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En una escena en El padrino (2), el dictador de Cuba, Fulgencio Batista, muestra un teléfono de oro puro en presencia de líderes empresariales estadounidenses que se lo regalaron en agradecimiento por sus políticas amistosas hacia la actividad empresarial. La compañía telefónica cubana, de propiedad estadounidense, realmente hizo ese regalo en 1957.
En otra escena, los líderes de familias mafiosas de EE.UU. cortan una torta con merengue que forma la palabra “Cuba”. Esa escena es apócrifa, pero el crimen controlaba la industria cubana de la hospitalidad en la década de 1950 –hoteles, casinos, bares y clubes– junto con los vicios asociados de drogas, juegos de azar y prostitución. La policía miraba para otro lado, y Batista recibía una mordida de los ingresos.
Para el señor Castro y para muchos otros cubanos, tal comportamiento era una afrenta a la dignidad y la soberanía nacionales. En 1963, un reportero francés citó al presidente John F. Kennedy cuando este dijo en una entrevista, “Ahora, tendremos que pagar por esos pecados”.
Los amargos recuerdos de esos años hicieron que el señor Castro expulsara los negocios estadounidenses y cerrara la industria turística. Pero este tipo de sucia connivencia entre los negocios y el gobierno ha sido rutinaria en las operaciones extranjeras del señor Trump, como ha reportado el Times. El señor Trump hasta envió consultores a Cuba en 1998 para investigar un negocio hotelero, aunque eso violara las sanciones económicas estadounidenses.
¿Llevará el señor Trump ese estilo de hacer negocios a la Casa Blanca? Hasta ahora ha sido vago en cuanto a cómo trazará él una línea divisoria entre sus operaciones comerciales y la presidencia. El presidente electo se vanagloria de ser un extraordinario negociador, así que no hay razón para pensar que, como presidente, enfoque las negociaciones de una manera distinta a lo que ha hecho como hombre de negocios –duro, violento, amenazante. Después de todo, le funcionó en la campaña electoral.
La muerte del señor Castro alentó al señor Trump a reiterar una promesa de campaña que hizo: A no ser que Cuba esté dispuesta a negociar mejores términos con Washington, él dará marcha atrás a la política de acercamiento del presidente Obama. “Si Cuba no está dispuesta a dar un mejor tratamiento al pueblo cubano, al pueblo cubanoamericano y en general a EE.UU., terminaré el acuerdo”, tuiteó el lunes.
La relación Estados Unidos-Cuba que el señor Trump heredará del presidente Obama no es realmente el resultado de tan solo un trato, sino un complejo entramado de muchos “acuerdos” –más de una docena de acuerdos bilaterales y una variedad de relaciones comerciales en telecomunicaciones, hospitalidad, transporte y atención médica.
¿Qué clase de resultados puede esperar el señor Trump de un nuevo acuerdo? Durante dos años, las negociaciones diplomáticas entre Washington y La Habana han avanzado con gran rapidez, con una docena de nuevos acuerdos firmados desde protección del medio ambiente a la cooperación de aplicación de la ley contra traficantes de drogas. Cuba no es contraria a otras conversaciones y está dispuesta a encontrar un terreno común. Incluso ha estado dispuesta a discutir la compensación por propiedades estadounidenses nacionalizadas en la década de 1960, y el delicado asunto de los derechos humanos.
Pero la soberanía es otra cosa. Raúl Castro, como su hermano, siempre ha descartado la negociación de la organización política y económica nacional de Cuba. Durante la política de normalización del presidente Obama, Cuba ha mostrado un cierto modesto progreso en cuanto a libertad religiosa, liberalización económica e incluso libertad de expresión. Pero no fueron resultados de negociaciones o exigencias directas de Washington. Son subproductos de la reducción de tensiones entre Estados Unidos y Cuba, atribuibles al acercamiento en sí.
En otras palabras, si los negociadores del presidente Trump dan puñetazos en la mesa exigiendo a Cuba concesiones políticas, no llegarán muy lejos. Los cubanos no se asustan fácilmente, después de sobrevivir a medio siglo de planes elucubrados en Estados Unidos para derrocar al señor Castro –Bahía de Cochinos, la guerra secreta de la CIA, intentos de asesinato, embargo económico y amenazas de ataque directo. Nada de eso obtuvo concesiones. Una amenaza por parte de Estados Unidos de cerrar su embajada o de eliminar los viajes turísticos de sus ciudadanos tampoco funcionará.
El señor Trump tiene bastante experiencia en negociaciones como para saber que ambas partes tienen que estar de acuerdo para lograr un negocio. Si él quiere realmente lograr uno con Cuba, en realidad hay varios que discutir –acerca de la compensación de reclamaciones, términos para comercio e inversiones, y una plétora de temas de mutuo interés.
Lo que seguramente no conseguirá es la clase de ganga que ha conseguido en otros lados la Organización Trump, aunque sueñe aún con inaugurar una Torre Trump en La Habana. Los cubanos no tienen ningún interés en regresar a esa clase de capitalismo de compadrazgo. Pero como presidente, él podría realizar acuerdos que servirían a los intereses tanto del pueblo estadounidense como del cubano. Un regreso a la hostilidad, a los insultos y a la bravuconería como política no serviría a los intereses de nadie y sería un enorme y conspicuo fracaso del arte de la negociación.
(*) William M. LeoGrande, profesor de gobierno en la American University, es co-autor, junto a Peter Kornbluh, de Canales traseros a Cuba: La historia oculta de negociaciones entre Washington y La Habana.
(Tomado de The New York Times)
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