jueves, 24 de noviembre de 2016

Correr en La Habana



Por: Gabriela Guerra Rey |
…Matar un enano, pero más que eso, ¡descubrir que puedo ver a mi ciudad de siempre desde otra mirada, a pesar de tantos años y tantas cosas! No podía imaginar que correr en La Habana me iba a dejar tan dulces sabores en el paladar, reseco del salitre y las muchas despedidas de los años del exilio. Es, aunque en terreno conocido, la primera vez que corro sola.

Cuando frente al Capitolio, apretujada por unos pocos miles de corredores ansiosos por volar, sintonizaron Radio Reloj, esa emisora de la Revolución que da la hora, las noticias y, en esta ocasión, la arrancada, me brincó la panza junto con las entrañas porque, por fin, iba a correr el Marabana.

— Estoy nerviosa, le dije a mi “compañero” de carrera, un amigo que me dejó atrás en los primeros 50 metros. — Yo también, respondió él. Nos deseamos suerte, esa suerte que todo corredor necesita o cree que necesita para vencer los 21 kilómetros que todavía tiene por delante, y nos volvimos a concentrar en música, aplicaciones, tiempo, calentamiento, respiración…

¿En qué piensa un corredor de fondo antes de iniciar una carrera? No lo sé. Presumo que unos minutos antes empieza esa soledad obligatoria que te acompañará para siempre, y que no quieres trocar en nada más. Esa soledad implica todo y nada, la vida, el futuro, lo cierto, lo incierto, el pasado, los pasados; entraña tantas cosas que ni siquiera el corredor, a punto de pisar la línea de salida, es capaz de resumir pensamientos en una sola oración.

Radio Reloj marca el minuto 59, de las 6 de la mañana del 20 de noviembre de 2016. Fecha que va a pasar a la historia personal, suceso que en ese instante escapa a mi consciencia. El último minuto se va en fuga bajo elucubraciones aún más efímeras. Respiro una vez más, como si no lo fuera a hacer en los siguientes segundos, minutos, horas, y pongo los pies en movimiento. Estoy advertida de que tan cerca de la línea de salida, los corredores desesperados se empujan unos a otros para sacar esa irreparable ventaja que hace la diferencia entre un campeón y otro solitario corredor.

Yo me sé solitaria corredora, pero me aventuro en esa idea de partir desde la frontera entre lo que no ha pasado y todo lo que está por suceder. Avanzo como puedo los primeros metros, y antes de que me dé cuenta mi amigo de camiseta azul ya no está, y yo estoy corriendo, nuevamente, en un año de muchas carreras que va a acabarse, pero esta vez en La Habana. Cuando un sueño se hace realidad, es difícil comprenderlo justo en el instante en que está ocurriendo. Sabedora de eso, fui consciente del sueño antes de echarme a dormir.

Correr en la ciudad que conozco como la palma de mi mano tiene ventajas y desventajas. Puedo, como atleta, calcular las condiciones del camino: la humedad, el sol, las subidas, los accidentes geográficos y humanos, lo que quiero ver, lo que no. ¿La desventaja? Es exactamente la misma. Me lanzo con la sensación de que no hay nada nuevo; nada va a sorprenderme. No es así.

Entre tantos kilómetros de ensoñaciones, aparece el mar de mis nostalgias, en una cuenca infinita de cuyos fondos emerge esa Yemayá que invoco, ahora más que nunca, en una súplica desesperada y repetida por otros miles como yo: “Ayúdame a correr como quisiera”. Después de ocho kilómetros muy húmedos y pesados, pero sin duda los más bellos, abandono las marismas del malecón habanero. Ya no me acuerdo de esa reina de la que soy hija bastarda, porque delante tengo el reto grande: cinco kilómetros de elevaciones, desde Calzada y 12 hasta la Ciudad Deportiva, que deberé bordear para emprender eso que se parece al regreso.

Un mulato alto, de trencitas, de nacionalidad incierta, quizás cubano, tal vez de cualquier lugar, está todavía a mi lado, y parece que me espera cuando la loma de 12 me obliga a reducir la velocidad. En 23, dejo que las piernas se suelten y recuperen el tiempo perdido. Cuando volteo en la esquina cinematográfica y revolucionaria, he extraviado al hermoso ejemplar masculino, pero sé que no hay nada que hacer. Agradezco haber podido sostener su ritmo por 10 kilómetros, y retorno la concentración a esa tarea repetida miles de veces: mover una pierna hacia delante, la otra y así, en un ciclo sin fin.

Trato de imaginar qué sienten los corredores ajenos a esta urbe perdida en el tiempo. Aparecen, sin orden ni concierto, los barrios donde nací, me hice mujer, tuve mi primer amor, mi primer adiós, las postreras lágrimas. Voy dejando atrás las esquinas de mi vida; esquinas donde nunca más estaré, que solo significan eso, recuerdos, efímeros unos, perdurables otros, pero que al final tendrán la misma suerte que las memorias hartas le deparan a las pequeñas cosas, solo instantes.

Llego al coliseo deportivo y le doy una vuelta completa de dos kilómetros. Ahora solo quedan seis. Me siento fuerte, pero para mejorar el último récord personal tengo que meterle la pata a la calzada. Calculo cuándo debo hidratarme; cuándo subir la velocidad, y reprogramo la música para la distancia que queda. Todo incentivo es insuficiente.

Se retrasan algunos corredores que no me pueden seguir el ritmo, pero se aventajan otros que, como yo, han reservado las últimas gotas de combustible para el tramo conclusivo. Me voy marchando sin rastro, hasta desaparecer en la esparcida muchedumbre. Toco las cumbres de Boyeros, y presiento que solo queda esa bajada finita de Carlos III, la calle Reina, para dar vuelta nuevamente en ese Paseo del Prado que abandoné hace un rato.

El reto es hacerlo en menos de dos horas. Ese sería mi mejor tiempo de nunca jamás, pero tengo, literalmente, los minutos contados. Miro ansiosa el reloj y trato de aumentar una velocidad que ya alcanzó su máximo impulso.

Faltan cuatro minutos, y me separan unos cientos de metros de la meta. Pienso que vale la pena echarle al último de los esfuerzos, el spring definitivo, aunque lo hago con el temor de gastarme lo que queda dentro y tener que aminorar antes del fin.

Me olvido de todo y de mí. Delante hay un arco que dice “meta”. Tengo que atravesarlo. Al acercarme, el reloj marca los segundos como si se me estuviera yendo la vida, y yo sigo, sigo, no veo nada, no pienso nada, me olvido incluso de que mi mejor amiga, mi hermana, por primera vez está esperándome en la línea de llegada. Clavo la vista en el reloj y dejo que las piernas hagan lo que ellas crean conveniente.

Piso la base justo en el instante que marca el minuto 59. Lo he hecho, 1:59`. Al menos seis minutos por debajo de mi récord personal. Camino un poco perturbada, y recuerdo que debo buscar a una muchacha de cabello largo, que me espera en la esquina del cine Pairé, para una cita planeada por muchos meses, que va a llenar esa mañana mi corazón del único regocijo que no había tenido como corredora: compartir el triunfo con la vieja que espera verme regresar a casa con una medalla al cuello.

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