Aquí eventuales remite a la acepción, secundaria pero más bien dominante, que en Cuba y en otros países de nuestra América —y tal vez en camino de extenderse o ya extendida más allá—, tiene el vocablo evento, no la que da nombre a lo que ocurre de manera más o menos casual o no programable, sino esta, según la Academia Española de la Lengua: “Suceso importante y programado, de índole social, académica, artística o deportiva”.
Puesto que va siendo característico, por lo menos, de una nación, ese uso se ubica en la zona de atención de estas notas, que refieren expresiones conductuales apreciadas por el autor en —dicho a la cubana— eventos de relevancia y alcance diversos, y en hechos concretos vinculados de algún modo con ellos. Tanto como la educación ha de abonar los elementos deseables que nutren la identidad de un pueblo, debe encarar los repudiables.
Para ser plenamente bien educado se deben conquistar, y llevarlas de manera natural, virtudes fundamentales. Una de ellas radica en la puntualidad. Es lamentable cargar con la fama de impuntuales y, encima de eso, ostentarla como si fuera un blasón simpático. Quien haya participado en foros nacionales de diversa índole, salvo quizás cuando se trata de los más altos jerárquicamente en la vida del país, habrá visto —y sufrido si valora el uso racional del tiempo— cuán inútil acaba siendo el esfuerzo hecho para establecer los horarios convenientes.
No pocas veces los mismos organizadores violan el programa, o propician que sea violado. Un invitado especial, capaz de suscitar atención o curiosidad, o a quien resulte justo y hasta elegante reservarle espacios protocolares, puede bastar para que lo programado se sustituya por diálogos con él —o ella—, al margen del auditorio convocado. Se charlará sobre asuntos que, en muchos casos, luego se tratan masivamente, pero ya de manera atropellada o sin el esperado concierto, dado el escaso tiempo que finalmente queda para hacerlo. Si es de veras necesario tener algún diálogo en un ambiente de cierta privacidad, ¿por qué no se hace en otro horario, sin ocasionar pérdida de tiempo al auditorio?
Hasta parece que incumplir el horario es, de hecho, una expresión de autoridad para manejar el tiempo ajeno, aunque se pague con perjuicio colectivo. A ello se suma otro hecho que abona la mala educación, a menudo por parte de las mismas personas que, haciendo uso de sus prerrogativas, contribuyen a quebrantar el programa: deben abordar asuntos de tanta importancia que es frecuente verlos conversar entre ellos mientras conferenciantes, ponentes o panelistas intentan cumplir la tarea que les corresponde. Otro tanto puede ocurrir mientras se consuma una actuación artística.
El palique se da igualmente dentro del auditorio, ya se esté en un foro que abarque a varias instituciones o en la asamblea de una organización particular dentro de un centro de trabajo. Por semejante camino podría volverse “aconsejable” habilitar locales para que conversen libremente quienes decidan no atender el desarrollo de la reunión. Así por lo menos el considerar que han asistido de veras a ella —por lo que hasta diplomas pueden recibir, o al menos ahorrarse críticas, amonestaciones— se haría sin afectar a quienes se afanan en atender lo tratado. No pocas veces a quienes reprueban la falta se les responde: “Es que somos cubanos”, y así supuestamente se zanja toda discusión posible.
No se han mencionado aún aquí otros morbos de la época: entre ellos el uso impertinente del teléfono celular. Hay quienes ni lo apagan ni lo ponen en modo de silencio, y propician el bullicio de las alarmas telefónicas. Alguien ha comentado que algunas de esas alarmas justificarían que los dueños de los respectivos teléfonos se remitieran a sicólogos que les valoren su gusto por hacerse notar, cuando no, o sobre todo, a cursos pro buena educación. El comentario será discutible, o aceptable; pero hay hasta quienes atienden llamadas o las hacen, sin levantarse de sus asientos, aun en medio de un concierto o una función teatral. Así que el asunto llega a lo dramático.
