datos ya mencionados, así como también todos los relativos a la cabeza y cara». Era bueno, en su opinión, el estado de la dentadura, a la que faltaba, sin embargo, el segundo incisivo de la mandíbula superior. Repite lo del bigote fino y poco poblado y dice que el cuerpo presentaba en la pierna derecha señales de haber llevado grillos pues se advertía en ella una depresión de la piel. Otro dato queda asentado en la certificación médica: al occiso le faltaba un testículo.
Llaman la atención, por lo contradictorias, algunas de las descripciones anotadas por Valencia en su informe. El dentista de Martí diría años después que al Apóstol le faltaba el incisivo central superior izquierdo y que el lateral del mismo lado se hallaba en tal estado que hubo que desvitalizarlo y trabajarle la raíz a fin de insertarle un diente artificial sobre la espiga. Pero esa inserción no llegó a practicarse. Sobrevino en esos días el desastre del Plan de Fernandina y Martí se negó a que el especialista continuara el procedimiento. Le dijo: «Deje usted eso, qué importa un diente cuando se trata de dar la libertad a mi Cuba». No me permitió terminar la operación haciéndole la obturación provisional de la raíz, recordaba el dentista, que precisó además que los dos laterales superiores del Apóstol eran dientes muertos.
Lo mismo sucede con lo de los ojos claros y azulados, pues numerosos testimonios desmienten ese aserto. Los tenía, según unos, negros. Otros aseguran que eran de color pardo oscuro o, simplemente, pardos, en tanto que no falta quien los describiese como castaños. Despierta también duda lo del bigote «fino y poco poblado», aunque es probable que, con la intención de eludir al espionaje español, se lo afeitase junto con la mosca, en los días inmediatos a su llegada a la Isla. En su último Diario anotaría dos visitas al barbero en el transcurso de tres días.
Siempre que en Cuba se publicó el informe de la necropsia practicada por Valencia se omitieron algunos detalles, quizá por considerarlos impúdicos o irreverentes. Fue el historiador Rolando Rodríguez, que encontró el documento original en un archivo español, el único que lo reprodujo tal cual. Martí padeció de un sarcocele, tumor sólido del testículo, a consecuencia de un golpe de la cadena del grillete. Por ese motivo fue intervenido quirúrgicamente en dos ocasiones y una tercera operación se le practicó en España, sin resultados favorables. Su calvario continuó hasta que en 1876, en México, el doctor Francisco Montes de Oca lo llevó al quirófano por cuarta vez para someterlo a un procedimiento que, diría el propio Martí, «notables médicos de España no se decidieron a hacer, y que el doctor mexicano llevó a cabo con precisión sorprendente, tacto sumo y éxito feliz».
Procedió Valencia al embalsamamiento. Extrajo las vísceras del cadáver y rellenó las cavidades con algodón desinfectado. Aplicó inyecciones de una solución de bicloruro y luego, con una solución de alumbre y ácido salicílico preparada en agua hirviendo dio al cuerpo una especie de barniz. Pasaban de las siete de la tarde cuando el médico dio por finalizado su trabajo. Aproximadamente a la misma hora entraba en Remanganaguas una columna conformada por algo más de 600 hombres que garantizaría el traslado del ataúd hasta Santiago.
En su viaje hacia Remanganaguas, esa columna había sido atacada en tres ocasiones por una tropa al mando del general Quintín Bandera, y el jefe español, el teniente coronel Michelena, comprendió que los mambises persistirían en su asedio cuando, con el ataúd a cuestas, emprendiera el camino a San Luis. Así fue. Quintín trataría a toda costa de rescatar el cadáver, pero se impuso la superioridad española y la columna logró entrar en Palma Soriano, donde hizo noche, para ponerse nuevamente en marcha al amanecer. De nuevo la ataca Quintín Bandera, que había salido temprano a esperarla.
Escribe Rolando Rodríguez en su libro Dos Ríos; a caballo y con el sol en la frente, que venimos glosando a lo largo de estas páginas: «El general Bandera y sus fuerzas ya habían acometido la columna, cuando la llegada de refuerzos enemigos por la retaguardia, hizo demasiado comprometida la situación. Después de una hora de lucha, el recio general de tres guerras tampoco pudo cumplir el objetivo de rescatar el cuerpo… de aquel hombre al que había conocido menos de dos semanas atrás y al que su admiración inmediata hizo llamarle Apóstol».
No hay duda alguna, es Martí
En un vagón de carga agregado al tren y bajo la protección de 81 soldados españoles, fueron trasladados los restos de Martí desde San Luis a Santiago de Cuba. Los llevaron al cementerio de Santa Ifigenia y fuerzas de un batallón custodiaron la necrópolis a fin de frustrar cualquier acción insurrecta. De inmediato el general Garrich, gobernador militar de la plaza, tomó las medidas para el entierro, previsto para el día 27, a las ocho de la mañana, y dispuso que el coronel Ximénez de Sandoval se hiciera presente en la ceremonia. El capitán español Enrique Ubieta, que se decía amigo de Martí, escribió al alcalde de la ciudad para informarle que los generales Garrich y Salcedo, comandante de la Primera División del Ejército en campaña en la provincia, «procediendo con la nobleza de sentimiento característica de la hidalguía española, habían dispuesto se diese sepultura en un nicho del cementerio católico al cadáver de don José Martí, no viendo en él al insurrecto que había sucumbido peleando contra los defensores de la integridad nacional, sino los despojos de un ser cristiano, a los que debía darse cristiana sepultura».
