Por Arturo Arango
En un ambiente cultural tan proclive a los homenajes, a las celebraciones, sobre todo cuando se trata de esos “aniversarios cerrados”, sorprende que nadie haya recordado que una de las más grandes novelas que se hayan escrito en idioma es-pañol cumplió cincuenta años. De acuerdo con el colofón de su edición príncipe, los cuatro mil ejemplares de Paradiso se terminaron de imprimir el 16 de febrero de 1966, y fue publicada bajo el sello de Ediciones Unión, con diseño y cubierta de otro gran poeta y pintor: Fayad Jamís.
Según relata Cintio Vitier en la “Nota filológica preliminar” a la edición crítica preparada para la Colección Archivos de la UNESCO, en 1988, las más de setecientas erratas que aparecen en el libro de Unión disgustaron profundamente a Lezama. El manuscrito de Paradiso abarca varios cuadernos, que fueron mecacopiados con poco rigor para su viaje hasta la imprenta, lugar donde los linotipistas añadieron cuantiosos errores sin que corrector alguno los advirtiera. Tampoco Lezama.
Julio Cortázar (uno de los prime-ros en celebrar la novela, en el mis-mo año 66) y Carlos Monsiváis se encargaron de cuidar la edición de Era, aparecida en México a mediados de 1968. Lezama celebró, en carta a Monsiváis, la “impecable edición”. El trabajo realizado, dice el autor de Muerte de Narciso, “hace posible que se pueda leer Paradiso sin el sobre-salto de las erratas”. Esta edición de Era fue considerada como canónica hasta 1988. Todo parece ir bien, salvo por un detalle: la de Era contiene más erratas que la de Unión (casi novecientas), según descubrieron Vitier y su equipo cuando emprendieron el cotejo de los originales contenidos en manuscritos, los capítulos aparecidos en la revista Orígenes (seis, entre 1949 y 1955), y estas dos ediciones de 1966 y 1968.
Pero quizás esto no sea lo más importante. Lezama gozaba de un metabolismo cultural ilimitado y se sabía, por encima de todo, un fabulador (jamás un académico). Todo lo leído, lo escuchado, lo visto, se tras-mutaba, se adecuaba a su prosa, de manera que toda cita, toda comilla abierta y cerrada da cuenta de frases, ideas, nombres de los que su memo-ria y su imaginación se habían apropiado para readecuarlos, insertarlos, hacerlos partes de ese cuerpo verbal fabuloso e inatrapable que está no solo en Paradiso sino en toda su obra poética y ensayística. De esa apropiación no se escapaban las leyes gramaticales. No conocí personalmente a José Lezama Lima, pero cuento por decenas los amigos que conversaron con él, o conversaron con quienes conversaron con él, y se empeñan en imitar, con menor o mayor fortuna pero siempre con las mismas pausas, su hablar sincopado por la falta de aire: síncopas que en su prosa toman la forma de comas.
Parte del trabajo realizado por Cortázar y Monsiváis, al cuidar la edición de Era, fue limar esos desajustes entre la mecánica gramatical y las piezas del lenguaje que Lezama hacía encajar a su antojo, guiado por leyes absolutamente personales que, de ninguna forma, eran ajenas a la cosmovisión que da coherencia a un corpus dominado por la poesía. Lo más valioso de la labor cumplida por sus amigos argentino y mexicano fue, de acuerdo con Vitier, la corrección de los nombres propios mencionados.
Si la vida editorial de Paradiso fue luminosa y las erratas no impidieron que fuera reconocida como una obra cumbre, el destino de su autor en Cuba no corrió igual suerte. Católico en un país cuyo gobierno se proclamaba ateo, homosexual en un con-texto de profunda, raigal homofobia, los ataques de que venía siendo objeto desde inicios de los 60 (los primeros, salidos del suplemento Lunes de Revolución) se hicieron más radicales luego de la aparición de esta novela, sobre todo por el celebérrimo capí-tulo VIII, en el que Farraluque, personaje “con una cara tristona y ojerosa, pero con una enorme verga”, va prodigando placeres domingo tras do-mingo sin importar edad o sexo de quienes lo reciben.
