Autor: Daniel Salas González, Temas
Buena parte de los estudios históricos y políticos acerca de la Cuba revolucionaria tienden a asumir la figura de Fidel Castro como la piedra angular de los acontecimientos nacionales desde la madrugada del 26 de julio de 1953 hasta, prácticamente, la actualidad. Una amplia bibliografía internacional ha intentado una hermenéutica del «Comandante», considerando que sus ideas e intenciones son la clave para comprender la racionalidad de todo el proyecto revolucionario. Pero es posible que una desmedida atención a la figura de Fidel —por fascinante que sea en sí misma— haya llegado a nublar la comprensión del caso cubano, al exagerar su papel de conductor en la vida nacional.
Dicho corpus bibliográfico incluye los relatos de Carlos Franqui (1985) sobre los primeros años de la Revolución, que nos ofrecen la narrativa de un movimiento popular y democrático traicionado por un Fidel cada vez más dictatorial. Recurriendo al periodismo de investigación, Andrés Oppenheimer (1992), Lee Lockwood (1990), Manuel Vázquez Montalbán (1998) y Ann Louise Bardach (2002) reforzaron la tesis centrada en Castro. Su papel como centro fue subrayado por los críticos más acérrimos, como Carlos Alberto Montaner (1983). Ensayos biográficos más matizados como los de Maurice Halperin (1974), Peter Bourne (1986), Tad Szulc (1986) y Brian Latell (2005), entre otros, abordan la psicología del Comandante y trazan la relación existente entre el hombre y el Estado. A los enfoques analíticos de la cultura política cubana, como los realizados por Jorge I. Domínguez (1978) y Richard Fagen (1969) también les resultó difícil tomar distancia del enfoque centrado en Fidel. Por su parte, influyentes estudios de política e historia explicaron la naturaleza de su gobierno, recurriendo a conceptos de carisma, megalomanía y caudillismo (Theodore Draper, 1969; Irving Louis Horowitz, 1971; 2008; Thomas Hugh, 1971). Como aducía Horowitz, fusionar al líder con el sistema en su conjunto nos daba la presunta ventaja de permitirnos «prestar atención a lo que el líder dice e identificarlo con lo que todo el país aparentemente cree. Ya no hay problemas de pluralización» (1971: 128).
En su título más reciente, Leadership in the Cuban Revolution: The Unseen Story, el historiador británico Antoni Kapcia intenta precisamente desmarcarse de esa tendencia «fidelcéntrica», la «lectura totalitaria de lo que cada vez más se denominaba como “fidelismo” se convirtió en expresión manida durante los siguientes cincuenta años» (Kapcia, 2014: 4). En su lugar, nos presenta una concisa y perspicaz sociología del poder y la lealtad durante la Revolución que, de arrancada, se propone deconstruir la extendida noción del Estado monolítico erigido alrededor de la autoridad del «máximo líder».
El libro muestra un sistema político cubano complejo, abierto a diferentes incidencias del contexto, que evoluciona de acuerdo con factores que desbordan el papel y la voluntad de Fidel. Inicialmente, según Kapcia, ello es resultado de la estructura del núcleo ejecutivo original formado por el propio Fidel Castro, Raúl Castro y Ernesto Guevara, en el que cada cual ejerció el liderazgo sobre esferas de acción parcialmente autónomas. Por supuesto que en el centro mismo de la estructura de poder se encontraba el primero. Su responsabilidad directiva se complementaba con los plenos poderes de Raúl en el ámbito de la defensa, sus vínculos militares con la Unión Soviética y, a la larga, en materia de reformas —primero, al abogar por la apertura a principios del decenio de los 90 y, más recientemente, al dirigir la Actualización del modelo, ya como Jefe de Estado. Por su parte, a Guevara se le dio «carta blanca en la formulación de la política económica, la política exterior y la definición ideológica en los primeros años de la Revolución» (40).
Pero lo más interesante es que Kapcia va más allá de estas tres figuras para prestar atención a una amplia serie de actores y grupos sin los cuales no se pudiera entender los subsiguientes acomodos de fuerzas. En ese sentido, presta atención a las dinámicas y tensiones entre el grupo de veteranos «históricos» de los principales eventos militares de la lucha insurreccional, de militantes del ala urbana del Movimiento 26 de Julio. Alrededor de ese núcleo, el autor sitúa una periferia integrada por luchadores antibatistianos y activistas del llano (rama urbana del movimiento revolucionario encabezado por Fidel), el Directorio Revolucionario, el Partido Socialista Popular, así como algunos radicales independientes. Todos ellos conformaron un grupo que, durante la convulsa década de los 60, sufrieron transformaciones radicales.