Añadía Ubieta que si el Ayuntamiento no estaba dispuesto a eximir de pago los derechos de ocupación del nicho por cinco años, él y los militares mencionados abonarían el dinero requerido para hacerlo. No fue necesario, pues el cabildo de la ciudad acordó concederlo gratis y por el tiempo solicitado.
Los cubanos Antonio Bravo Correoso y Joaquín Castillo Duany pidieron a oficiales españoles amigos que les facilitaran la oportunidad de identificar el cadáver. El capitán Ubieta los acompañó a Santa Ifigenia y allanó el trámite con el oficial español que mandaba el batallón que protegía la necrópolis. Dio su autorización el Comandante sin inconveniente alguno y acompañó al grupo hasta el lugar donde se hallaba el ataúd. En una rústica caja de madera, precintada por tiras de lata, se encontraba el cadáver del más grande de todos los cubanos. Ubieta llamó a un soldado de la custodia y le pidió que levantase la tapa. Descansaba de espaldas, con la boca abierta y el pelo peinado hacia atrás, descompuesto pese al embalsamamiento. El pantalón desabotonado dejaba al descubierto el abdomen. Castillo Duany dijo a los presentes: «No hay duda alguna, es Martí». Otros cubanos reconocieron también los restos y un fotógrafo, Higinio Martínez, dejó constancia gráfica del cuerpo asolado por la muerte. El cadáver, en la fotografía, no parece estar dentro de un ataúd.
Llegó la hora del entierro. El coronel Ximénez de Sandoval preguntó en dos ocasiones si había entre los presentes algún amigo, pariente o conocido de Martí que quisiese despedir el duelo. Como nadie aceptó la encomienda, el militar español asumió la tarea. Fue breve. Suplicó a los presentes que no viesen en Martí al enemigo, sino el cadáver «del hombre que las luchas de la política colocaron ante los soldados españoles».
Mucho se ha especulado sobre las palabras del militar español aquella mañana en Santa Ifigenia. Contrastan con la comunicación que después del entierro de Martí en Remanganaguas cursó al general Azcárraga, en la que se felicitaba porque «gracias a la protección de Dios» sus tropas dieron muerte en Dos Ríos «al agitador y propagandista incansable don José Martí». En opinión de Rolando Rodríguez, su condición de masón —y Martí también lo era— debe haber influido en su actitud. Muy respetuoso se mostró asimismo en la carta que en 1911 dirigió a Enrique Ubieta: «La acción de Dos Ríos es un hecho de mi historia militar, en la que halló muerte gloriosa aquel genio… Su arrojo y valentía, así como el entusiasmo de sus ideales, le colocaron frente a mis soldados y más cerca de las bayonetas de lo que su elevada jerarquía correspondiera; pues no debió nunca exponerse a perder la vida de aquel modo, por su representación en la causa cubana, por los que de él dependían y por la significación y alto puesto que ocupaba como primer magistrado de un pueblo que luchaba por su independencia».
Destinos
Los restos de José Martí se mantuvieron en el nicho 134 de la galería sur de la necrópolis santiaguera hasta 1907, cuando fueron trasladados a un pequeño templete de estilo jónico, erigido en el mismo lugar que ocupara el nicho. A mediados de 1951 quedó inaugurado en el mismo cementerio el mausoleo que desde entonces guarda sus restos.
Numerosas cruces y condecoraciones repartió el Gobierno español entre los soldados y oficiales que participaron en la acción de Dos Ríos. Al coronel Sandoval solo le tocó la cruz de María Cristina de tercera clase. Ascendería con el tiempo a General de División y justo es decir que declinó el marquesado de Dos Ríos porque, dijo, «lo de Dos Ríos no fue una victoria; allí murió el genio más grande que ha nacido en América». Falleció en 1924.
El general Salcedo pensó que en razón de la muerte del Apóstol merecía el ascenso a teniente general. Martínez Campos se lo negó y se salió del Ejército.
Se desconocen los detalles del final de Antonio Oliva, el cubano que alardeó de haber rematado a Martí. Unos dicen que lo machetearon en un café de San Luis o en una cantina de Palmarito. Sus familiares insistieron en que salió de la Isla, con destino a España.
En cuanto al hecho mismo de la muerte de Martí quedan todavía momentos sin respuesta. Pero en opinión de Rolando Rodríguez, los lados oscuros de aquellas horas son mucho menos de lo que algunos quieren todavía hacer ver.
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