Por: Magda Resik Aguirre
El triunfo de la Revolución abrió todas las puertas a varias generaciones de cubanos. “Seguir las palabras de Fidel, que eran compartidas por todo un pueblo, fue para mí más que una sensación y una vivencia, un magisterio.”
Eusebio Leal Spengler, Historiador de la Ciudad de La Habana, tenía entonces mucha avidez de conocimiento y le había sido negada en la pobreza familiar la educación escolar anhelada.
Las oportunidades posteriores fueron de gran provecho para quien hoy tiene sus espacios ganados en disímiles academias y altas casas de estudio de Cuba y el mundo. Pero ante cada lauro, la reacción siempre es de gratitud a quien le permitió integrarse al proceso revolucionario desde su singularidad, su condición de cristiano, su devoción por una historia patria despojada de arquetipos y omisiones y su probada pasión por la defensa del patrimonio nacional.
Una noche intercambiaron pañuelos bordados con las iniciales, y Leal correspondió a la deferencia: “Le doy mi Lealtad a cambio de su Fidelidad”. Y la lealtad y la fidelidad coronaron una amistad incondicional: “cuando tuve algún problema personal, se apartaba rápidamente de lo que estaba haciendo, me escuchaba, y si estaba en sus manos, daba una solución.”
Así Leal fue comprendiendo cómo el liderazgo de ese cubano universal se había inspirado en el ideario de José Martí “el más agudo, el más intenso intérprete de la realidad de su tiempo, el más profundo conocedor de los cubanos”. Fidel rechazó todo dogma, reinterpretó continuamente la realidad y creyó sinceramente en las capacidades del hombre, en la vocación redentora de todo revolucionario. No le gustaban el engaño y la simulación. Con él “había que estar dispuesto a la verdad”.
Pero el atractivo mayor fue descubrir en “Fidel a un hombre de la cultura, a un pensador que se prepara, estudia y nunca cree suficiente el conocimiento adquirido”. Frente a él “no se podía improvisar” y contrario a lo que algunos suponen, dada su inmensa capacidad como orador – podía hablar horas ininterrumpidamente -, en el brazo de su butaca quedó la huella del pequeño hoyuelo marcado por el golpe seco de su dedo durante las largas horas que dedicó a escuchar el testimonio de otros y a cultivarse en la sabiduría ajena.
“Cuando conocí de él a partir de los testimonios de su propia vida – asegura Leal – supe que, por ejemplo, en los estudios universitarios era capaz de llevar muchas asignaturas al mismo tiempo, estudiar y a la vez, como está consignado en su expediente académico demostrar la enorme lucidez y capacidad para emplearse a fondo en muy diversas materias.
“Ha sido un lector incansable, ha leído de todo lo necesario para el conocimiento de la historia de la humanidad, de la cultura, la literatura, el arte. Ahí entran muchas apreciaciones cruzadas en mi memoria, de intelectuales que conocí que lo conocieron; de amigos y compañeros de lucha que compartieron con él momentos muy trascendentes y una de las cosas que a todos más nos impresionó fue su capacidad de adquirir conocimientos y proyectarlos en sus relaciones y en su discurso político.
“Una convicción le acompañó desde los primeros años de su vida: su destino estaba ligado indisolublemente a una causa de justicia social por la cual sacrificaría fortuna, tiempo, momentos para los amigos… todo cuanto fue necesario dejar a un lado para llevar adelante lo que él consideró justo, conveniente y necesario para Cuba”.
—Esa capacidad intelectual y ese cultivarse en el ejercicio constante del conocimiento le facilitaron sin dudas convertirse en el estadista y el hombre de connotación universal que es. ¿Qué hitos nos resaltaría hoy de esa impronta global de Fidel?
—Hay que depositar todo eso dentro de una personalidad muy singular. Un hombre pulcro, atildado, muy cuidado en su imagen en todo tiempo, un caballero, quiere decir, alguien que con cualquier persona, de cualquier ideología, de cualquier confesionalidad, podía hablar, conversar y traducir en su palabra ese sentimiento de respeto que su propia cultura y conocimiento humano le confirió como una virtud y una capacidad.