Kapcia también presta atención al desarrollo de una variada y no monolítica burocracia que incluía organizaciones de masa, el Partido Comunista y dependencias del gobierno; el sistema cuenta con estructuras que abarcan todo el país, desde las comunidades y puestos de trabajo hasta la cúspide jerárquica. El auge de esta maquinaria nos habla del surgimiento de una articulación hegemónica de la sociedad civil y la sociedad política en sentido gramsciano. Kapcia subraya que las organizaciones políticas y de masas surgieron en la base antes de la consolidación del Estado. De hecho, asumieron las funciones de este, «no solo aprobando muchas de las reformas, sino también movilizando a centenares de miles de personas en la «Revolución» (12) y «ampliando estratos de representación, responsabilidad y autoridad» (15). Al hacer hincapié en la canalización de la participación y el debate, Kapcia no solo resta validez a la tesis del Estado totalitario cubano sino, más importante aún, confirma uno de los criterios teóricos de su libro —que, al igual que en muchos otros países poscoloniales, el sistema cubano puede considerarse una suerte de corporativismo político basado en una singular «cultura de inclusión» y, por ende, de exclusión (183). Más adelante volveré sobre este asunto.
A fin de presentar su narrativa, Kapcia divide la historia de la Revolución de acuerdo a la «amplitud o falta de fluidez de las estructuras del gobierno y del Estado» (64). El período transcurrido entre 1953 y 1958 vio la formación de la vanguardia revolucionaria en medio de la guerra contra la dictadura de Batista. Luego de la victoria, hasta 1962, surgieron tiranteces a partir de la incorporación en una organización unificada de los diferentes grupos que habían contribuido a la Revolución. Sin soluciones definitivas de estos conflictos y sumergidos en azarosos contextos, entre 1963 y 1975 los dirigentes impulsaron la construcción de una esfera política que se asemejaba cada vez más a la arquitectura del bloque socialista. La asimilación más profunda de Cuba como miembro de este, alrededor de 1972, dio paso a un período de estabilidad institucional entre 1975 y 1986. De hecho, este momento de «sistemas, instituciones y burócratas» (132), como lo describe Kapcia, fue el único período en que el sistema cubano mostró un cariz «fuerte, organizado y potencialmente monolítico» (14).
A partir de 1986 se ha producido un «regreso a la fluidez» (153). Al observar la tendencia general existente en esos años, Kapcia apunta al debilitamiento del poder ejercido por los envejecidos miembros históricos del círculo de allegados, cuyos remplazos por activistas de las nuevas generaciones «provocaron una crisis política, el incremento de las ambiciones personales y algunas grietas de envergadura en la antigua solidaridad» (180). Además, la decisión adoptada por Fidel de abogar por un idealista rejuvenecimiento de la Revolución en el segundo milenio —la Batalla de ideas— chocó con su debilitamiento físico y mental, e incluso «cubanos leales comenzaron a temer por la estabilidad y flexibilidad del gobierno» (181). En ese sentido, Kapcia observa que la actitud de Raúl, favorable al cambio, probablemente propició la aparición de cuadros inclinados a la reforma, a partir del decenio de los 90, y resultó fundamental a la hora de persuadir a los demás dirigentes de que una liberalización discreta era la única forma de salvar parte del proyecto revolucionario original (163-4).
Al seguir la trayectoria de importantes actores políticos en los últimos veinticinco años, Kapcia va despiezando las categorías existentes en el círculo de allegados al poder y analiza las funciones de especialistas, tecnócratas, partidarios de mediana edad y políticos más jóvenes. Así vemos que la aparición de reformadores más jóvenes quedó equilibrada por la mayor importancia dada a antiguos participantes de la lucha guerrillera, reconocidos como incondicionales, «de los que cabía esperar que frenaran reformas excesivas [...] o garantizaran a los partidarios de base que las reformas no tirarían también el sofá» (164).
Los dos últimos capítulos pretenden encajar ambas posiciones de la historia cubana dentro de los abarcadores horizontes de las experiencias poscoloniales encaminadas a la construcción de la nación. Kapcia subraya que la cohesión de los dirigentes se ha cimentado en sentidos y expectativas de lealtad al grupo que, de respetarse, les permitían «alejarse, preguntar, dudar y errar (pero jamás oponerse en forma activa) y, sin embargo, ser perdonados y considerados parte del grupo» (182). Por lo general, la lealtad pasaba por encima de criterios de eficacia, conformidad y desacuerdo político, «siempre y cuando “errar” o “estar en desacuerdo” no se considerara o creyera que iba en contra del nuevo sistema y, en buena medida, “quedaba en casa”» (183). Además, para Kapcia, la fascinación con la lealtad refleja y se refiere a la creación histórica de la «cultura de inclusión» y exclusión (183), que ha signado los esfuerzos cubanos encaminados a la construcción de la nación a lo largo de dos siglos.