Si los denominados eventos sirvieran solamente para fomentar la buena educación, ya por ello merecerían celebrarse. Si no sirven para eso, su función está llamada a la insuficiencia, o al fracaso. ¿A qué llegarán si no cuentan con la atención respetuosa y concentrada necesaria para asimilar lo tratado, siquiera sea para contradecirlo lúcidamente, que acaso sea también una buena manera de aprovecharlo? Considérense asimismo el dinero y los esfuerzos que puede costar un foro, aunque sea modesto.
No se le ocurre al autor suponer que los llamados eventos, por importantes que resulten, bastan para transformar una sociedad y dotarla de valores y conductas apetecibles. Pero pueden contribuir a ese fin. Además, lejos de ser hechos aislados, permiten recordar, por su relación con la sociedad en que se llevan a cabo, algo que José Martí planteó desde su conocimiento del mundo: “Un pueblo es en una cosa como es en todo”.
Aquí no se habla de intenciones —en general, las mejores—, pero en los nexos de los foros con la sociedad se inscriben el estado de la educación y otras expresiones del funcionamiento de un país, como la relativa al burocratismo. Ese lastre puede expresarse no únicamente en lo concerniente en general a la planificación, el financiamiento y la organización de un foro, sino asimismo en detalles “mínimos” como la identificación, en el programa y en otros documentos promocionales, de quienes participan en el encuentro.
Hay una visible tendencia a estimar que a un conferenciante lo acreditan más su ubicación laboral, y de manera particular sus cargos, que el acopio logrado con su obra. Pero esta es a fin de cuentas lo que da base de legitimidad a ubicaciones y nombramientos. A veces para mostrar que tienen sobre sus invitados el conocimiento del que realmente carecen, o con el deseo de no lastimarlos haciéndoles notar que son poco conocidos, ni tomarse el trabajo de buscar con un mínimo de rigor la información necesaria, empezando por sus nombres, organizadores de foros cometen indelicadezas mayores: les endilgan a sus invitados ubicaciones por las que estos han pasado años o décadas antes.
En ocasiones el “problema” se “resuelve” con comodines como mencionar premios que corren el peligro de pasar de merecido reconocimiento a rótulos burocráticos. En torno a los premios nacionales —de literatura en particular— un colega se ha pronunciado contra la propensión a homogeneizar, mencionando esos lauros, a quienes los tienen. Claro que un premio es un premio y, bien otorgado —no es seguro que siempre ocurra así, ni tratándose del Nobel: el de la Paz, por ejemplo, ha venido perdiendo prestigio crecientemente—, su mera mención puede dar una determinada idea sobre la persona que lo ha recibido.
Nada sustituye en plenitud a la obra concreta que cimienta los méritos de un autor. Eso vale en general para las diversas ocupaciones representadas en un foro o en otro. Y más indelicado que pedirle a un invitado la información que tampoco se busca a pesar de las facilidades que ofrecen las tecnologías informáticas, es atribuirle ubicaciones laborales y jerárquicas caducas, o que nunca tuvo, con lo cual si algo se evidencia es que no se le conoce. El programa de un foro, o el de una función artística, es o debe ser un documento informativo de valor profesional.
Los foros no empiezan ni terminan en sí mismos: son parte de la realidad que los rodea y condiciona. Muchas maneras habrá de comprobarlo, y entre las más eficaces puede estar el trasladarse a un foro determinado, o de un foro a otro, en medios de transporte público. Puede ocurrir, por ejemplo, que, para ir en Cuba a un encuentro que rendirá homenaje a la cultura cubana, sea necesario reclamar que se retire de la pizarra del ómnibus —que transportará a buena parte de los participantes— la bandera estadounidense puesta en él como parte de la proliferación de ese y otros símbolos imperiales.
Conste que se habla de un vehículo de propiedad social: o sea, de todo el pueblo y administrada por el Estado. En la medida en que los derechos y deberes de la sociedad se violan —sea en lo económico, en lo representacional o en lo ético, todo lo cual forma parte de la cultura, y la nutre o la mina—, se genera de hecho un proceso de expropiación contra la sociedad. Que ese proceso no sea eficazmente denunciado en medios de información ni condenado legalmente como debería serlo, no lo hace menos real. Tal vez lo torne más dañino aún, porque lo convierte en hábito, o en hecho tolerado.
Establecimientos gastronómicos y vehículos de transporte público —privados o estatales— actúan cada vez más como medios de difusión de productos artísticos o seudoartísticos. Para solamente hablar de los vehículos, los almendrones de La Habana quizás sumen casi tantos destinatarios de tales productos como una emisora de radio. No hablemos de la agresión acústica en lo tocante a decibeles. Y en cada ómnibus viajan unos cuantas personas que, aun siendo de edades tempranísimas, pueden ser bombardeadas con la peor música y —en ómnibus que tienen reproductores de videos— con películas de violencia a tope, y con videoclips que —se ha dicho— en no pocos casos parecen querer competir en códigos, estilos y perspectivas con los foráneos que promueven modos de vida propios del capitalismo y del éxito que, supuestamente, ese sistema les propicia a todos los seres humanos.
Las cosas se complican porque en dichos videoclips —de realización variopinta— pueden aparecer artistas que gozan de popularidad, calzada a menudo por su presencia en los medios públicos —estatales— de promoción cultural. No por gusto habrá quienes piensen que tampoco en esos medios faltan piezas que, símbolos y recursos más, símbolos y recursos menos, podrían haber sido hechas en cualquier país capitalista.
En el ómnibus en que recientemente este articulista viajó desde Holguín —donde había participado en la celebración que este año la prensa cubana dedicó a José Martí y a Fidel Castro— hasta Sancti Spíritus —donde lo haría en un encuentro dedicado asimismo a ambos héroes, y a la educación universitaria— se pusieron grabaciones de artistas cubanos. En una de ellas la locutora presentó a un reguetonero de nombre terrorífico y lo alabó de manera exultante diciendo: “¡Más yuma que los yumas!”
Sobran ejemplos para que, quienes lo deseen, conozcan las falacias de la propaganda que ensalza al capitalismo, régimen basado en la inequidad social. Pero también se debe contar con los asideros que quienes desean edulcorar tal realidad, o ignorarla —y aceptemos que tal vez también personas desprevenidas—, encuentran en los déficits de la propiedad social mal administrada y defendida. En un panel que en el aludido foro espirituano abordó la identidad cultural y la juventud, el lúcido moderador apuntó que la educación debe cumplir un papel de primer orden en la formación de valores, incluidos los estéticos, para lograr que lo indeseable y burdo, lejos de gustar masivamente, sea rechazado por la mayoría. Pero ese fin, importante sin duda, lo desborda la realidad.
En la cultura —nombre que viene del cultivo del terreno para conseguir, en los suelos correspondientes y con la sabiduría y las prácticas adecuadas desde lo raigal hasta la cosecha— lo deseable no estriba en prohibir. Pero tampoco es fértil la tolerancia extrema, que pudiera venir de complejos de culpa asociables a prácticas prohibitorias de otros tiempos. A la regulación inteligente le está dado también un espacio significativo como importante recurso para la cultura, aunque nada sustituye a la creatividad culta.
La ostensible tendencia migratoria —que sería suicida ignorar— apunta por directo a necesidades culturales básicas. No basta con dejar de considerar política toda la emigración, y calificarla de económica. A la inextricable interrelación entre economía y política se debe añadir la evidencia de que abandonar a Cuba para irse a un país capitalista —no digamos ya al cuartel general del imperio— constituye un tributo factual a ese sistema por parte de quienes deciden ser explotados por él con tal de reunir algunos ahorros.
Para Cuba lograr un desenvolvimiento económico satisfactorio para toda su población no es meta que empieza ni termina en la economía: tiene profundas implicaciones éticas y sociales: culturales. El país y su ciudadanía —no solo la juventud, aunque el empeño tiene en ella un sector primordial— deben prepararse para que sean cada vez menos quienes opten por emigrar. No es solo un fruto artístico dado lo que se debe aspirar a que lo prefiera crecientemente la mayoría: son una nación y su cultura las que merecen esa preferencia. No habrá mejor camino para defender y salvaguardar la identidad cultural de la patria, y para ello se necesita que —eficiencia y productividad mediante— el salario garantice una vida cotidiana amable.
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