Lo recuerdo delante de mí conversando con figuras tan importantes como Rajiv Gandhi que era un hombre también de gran refinamiento personal; lo recuerdo hablando con el Papa Juan Pablo II y su impresión en relación con Su Santidad; lo recuerdo conversando con diferentes líderes revolucionarios latinoamericanos; lo recuerdo en las incontables visitas en las cuales guié a mandatarios que él acompañó al Centro Histórico habanero.
Tuve la oportunidad de estrechar la mano a distintos líderes mundiales y latinoamericanos con los cuales él sostuvo una intensa relación como fue, por ejemplo, Salvador Allende a quien saludé por intermedio de Fidel como senador visitante en Cuba primero y luego en su visita presidencial.
En sus encuentros, más privadamente, Fidel siempre expresó aquél comedimiento, ese sentido que lo llevaba a saber desde cómo comportarse a la mesa, cómo hablar y sentarse, cómo dirigirse a las personas. Ejercía una especie de magnetismo sobre los demás. Y es que, a diferencia de lo que algunos creen, Fidel tenía una gran capacidad de escuchar al mismo tiempo que una gran capacidad para lograr ser escuchado.
—Entre esos hombres universales resalta la amistad de Fidel con Hugo Chávez que se expresó cual amor entrañable entre un padre y un hijo. Usted fue testigo del surgimiento de esa relación ¿cómo se produjo ese abrir la puerta a una amistad para toda la vida?
—Tengo fundamentos para creer que la persona con la que tuvo la mayor empatía, la que le sorprendió tremendamente por su capacidad, su patriotismo que era como un manantial que brotaba de manera espontánea, también un lector voraz, poseedor de una memoria fotográfica increíble, fue Hugo Rafael.
Tuve la suerte de estar entre los primeros cubanos que le conocieron. Estuve presente en el recibimiento cuando llegó por primera vez a Cuba y en la primera conversación entre los dos. Recuerdo la fascinación que Fidel sintió por aquél joven que venía tras las huellas de los próceres y con el interés de visitar los escenarios progresistas latinoamericanos y conocer de otras experiencias de militares comprometidos. No olvidemos a Omar Torrijos, a la revolución de las fuerzas armadas en el Perú… por ese camino andaba él inicialmente. Era un camino que debía lógicamente recorrer pues había sido un soldado formado, un oficial nacido en el seno de la academia, que tuvo muy buenos maestros, que conocía al dedillo la historia de su supremo mentor que era Simón Bolívar, quien lo fue también para Martí y Fidel.
Estaban creadas las condiciones para que Chávez se convirtiera en lo que fue. Recuerdo el momento en que estando juntos en Venezuela – tuve el honor de acompañar al Comandante Fidel – el venezolano le hace la solemne promesa de no defraudarlo. Y efectivamente, así fue con la vida y con la muerte.
—Evocaba a José Martí quien fue el asidero y la raíz del ideario del Comandante en Jefe. El Apóstol de Cuba en su tiempo dijo que cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que llevan en sí el decoro de muchos hombres… ¿Qué relación establecería usted entre esos dos grandes iluminados de la historia patria?
—Fidel fue profundamente martiano, no de fragmentos de la obra de José Martí sino de leer todas las biografías escritas, el epistolario sobre todo y podía recordar a la perfección distintos momentos no sólo de la vida sino de la obra política unitaria del Apóstol. A él le fascina cómo Martí logra de las causas y razones que perdieron la Guerra de los Diez Años abogar por y crear y convertirse en el factor de la unidad.
Esa idea de la unidad va a estar permanentemente en el ideario político de Fidel. Nada que desuna es para él importante. Nos dice como Martí que hay que estar siempre ardiendo en la luz del sol y no a la sombra. Nos dice que debemos situarnos en el hecho político que Martí supone y en toda la historia del país, al tiempo que reverencia a aquellos que se sacrificaron en aras de ese ideal y no lograron alcanzarlo.
Por eso su admiración por Bolívar o por Carlos Manuel de Céspedes. Profundamente cespediano, profesó una devoción al Padre de la Patria. Fidel fue un revolucionario que estaba movido por un gran patriotismo, de un alto sentido del deber que se impuso él mismo como disciplina.
Si de Martí se pudo decir que subía y bajaba escaleras como quien no tenía pulmones, que pasaba días enteros en vigilia, visitando y hablando, de Fidel igual. Lo he acompañado en jornadas inacabables que han comenzado por el día y por la noche también. Su más grande obsesión era dejarle al pueblo cubano una bandera. El servicio más grande o el último que ha prestado en vida a su patria no es solamente el haber dejado un acumulado de ideas, proyectos, iniciativas y obras, sino también habernos dejado en este momento crucial una bandera no sólo de resistencia sino de triunfo.
En el momento en que escuchamos expresiones groseras de unos pocos y a otros que irrespetuosamente celebran la muerte, nosotros asistimos al espectáculo conmovedor de la despedida multitudinaria y universal de alguien que ha luchado tanto por la vida. Y la expresión del pueblo cubano en este instante, la que apreciamos y sentimos contenida en ese silencio que percibimos por las calles, es la más grande manifestación de respeto a un hombre que se entregó sin límites a la causa de su patria y tuvo por patria al mundo.
—Hay quienes auguran que después de Fidel Castro la Revolución cubana desaparecerá, que las jóvenes generaciones no están preparadas para continuar ese legado, que el país definitivamente se convertirá en esa fruta madura que caerá destruyendo a la nación independiente por la cual él tanto luchó junto a su pueblo. ¿Qué nos diría usted?
—Un hormiguero es lo que verán esos agoreros cuando traten de tocar al país en su yaga, en sus debilidades o defectos… un hormiguero. El pueblo cubano en este momento está tranquilo pero muy celoso de la dignidad de la cual Fidel ha sido un símbolo absoluto.
Tengo fe en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud y en la vida futura como decía Martí. Y sé lo que él ha significado y lo que significará para las futuras generaciones. No se podrá escribir la historia universal del siglo XX, ni se podrá escribir la historia de nuestro país sin mencionarlo a él. Será como lo que respondió una vez Máximo Gómez ante una provocación: prueben a escribir la historia de Cuba sin mencionarme a mí.
—La corbata negra que usted porta hoy es como la encarnación simbólica de los momentos de más intimidad que compartió con Fidel. Usted hablaba del gran caballero que fue y sé que conoció de la inmensa bondad y también de la cólera de un hombre muy especial. ¿Cómo era ese Fidel que usted pudo disfrutar más próximamente?
—Fidel me honró con su amistad y honró con su amistad a mi madre que era alguien muy importante para mí y que él apreció en su valor como testigo de una época dura en la cual a ella le tocó vivir. Ella coincidió un poco generacionalmente con él aunque le llevaba casi veinte años. Por eso estoy muy cerca del sentimiento humano, de la capacidad de ser por un instante ese ser humano tan cálido y próximo; porque él – vale la pena aclararlo – era un político ante todo y todo el tiempo pues comprendió el valor de la política y sacrificó sentimientos muy propios. Pero cuando le planteabas alguna situación personal enseguida se apartaba y atendía ese tema.
Sé lo que significa su abrazo en un momento oportuno y sé lo que significa su mano en un momento oportuno. No era cosa que se regalaba y prodigaba. Él sabía ser severo, austero e ignorar la adulación que le molestaba extraordinariamente. Tenía un gran sentido de la cultura del refinamiento, vanguardista diría.
Yo tenía una corbata que llevaba por otras razones, siempre negra. Un día le dije a él: quiero pedirle algo, e inmediatamente abandonó lo que estaba atendiendo sentado a la mesa y me preguntó: ¿De qué se trata? Le planteé que necesitaba una corbata negra porque la mía se había deteriorado. Enseguida mandó las suyas y escogí entonces una. Es esta que llevo puesta hoy y que desde hace veintitantos años utilizo en ocasiones de gala. Siempre anudada porque entre mis tantos defectos está el no saber hacer el nudo de la corbata. En algunos lugares está raída, pero lo que no está raído es el recuerdo del que me la dio.
—El que se la dio le entregó muchos de los bienes personales que le habían obsequiado a lo largo de los años, en nombre de la nación cubana y para ella, y también muchos de lo que hoy se consideran bienes patrimoniales y se muestran en instalaciones museales del país. ¿Cómo se produjo ese legado?
—Cuando murió Celia (Sánchez) me ocupé personalmente por una designación de él de ordenar y clasificar todo lo que como jefe de estado había recibido. En ese sentido fue muy pulcro porque allí estaba absolutamente todo, desde un pañuelo bordado con sus iniciales, un libro dedicado, hasta cualquier objeto que le hubiesen entregado. Si un campesino en un campo de caña le había entregado una mocha de corte allí estaba.
Pero también había regalos primorosos de presidentes de diversos sitios del mundo. Recuerdo la biblioteca donde habían libros dedicados desde el Papa Juan XXIII hasta la madre de Gandhi, Indira. Un día en medio del período especial me acompañó al lugar donde estaba depositado todo pues ya me había ordenado distribuir aquello en todos los lugares donde fuera útil a Cuba.
Esa noche observó todo con detenimiento por última vez, en presencia del secretario del consejo de estado, el Doctor José Miyar (Chomi), quien le sirvió con una lealtad y modestia ejemplar. Le ordenó que levantara un acta y escribió el mismo de su puño y letra dándome ese legado y la responsabilidad histórica. Unas pocas horas después estábamos llevando a los asilos de ancianos la ropa y los abrigos que debieron ser adaptados por las monjas a las tallas propias del anciano que los usaría.
A los museos de toda la isla de Cuba desde Sandino hasta Baracoa llevamos esas cosas personales con la sola condición de que no se podía poner en leyenda alguna o referencia que eso lo había entregado él. De ninguna manera, independientemente de que muchas piezas bordadas en objetos manufacturados de América Latina y el mundo llevaban grabado su nombre.
Recuerdo que en una Mesa Redonda en la televisión, ante una calumnia, fue que entonces autorizó a contar esta historia y se reveló lo que con mucha prudencia, sentido común y silencio había hecho.
—Fidel fue un amante de las artes y las letras y un defensor consciente del patrimonio. ¿Cómo nos ejemplificaría Leal esa condición de Fidel?
—Ahí está el Museo Nacional de Bellas Artes que se amplió a dos edificios y se reinauguró en momentos muy difíciles para el país. Otras voces siempre querían salvar a cambio del patrimonio pero Fidel nunca. Tengo un escrito de él en relación con un automóvil muy bello que estaba a la venta por parte de una familia y él ordenó comprarlo y pagar lo que la familia pedía para luego poner una nota que decía: que no se venda a ningún precio. O el reloj del Padre Félix Varela regalo de José Antonio Saco con el que pasó lo mismo.
Y está el Decreto Ley 143 del Consejo de Estado firmado por él que considero es el monumento a la política más avanzada a escala mundial en la preservación del patrimonio de cualquier nación. Concedía personalidad jurídica, capacidad de poseer bienes patrimoniales y subordinaba mucho al interés de salvar la Habana Vieja que la veía como un bien extraordinario del país y serviría de ejemplo para un movimiento nacional de restauración y rescate del patrimonio.
Con la mente siempre puesta en los precursores, en los que habían luchado y en otros compañeros a los cuales había encomendado esa tarea, viendo que en ese momento me correspondía, pues me dio esa facultad. Hace unos pocos días tuve la satisfacción de hacerle llegar un mensaje cuando convertimos en una lápida de bronce sus palabras del decreto, para convertir en perpetua memoria ese avanzado proyecto de preservación patrimonial. Está colocada sobre las piedras del antiguo Palacio de Gobierno en la Plaza de Armas y así lo comuniqué al General Presidente, su hermano Raúl, también amigo y benefactor de la gran obra a favor del patrimonio.