Con miras a comprender este proceso hegemónico de inventar y hacer valer los límites de un «nosotros» colectivo, Kapcia se remite a la máxima expresada por Fidel en 1961: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada» (Castro Ruz, 1980: 14). De esta asimetría binaria, dentro/contra, se desprende que «solo aquellos que actuaron en contra, de manera abierta e inconfundible no pudieran tener cabida dentro de» la Revolución (190). Para Kapcia, esta es la lógica fundamental de inclusión/exclusión reflejada en la dinámica de los dirigentes en todo el proceso constructivo de la nación.
Luego de analizar la preeminencia de los valores de inclusión, tanto entre los dirigentes como en todo el esfuerzo general encaminado a la construcción de la nación, Kapcia llega a la conclusión de que la Cuba posterior a 1959 no debe entenderse como un ejemplo de gobierno comunista, totalitario o personalista, sino como algo vinculado a un paradigma más abarcador de corporativismo poscolonial. En ese sentido, cita la definición de corporativismo de Phillippe Schmitter:
Un sistema de representación de intereses en el que las unidades constitutivas se organizan en una serie de categorías singulares, obligatorias, no competitivas, ordenadas jerárquicamente y diferenciadas desde el punto de vista funcional, reconocidas o autorizadas (si no han sido creadas) por el estado y concesionarias de un monopolio de representación en el seno de las categorías interesadas a cambio de ejercer ciertos controles en la selección de los líderes y la articulación de demandas y apoyos. (Schmitter, 1979: 13)
Desde esta posición estratégica, la experiencia cubana permite una interesante comparación con otros países del Tercer mundo que también se consideran paradigmas de corporativismo —entre ellos, India, México, Tanzania y muchos otros en los que surgieron sistemas unipartidistas o casi unipartidistas, en respuesta a los desafíos de la Revolución y la construcción de la nación luego del período colonial. Si bien algunos lectores interesados, en particular, en los asuntos cubanos pudieran considerar esta teoría como una especie de apéndice, también ofrece un interesante marco de referencia para meditar sobre el papel desempeñado por la cohesión política en el sistema cubano. Si el sello distintivo del corporativismo es el impulso dirigido a la inclusión, la capacidad del orden político cubano de adaptarse para sobrevivir depende más de salvaguardar la unidad a partir del nacionalismo y la independencia que de mantener un compromiso ideológico distintivo. No obstante, a la luz de la creciente pluralidad que se observa en la sociedad cubana y considerando el anquilosamiento de los canales de participación más oficiales, no queda claro hasta qué punto un Estado corporativista cubano pueda responder a la pluralización de identidades colectivas en la sociedad.
Al articular la narrativa general, la obra de Kapcia resulta minuciosa y esclarecedora. El autor utiliza algunas de las fuentes secundarias más pertinentes, y complementa la información con las entrevistas que realizara, aunque los detalles de estas últimas no siempre aparezcan en el libro. Por ejemplo, a pesar de la matizada interpretación de los cambios ocurridos en los círculos de poder a partir de 1986, el autor no presta suficiente atención a la creciente escasez de líderes en esta etapa. Su análisis de las vicisitudes experimentadas por los integrantes de los círculos de poder permite una comprensión parcial de esta cuestión, pero no aborda por qué la cosecha de nuevos líderes con una base de apoyo real entre la gente, se vuelve tan escasa. En ese sentido, sería menester tomar en consideración factores tales como el cansancio de las organizaciones políticas y de masa, la apatía política, la aridez de los medios de comunicación oficiales, el flujo de fondos del extranjero dirigidos a captar a la oposición organizada, así como la suspicacia ante todo lo que huela a disidencia.
Por otra parte, la decisión de apoyarse en criterios referidos a la renovación de las estructuras produce algunos resultados inesperados, como por ejemplo comprender la Batalla de ideas como parte de la misma fluidez, que prosigue con el mandato de Raúl a partir de 2006. Estos son períodos articulados alrededor de cambios sustanciales en el núcleo de dirigentes y las esferas más periféricas del poder, marcados por diferentes estilos de dirección y promoción de cuadros que merecen ser atendidos por separado.
