Hace unos años a Sebastián Comas, médico de profesión y vecino de San Antonio de los Baños, le instalaron correo electrónico. Él en Infomed y yo en Cubarte, gozábamos del mismo privilegio y teníamos las mismas limitaciones: podíamos enviar y recibir mensajes, pero no teníamos acceso a Internet. En mi buzón de correos, sin embargo, se acumulaban (se acumulan aún) decenas de noticias de muy diverso tipo, descargadas de periódicos, revistas y sitios web de cualquier parte del mundo, que personas solidarias, desde dentro y fuera de Cuba, envían. Siempre trato de prolongar ese acto de solidaridad, y a su vez reenvío las noticias que me resultan interesantes a otros amigos, de manera que, sobre todo en las mañanas, se va componiendo un tejido de complicidades que abarca ya a quién sabe cuántas personas.
Sebastián (Sebas, en lo adelante) era uno de mis destinatarios permanentes hasta que un día me pidió que lo dejara al margen de mis envíos. Él, a quien conozco desde hace más de treinta años, siempre ha sido un hombre curioso que se precia de estar bien informado. “Me hacen daño. Primero leía esas noticias por la mañana, antes de desayunar, y me pasaba el día deprimido. Como, a fin de cuentas, casi ninguna tiene que ver conmigo, y las que tienen que ver conmigo suceden quiéralo yo o no lo quiera, decidí cambiar la rutina y leerlas de noche, después de comida. Ahora casi no puedo dormir. Me desvelan”. “¿Las lees antes o después de ver el noticiero?”, le pregunté, sentados los dos en el mínimo portal de su casita. “Después”, me respondió. “Mejor léelas antes. Después miras el noticiero, y todo resuelto”. Se echó a reír. “Eres un jodedorcito”, respondió.
Desde entonces, cada vez que paso a saludarlo (o a pedirle una receta, un consejo para los dolores que van apareciendo por esta parte o aquella de mi cuerpo), Sebas me recibe con una demanda: “Dame una buena noticia”. Es como si me pidiera un salvoconducto que casi nunca tengo a mano. Este año, en especial, creo que no he podido complacerlo una sola vez: en Alepo, en Caracas, en Brasilia, en Baracoa, en Washington o en La Habana, las malas noticias se suceden, una tras otra, “sin medida ni clemencia”.
En mi última visita de este año, fue Sebas quien me dio un golpe bajo. En cuanto puse un pie en su casa, me entregó un papel, malamente impreso, donde un vecino suyo había reproducido una información sacada de Internet. Leí el titular “Economía cubana cierra un 2016 ‘particularmente difícil’”. “Ay, Sebas”, respondí, “¿cuántos años, desde que tenemos uso de razón, no han sido ‘particularmente difíciles’?” “Sigue leyendo hasta el final”, me exigió. En efecto, el reporte, que de inmediato reconocí como extraído de OnCuba, era devastador. Los datos están tomados del informe preliminar de la CEPAL para el año en curso, y la primera línea no puede ser más contundente: “El PIB de Cuba crecerá solo un 0,4 por ciento en 2016, su rango más bajo en las últimas dos décadas”.
“El peor año de la economía cubana, de 1996 hasta aquí. ¿Tú recuerdas cómo era Cuba en 1996?”, insiste.
Sebas y yo somos unos perfectos ignorantes en materia de economía, pero él se empeñaba no solo en comprender, sino en que yo lo ayudara. “Qué culpa tenemos de que hayan caído los precios del níquel y del azúcar”, argumenté. “¿Azúcar? ¿Cayeron los precios del azúcar que no producimos?”, contestó. “A ver, dime, si yo pongo una cafetería, y me va bien, mi economía crece. Para que me vaya bien, tengo que vender algo: café, comida, panes con lo que sea. Mientras más variado lo que ofrezca, mejor. ¿Es así o no es así?”. Asentí, aunque él continuaba su discurso. “Si no vendo nada, no gano nada. Para tener qué vender, tengo que dedicar parte del dinero que gano a comprar, ¿sí o no?”.
Dije lo que él quería escuchar: “Y las tiendas del Estado cada vez están más vacías”.
No sé si oyó lo que dije. Lo que me decía estaba pensado, rumiado durante su madrugada en vela: “En los últimos años, ¿cuántos gastos no se ha quitado de encima el Estado?”
“Debía quitarse más”, dije.
“De acuerdo. Pero la lógica ahora es más perversa: el Estado gasta menos en subvenciones y la gente le roba mucho más. Y no te estoy hablando solo del que se lleva la caja de pollo de la tienda”.
“Ladrones de cuello blanco”, agregué.
“Que son los peores”.
La tarde caía y no me gusta manejar de noche por carreteras donde suelen circular ciclistas y carretones a oscuras. Hice el intento por ponerme de pie y, sin dejar de hablar, él me retuvo en el asiento con ambas manos.
“Vamos a otro asunto: desde enero de 2015 el turismo no ha dejado de crecer. Por La Habana Vieja no se puede ni caminar, y ahorita los aviones que vuelan hacia Cuba serán tantos que van a chocar en el aire. Los turistas traen dólares, euros, coronas, rupias, libras, lo que sea, y ese dinero se queda aquí. Y son monedas fuertes, no estos billeticos feos que a fin de cuenta no valen nada”. Y agitó ante mis ojos un CUC maltratado por miles de manos.
“A esos turistas hay que darles comida, bebida, ponerles toallas y sábanas en los hoteles, transportarlos… ¿Estamos de acuerdo? Y a todo eso se le saca dinero”.
Al fin encontré un resquicio desde el cual contradecirlo: “Algo se le sacará, pero no tanto, porque casi todo lo que consumen los turistas es importado”.
“¿Y por qué?”
“Porque estamos con el piquito abierto esperando a que nos den la comida”, ironicé, pero Sebas estaba particularmente solemne. Aventuré a decir lo que he leído en decenas de artículos: “Dicen que la dualidad monetaria le está haciendo mucho daño a la economía”.
“La está ahogando”, contestó, “tanto como el bloqueo. ¿Sabes cuántos tipos de cambio hay en Cuba? Alguien me dijo que eran cuatro, pero quién quita y haya más. Y siguen ahí, confundiéndolo todo. No hay quien pueda desenredar esa madeja”.
Al fin hubo algunos segundos de silencio. Dejó que me levantara de mi asiento. Había ido a desearle un buen 2017, pero en ese minuto me parecía irónico abrazarlo, decirle “Feliz año”.
“Feliz año”, dijo Sebas. Me quitó el papel impreso que había quedado en mis manos. “Ahí dice que el año que viene vamos a empezar a recuperarnos. En este bajamos al 0.4 por ciento de crecimiento del PIB. En el 17 vamos a subir hasta el 0.9 por ciento”.
“Algo es algo”, le dije, y lo abracé. A veces me da por ponerme optimista: “En enero te voy a traer una buena noticia. Te lo prometo”.
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