Hay dos evidencias que ratifican la idea de que los años entre 1968 y 1970 todavía escaparon a la férrea dogmatización impuesta a partir del I Congreso Nacional de Educación y Cultura, de 1971. En el 70, mientras todo el país se lanzaba a los campos de caña para producir los 10 millones de toneladas de azúcar con que daríamos el salto definitivo hacia el desarrollo económico, Lezama recibía un notable homenaje editorial por sus sesenta años (otro “aniversario cerra-do”): La Gaceta de Cuba le dedicó un largo dosier, Ediciones Unión publicó el volumen de ensayos La cantidad hechizada, y el Instituto Cubano del Libro, en su colección Letras Cubanas, la Poesía completa, en cartoné. La edición de estos dos títulos estuvo a cargo de Dulcila Cañizares, de acuerdo con ambos colofones. Como el fatum de las erratas siempre lo persiguió, en la nota biográfica de la solapa de La cantidad… se dice que el poeta nació en 1912.
Condenado a la marginación oficial en medio de los años de mayor intransigencia ideológica; protegido, en cambio, por la Casa de las Amé-ricas (de donde recibía un salario mensual como investigador), murió el 9 de agosto de 1976 sumido en el ostracismo, aunque no en el olvido. Al velorio y al entierro de Lezama concurrieron muchísimos escritores cubanos, de las más diversas tendencias estéticas, credos y edades.
Una vez aliviado en Cuba ese período nefasto, su figura, su obra, no tardarían en recibir merecido reconocimiento y cuantiosos homenajes. Lezama fue la figura cimera de la literatura cubana en los 80.
La presentación del Paradiso de la Editorial Letras Cubanas, en 1991, es indicadora de varios síntomas. Ante todo, que Lezama estaba de moda. Francisco López Sacha recuerda que el acto se hizo“en medio de una furia popular, no dejaron hablar a los presentadores, César López y Raquel Carrió, y se dio la autorización de vender el libro ante la amenaza del asalto y el motín popular”. Sobre todo, revela la existencia misma de esos lectores potenciales que, al menos, cono-cían la importancia del libro y eran atraídos por su fama ambigua (una gran novela que en su momento fue condenada). Quedaría por conocer cuántos de ellos alcanzaron el párrafo final y comprendieron el sentido de la voz que dice a José Cemí: “podemos empezar”. Por último, ese inusual acto multitudinario pudo marcar el comienzo del declive para el “período Lezama” en la literatura cubana.
A cuarenta años de su muerte, a treinta de los años en que todo era atravesado por el humo de su tabaco, cabría preguntarse por qué el silencio se extiende hoy sobre esta obra. Al conmemorarse el centenario de Lezama, en 2010, José Manuel Caballero Bonald auguraba: “El autor cubano no pertenece a otra escuela que a la que él creó y se extinguió con él, una vez cumplida su difícil y esplén-dida heterodoxia artística” (http:// elpais.com/diario/2010/11/27/babe-lia/1290820362_850215.html).
Paradiso pertenece a la estirpe de obras que hoy van a contracorriente, en un mundo donde las personas damos cada vez menos tiempo a los libros y más a las pantallas. ¿Cuántos lectores no académicos encuentran en nuestros días Terra nostra, de Car-los Fuentes, o Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos, obras magnas que se sostienen en los juegos, recreaciones e insubordinaciones del idioma? Incluso, novelas más narrativas, pero que exigen de un lector tan aplicado como activo (Rayuela, de Cortázar, Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, o Bomarzo, de Manuel Mujica Laínez), van quedando destinadas a estudiantes de Letras o estudiosos.
Al cabo del tiempo, parece más fácil citar Paradiso que leerlo: un empobrecimiento que hubiese entristecido más que las erratas al hombre de letras ab-soluto que fue José Lezama Lima.
* Una versión de este texto apareció en el suplemento Confabulario, de El Universal de México, el 30 de abril del presente año.
No hay comentarios:
Publicar un comentario