Una última consideración es que a pesar de usar la categoría de liderazgo, Kapcia no presta suficiente atención a la dimensión de legitimidad. El resultado es que a menudo parece que solo se refiere al ejercicio del poder. En los casos de Fidel y Raúl Castro, así como los de algunos otros personajes históricos, hasta cierto punto esa limitación no compromete la validez del razonamiento. Sin embargo, en la medida en que el «cheque en blanco» de legitimidad termina con ellos hay que tener en cuenta que futuros análisis sobre la dirigencia en Cuba deben atender con especial cuidado a las menos evidentes mecánicas del consentimiento que posibilitan el ejercicio de los grandes liderazgos.
Así que ahora que Cuba se halla de nuevo en primer plano luego del inicio de las negociaciones con los Estados Unidos y del fallecimiento de Fidel Castro el 25 de noviembre de 2016, los lectores pueden preguntarse qué nos revela este libro sobre los posibles caminos que tenemos por delante. Por tratarse de un historiador serio, Kapcia se muestra cauteloso al analizar los acontecimientos recientes y rehúye aventurarse en el campo de la futurología. No obstante, el libro recurre a la tesis de que, luego de consolidar su gabinete, Raúl ha estado dirigiendo con firmeza la modernización del modelo. El equipo que este conformara para la reforma ha mantenido una imagen pública unida alrededor del Presidente, quien, por otra parte, ha rechazado de manera categórica la privatización general del país. Como señala Kapcia, esto «sugiere que él nunca ha tratado de que haya una Cuba capitalista» (39). Sin embargo, el ciclo de Raúl está llegando a su fin, justo cuando la posible normalización de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos provocaría un cambio epistemológico en la praxis y comprensión de la política cubana. El que los dirigentes cubanos logren establecer un nuevo equilibrio luego del deceso de los líderes históricos sigue siendo una interrogante fundamental. Los estudios académicos han prestado escasa atención a la dinámica de los soldados rasos que pudieran ser la continuidad del orden revolucionario.
Como sea, Leadership in the Cuban Revolution... se suma de manera vigorosa y oportuna a la literatura sobre Cuba, que abre a debate un cúmulo de cuestiones y procesos. Los lectores que estén familiarizados con el tema podrán valorar mejor la tesis de Kapcia. Como posible material de lectura docente, el libro resultaría provechoso en cursos sobre Historia de Cuba y asuntos contemporáneos. También podría resultar útil en abordajes comparativos de la política poscolonial y la construcción de la nación en el siglo xx.
Traducción: Esther Muñiz.
Referencias
Bardach, A. L., (2002) Cuba Confidential. Love and Vengeance in Miami and Havana. Nueva York, Random House.
Bourne, P., (1986) Castro: A Biography of Fidel Castro. Londres, Macmillan.
Castro Ruz, F., (1980) «Palabras a los intelectuales» en López Lemus, V. (ed.), Revolución, Letras, Arte. La Habana, Letras Cubanas, pp. 7-30.
Domínguez, J. I., (1978) Cuba: Order and Revolution. Cambridge, Belknap Press of Harvard University Press.
Draper, T., (1969) Castroism: Theory and Practice. Nueva York, Praeger Publishers.
Fagen, R., (1969) The Transformation of Political Culture in Cuba. Stanford CA., Stanford University Press.
Franqui, C., (1985) Family Portrait with Fidel Castro. Nueva York, Random House.
Halperin, M., (1972) The Rise and Decline of Fidel Castro. Berkeley, University of California Press.
Horowitz, I. L., (1971) «The Political Sociology of Cuban Communism» en Mesa-Lago, C. (ed.), Revolutionary Change in Cuba. Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, pp. 127-43.
______, (2008) The Long Night of Dark Intent: A Half-Century of Cuban Communism. Nueva Brunswick, NJ, Transaction.
Hugh, T., (1971) Cuba, or the Pursuit of Freedom. Londres, Eyre & Spottiswoode.
Kapcia, A., (2014) Leadership in the Cuban Revolution: The Unseen Story. Londres, Zed Books.
Latell, B., (2005) After Fidel. Raúl Castro and the Future of Cuba’s Revolution. Nueva York, Palgrave Macmillan.
Lockwood, L., (1990) Castro’s Cuba, Cuba’s Fidel. Boulder, Westview Press.
Montaner, C. A., (1983) Fidel Castro y la Revolución Cubana. Madrid, Playor.
Oppenheimer, A., (1992) Castro’s Final Hour. Nueva York, Simon & Shuster.
Schmitter, P., (1979) «Still the Century of Corporatism?» en Schmitter, P. y G. Lehmbruch (eds.), Trends Toward Corporatist Intermediation. Londres, Sage Publications, pp. 7-52.
Szulc, T., (1986) Fidel: A Critical Portrait. Nueva York, Avon Books.
Vázquez Montalbán, M., (1998) Y Dios entró en La Habana. Madrid, Aguilar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario