martes, 8 de noviembre de 2016

“La verdad sobre la política de Estados Unidos hacia Cuba”. (Discurso con coda).

Por: Rafael Hernández




Imaginemos por un momento que, en su última noche en la Casa Blanca, el 19 de enero de 2017, el presidente Obama emite una declaración titulada “La verdad sobre la política de Estados Unidos hacia Cuba”, que dice así:



“Apenas unas horas antes de abandonar la presidencia de Estados Unidos, quiero volver sobre un tema al que le he dedicado más tiempo del que jamás pensé cuando tomé posesión, hace ocho años. Con la lucidez propia de esta hora undécima, voy a hablar sobre el significado de nuestra política hacia Cuba.
El 17 de diciembre de 2014, dije que esa política había fracasado en lograr su objetivo, a pesar del rigor y la tenacidad con que se mantuvo. No soy quien debe juzgar al presidente Kennedy, que fundamentara la ley del embargo con razones y elocuencia admirables, cuando yo apenas tenía seis meses de edad. Tengo por cierto, no obstante, que, para el interés nacional de EE.UU., su extensión en el tiempo ha sido un largo error. Medido por la regla de costo-beneficio, y no solo por el interés de las empresas norteamericanas vetadas para el mercado de la isla, hemos pagado demasiado respecto a lo que hemos conseguido. En cualquier caso, hoy se hace evidente que lo económico representa apenas un fragmento de nuestras pérdidas en Cuba.
En términos estrictamente políticos, ha sido una estrategia contraproducente, porque reforzó el apoyo interno al gobierno cubano, bajo la bandera de la patria amenazada por una gran potencia. Desde Bahía de Cochinos hasta hoy, este apoyo patriótico ha involucrado incluso a personas que, aunque discrepen del sistema, objetan a EE.UU. por entrometerse en lo que ellos perciben como sus asuntos soberanos. En vez de dividirlos, esta política ha contribuido a endurecer el consenso y la unidad del gobierno, al facilitarle la simpatía de la mayoría del pueblo. “La culpa la tiene el bloqueo” ha servido como argumento creíble para justificar carencias e inmovilismo, ante la gente en la isla y el mundo.
Es necesario ratificar que la política del 17 de diciembre responde a nuestro interés nacional, no al del gobierno cubano. No tenemos que avergonzarnos por eso, pues ningún país, incluyendo a la propia Cuba, formula una política exterior que se somete al interés ajeno. En materia de alianzas con otras naciones, entre ellas muchas con ideologías muy diferentes, los cubanos pueden darles clases al mundo sobre cómo tejerlas. Según han reconocido durante décadas sus propios gobernantes, esas llamadas alianzas tricontinentales han tenido como su primer objetivo defenderse de su enemigo principal, que somos nosotros, los EE.UU.
Está claro que nuestra tarea hoy no es mirar por el espejo retrovisor la historia irremediable, sino minimizar los costos residuales de esa guerra pasada y maximizar los dividendos de la paz que estamos construyendo juntos. Debemos recordar, para el futuro, que no podemos volver a pagar un precio tan alto por apenas un manojo de triunfos. Pero ya que nos han costado tanto, lo menos que podemos hacer es reconocerlos. No es verdad que los únicos frutos alcanzados sean cenizas en nuestros labios. Son pocos, pero son. Y a fuerza de sinceros, en esta hora final de mi mandato, es necesario mencionarlos.
En el caso cubano, el mundo ha contemplado cómo se verifica el axioma de que la gente vota con los pies. Oleadas de ciudadanos comunes y corrientes han dejado atrás su país, desde los vuelos de la libertad, pasando por el Mariel y la crisis de los balseros, hasta la penosa marcha de los que atraviesan el istmo centroamericano y México para alcanzar ese Norte, que no es una sociedad perfecta, pero sigue siendo para ellos, como dicen los versos de nuestro himno, la tierra de los libres. Así fue bajo la Guerra fría, bajo el llamado Periodo especial en Cuba, y así continúa siendo hoy. Por eso no vamos a derogar la Ley de Ajuste Cubano, ni cejar en nuestra práctica de pies secos/pies mojados. Los cubanos de EE.UU. y los de la isla nos lo agradecerán.
Para algunos, incluidos muchos cubanos, el de ellos es el país más independiente de la región, pues en sus relaciones económicas y políticas internacionales, se han acostumbrado a no depender del comercio y la concertación bilateral con los Estados Unidos. Pero si el costo pagado por nuestra política ha sido alto, el de esa independencia ha sido infinitamente superior. No solo medida en términos económicos, según las cuentas milmillonarias que nos presentan los cubanos en las conversaciones bilaterales. El mayor de todos ha sido un descomunal aparato estatal, justificado con la percibida amenaza externa, que con su peso centralizador entorpece hasta las actuales reformas adoptadas por el propio gobierno.
Por eso no debemos esperar que la democracia y la libertad para el emprendimiento y el comercio lleguen a Cuba pronto; quizás haga falta que transcurran varias generaciones. En cualquier caso, mientras ese momento llega, EE.UU. debe mantenerse lo suficientemente cerca y abierto para colaborar. No solo con los jóvenes, los pequeños y medianos empresarios, las ONG, las iglesias; sino con los que dirigen las corporaciones estatales, las instituciones de investigación/desarrollo, las universidades, los cuerpos encargados de la seguridad, la ley y el orden, como hemos hecho hasta ahora; y también extenderse a los medios, los sindicatos, las granjas, las cooperativas, y las propias organizaciones políticas. Cuanto hagamos hasta entonces y podamos seguir haciendo después, es para eso. Como se trata de la democracia, de la cosa pública con todos y para todos, no debemos hacerlo en silencio ni de manera oculta. Si así lo hiciéramos, habríamos perdido la credibilidad ganada en el Gran Teatro de La Habana el 22 de marzo.
Como decía el presidente Wilson, “no nation has yet discovered a way to import the world´s goods and services while stopping foreign ideas at the border”. Hemos reemplazado la política de regime change, por la de constructive engagement; y hemos reconocido que Cuba está en una época de transición.
Hace décadas que los EE.UU. no somos una amenaza a la seguridad nacional de la isla, tantas como las que Cuba tampoco lo es para la de EE.UU. Pero su sistema autoritario y el alto perfil de la seguridad nacional se mantienen, invocando ahora una supuesta subversión ideológica y cultural por parte nuestra. Debemos tener paciencia y perseverar, pues una vuelta a la confrontación y a la guerra de palabras no ayudará al pueblo de Cuba ni servirá a nuestro interés nacional. Debemos mantener abierta esta puerta, para que los cubanos puedan optar por ella, incluso si lo hacen en su hora undécima.
¿Por qué el tema en este mensaje de despedida, entre otros tantos, deba ser Cuba –se preguntarán algunos— esa islita que no es nuestra aliada, carente de armas nucleares o bases terroristas, con una economía 233 veces más pequeña que la de EE.UU.? En mi humilde legado como presidente, esta nueva relación constituye un hito, no solo por haberse alcanzado en contra de medio siglo de inercia hostil, sino por su simbolismo para nuestra política exterior en los años que vendrán. Si hemos logrado sobreponernos al legado de desconfianza que nos ha separado de Cuba, prevaleciendo sobre los vaticinios de que nada sería posible mientras estuviera un Castro en el gobierno, eso significa que podemos trabajar con muchos otros, aunque no sean nuestros socios, siempre que exista una genuina voluntad de diálogo. Por eso, mi reciente directiva presidencial no se limita a proponer un mapa de ruta para mi administración, que ya llega a su término, sino plantea un proyecto coherente, que pueda servir a futuros presidentes de los EE.UU., no importa cuál sea su partido, que reúne el interés nacional norteamericano y el de países como la Cuba futura, que permanecerá donde la puso Dios, a 90 millas de Cayo Hueso.
Que ese mismo Dios nos acompañe hoy en la senda de la cooperación y nos bendiga a todos, norteamericanos y cubanos, a los pueblos de las Américas y del mundo, en la incesante búsqueda de la libertad y la prosperidad.”