Este tema me resulta particularmente sensible y quisiera hoy agradecerle a él, a su memoria dedicarle estas palabras porque el tiempo pasa también para mí, por todo lo que hizo por el pueblo cubano, por la humanidad y por qué no, también por mí. Quisiera agradecerle a su familia y enviarle mi profundo pesar a su viuda Dalia Soto del Valle, a sus hijos todos, a su hermano Raúl, a sus hermanas y a todos los cubanos y a todas las personas del mundo que en este instante sienten como suyo el dolor de su transitoria partida. Como dijo una vez Martí: mi verso crecerá bajo la yerba y yo también creceré. Él también crecerá.
—Hoy, después de conocerle de tantas maneras, ¿cuáles cree el historiador que fueron las condiciones que en los orígenes de su vida allá en Birán – como si se tratara de un viaje a la semilla – condicionaron la naturaleza y el carácter de Fidel?
—Las recientes publicaciones de la obra hecha por Katiuska Blanco, son a mi juicio un aporte fundamental para el conocimiento de Fidel, la familia y de esa primera historia. He leído otros textos también y he tenido el testimonio directo, a lo largo de muchas conversaciones, con sus hermanos, Ramón, Raúl, con sus hermanas… todas me dieron en algún momento un testimonio de lo que fueron aquellos años.
Birán es toda una explicación. Él tuvo un culto particular por sus padres como lo han tenido todos sus hermanos. Un culto particular por Lina y un culto particular por Ángel el soldado español que vino a la guerra de Cuba, levantado en las quintas españolas y que llegó a esta tierra y se enamoró del país. Estuvo enfermo en los hospitales de campaña, en la trocha de Júcaro a Morón y posteriormente, es embarcado de regreso con las tropas exhaustas, vencidas y enfermas. Pero apenas un año después regresa y en una proeza personal y con amigos fieles, logró la tierra que se fue convirtiendo en una especie de pequeño reducto entre los grandes cañaverales de los grandes latifundios norteamericanos.
Birán fue en cierta medida una utopía. Veintisiete construcciones entre las cuales destaca la escuela, cosa que no era común de ninguna manera en una finca particular, en una casa de familia. Poseía una distribución que permitía tener ciertas condiciones muy excepcionales para los trabajadores que allí operaban en especial los trabajadores negros haitianos que allí llegaban forzados a emigrar de su país, a los cuales Fidel y Raúl siempre se han referido con mucho afecto y compasión.
Birán fue siempre el punto de regreso pero también el punto de partida. Hay un momento en que la partida se hace definitiva porque los hijos de Ángel deben ir a enfrentar la populosa Habana. Ya no era el ambiente coloquial y familiar de Santiago de Cuba. Ahora sería la gran Habana, la urbe donde estaba la única institución de alta docencia en Cuba, la universidad.
Y ahí llegaron los hermanos y Fidel con el más pequeño, con Raúl. Entonces comienza el gran debate. Muchas de las cosas aprendidas en Birán aparecen con fuerza, la disciplina, el amor a la tierra, a la montaña… Fidel narra su aventura subiendo a los montes, esos pinares que siempre recuerda, de Mayarí. Recuerda con mucha ternura la vida campesina que le confirió un sentido muy humano y particular a su vida. Me refrenda la idea de que el ser humano se forja en el seno de una familia y a partir de ciertas virtudes fundamentales como son el espíritu de trabajo, la honradez, la compasión hacia los demás, el sentido de la justicia… sobre esa base se levantan luego las virtudes políticas.
—Fidel se refirió al Che alguna vez de este modo: Hay personas que da trabajo resignarse a la idea de su muerte. ¿Qué le diría hoy al pueblo cubano al cual le cuesta mucho resignarse a la idea de la muerte de Fidel?
—Él tenía su propia medicina reservada. Así nos lo expresó en su última comparecencia en el congreso del partido. Fidel era profundamente martiano y Martí dijo: La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida. Ahí está la clave.
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