Imaginar este mensaje de despedida del presidente Obama no constituye un ejercicio literario, un juego mental, o un divertimento; todavía menos una fantasía. Tiene, más bien, un interés socrático. Puede permitir pensar, con todas las neuronas, muy especialmente las de la inteligencia, el significado de ese nuevo discurso y los retos de una política distinta –no en sus fines, pero sí en sus medios, que son los que cuentan en política. Esta política se asienta, por primera vez desde la época de los Kennedy hace medio siglo, en una estrategia articulada y de largo plazo, que no se construye sobre la amenaza y la fuerza; y que aunque reivindica, naturalmente, el interés de EE.UU. como potencia, lo hace desde la razón del diálogo, pues reconoce a Cuba, también por primera vez, como un interlocutor legítimo. Se trata de una estrategia muy diferente a la que animó el conflicto hasta 2014, y que no se formula como voluntad o simple legado personal, sino desde un consenso entre los órganos de mando de la política norteamericana, es decir, como una razón de Estado. Hasta tal punto se define como tal, que no se enuncia en un memorándum secreto (como en la era de los Kennedy o de Carter), sino en un documento público expresamente concebido, que carece de equivalente en ningún otro caso nacional de la región. Dada esa condición, resulta poco probable que salga de escena junto con la administración Obama, sino más bien que se constituya en la madre de las políticas futuras hacia Cuba.
Ese imaginado discurso presidencial podría también dar pie, desde el lado cubano, a razonamientos y argumentos, que no se limitaran a las convicciones ideológicas de cada cual; o a replicar a “la verdad” del presidente norteamericano y su nueva política hacia Cuba; o solo a repetir los términos de la respuesta diplomática que el gobierno de la isla es capaz de hacer de modo eficaz y contundente. Pienso en otros discursos más parecidos a una carta o una conversación, que muchos cubanos podrían dirigirles a los vecinos del Norte, con el simple propósito de darse a conocer como son, según aconsejaba aquel filósofo ateniense. Esos cubanos con capacidad y criterio para construir argumentos bien fundados podrían explicar las verdades de la Cuba donde viven y piensan y discuten, con sus propias razones y en su vibrante diversidad. Si imagináramos puentes útiles para los genuinos intereses nacionales de las dos orillas, nadie como ellos para tenderlos, y también para defenderlos.
El Vedado, Plaza de la Revolución, La Habana, 20 de octubre, 2016. Día de la Cultura Nacional.



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