LA ACTIVIDAD ECONÓMICA Y SOCIAL POR CUENTA PROPIA SERÍA EL BATACAZO FINAL AL DAÑINO PATERNALISMO SOCIALISTA DEL SUBEMPLEO
Por Rufo Caballero
La Revolución cubana se mueve críticamente sobre sí misma. Por: Frei Betto
No hay política sin coyuntura, sin movilidad de la circunstancia, pero tampoco hay política sin luz larga, sin la capacidad de ver más allá de la bodega. En las últimas semanas, he leído varios textos de enfoque trágico sobre los “despidos” (palabra que suena a terror social, de ese que no encuentra consuelo ni en el chicuelo de Chaplin) y la tendencia a la reducción de plantillas en el ámbito laboral cubano. Algunos viven la tragedia como necesidad histórica (haga lo que haga Cuba, eso está mal: Cuba es la nube negra; ergo, palo porque boga y palo porque no boga); otros, emiten sus juicios de buena fe, preocupados por el abandono de que será objeto el cubano sin-techo; ahora sin techo laboral.
Durante muchos años, algunos intelectuales hemos insistido en que tiene que existir la manera de conciliar Revolución y economía, emancipación e instrumentalidad, soberanía y sociedad civil, socialismo y movimiento del soporte material de la vida social. Para los que están en los extremos, resulta fácil: hacen parte de la línea dura, según la cual la menor apertura significa una brecha por donde se iría todo, todo cambio carenaría en la glasnost tropical, en una perestroika más caótica aún en tierras de la maraca y el cocotero (para estos, está bien pagar el precio del inmovilismo y que la gente no respire); o pasan de cualquier opción que se aviste en el horizonte cubano, si esta es encauzada por la Revolución. Entre unos y otros, existe una franja intermedia, de gente interesada en hacer ver que Revolución quiere decir que la gente viva, que la gente respire, que el salario valga, que el dinero contribuya a robustecer valores espirituales, que calidad de emociones significa calidad de vida, y que el sacrificio no es una finalidad sino un medio. Gente interesada en recordar cómo ha sido la debacle económica la que ha determinado que se resienta todo un mundo de valores caros a esta sociedad. ¿Cómo le explicamos a los jóvenes que se venden de lunes a viernes, alrededor de los hoteles, para el fin de semana poder llevar a la novia a una discoteca, que nada hay más importante en la vida que ser un hombre íntegro, honesto, capaz de poner la cabeza en la almohada y dormir plácidamente? Esos jóvenes, que no son ni todos ni ninguno, pero que están ahí, pudieran replicar que “basta de muela, puro”. También: “pudo ser fácil, en los años ochenta, crecer como hombres íntegros y honestos. Pudo ser fácil, cuando los problemas materiales elementales estaban resueltos, cuando el dinero cubano era el único y valía, y la gente, con su sueldo, podía comprar cakes de nata, zapatos de calidad y discos de Madonna”.
Para esos que no tenemos respuestas muchas veces ante la voz de los jóvenes más desafiantes, resulta imperiosa la renovación económica de la sociedad cubana. No se puede seguir hablando de valores sin obviar la economía; ya ha sido suficiente error la pretensión de que un país se sostiene y se alimenta de ideales, de utopías, de consignas; porque, a la postre, sin sostén económico, se quiebran los ideales, las consignas, las utopías. Habría que ver la actual circunstancia de los “despidos” con otra perspectiva, que sobrevuele los anecdotarios lacrimógenos, y se percate de que, a no tan largo plazo, esta puede ser la posibilidad de la entrada de la pequeña propiedad en Cuba, que llegará a dinamizar la vida social. Parece que hemos aprendido que si se pretende controlar la industria pesada y la fiambre, al final se van de las manos la industria pesada y la fiambre. El exceso de control y de centralización condujo a un estado famélico de lo social, a un flagelo que nos detuvo demasiado tiempo. Si el Estado no puede resolver los problemas de transporte, como, durante décadas, se ha evidenciado que no puede, el botero no puede constituir un problema nacional. ¿Que ese botero se echa, al final de la noche, en el bolsillo, bastante más que cuanto gana un “trabajador normal”? ¿Y? En cualquier caso, ese botero timoneó su dinero, dobló el lomo durante doce horas, para llevarse a casa un poco de más dinero para pagar la gasolina o hacer la vida menos difícil. No le puso a nadie una pistola en la frente para que subiera a su almendrón; más bien, la gente se la puso al botero, para que los tirara hasta la Víbora… ¿Qué riesgo hay en eso? ¿Que instancia mayor peligra con eso? ¿No aceptamos por fin que el igualitarismo nos hizo daño, nos enfermó de idealidad y nos separó de la vida?
La pequeña propiedad, la pequeña empresa, la posibilidad del negocio privado, sería la ocasión de probar que la soberanía puede establecerse sobre la base del movimiento social y no de la verticalidad asfixiante. No es fácil, para nada; pero peor es que la olla siga cogiendo presión, y presión, a punto de implosionar. Una violenta implosión sería peor que una terrible explosión. Hay que crear válvulas de escape, válvulas de salida, alternativas urgentes. Así como se las ingeniaba Fidel para trocar las crisis políticas (el Mariel como paradigma) en coyunturas para la removilización del consenso, es este un momento para probar que la Revolución es mucho más que la clonación patrimonial de los valores históricos, o que un par de palabras que intentan preservar cuanto se ha conseguido hasta aquí. Con los años, la palabra revolución se ha hecho sinónimo de preservación, y ha extraviado su natural capacidad de crecimiento, de desarrollo, de virarse al revés en cada ocasión que sea preciso. Una palabra de asentimiento ha sustituido a un proceso de cambio.
La actividad económica y social por cuenta propia sería, además, el batacazo final al dañino paternalismo socialista del subempleo. Tememos, dramáticamente, a los despidos, y reclamamos, en el fondo, la clonación de la engañosa política del subempleo. El sujeto se sienta todos los días en su oficina, de ocho a cinco, o, ya hoy, tal vez de nueve a cuatro, hace nada, o muy poco, y al final de mes, tendrá en el bolsillo trescientos pesos, con lo cual puede vivir un día de los próximos treinta. Cuando vaya al agromercado, y compre un poco de viandas, dos libras de carne de puerco, y algo de frutas, a bolina el sueldo de todo un mes. El resto del próximo periodo, 29 días, con sus noches, el sujeto tiene que inventar, tiene que janéarsela durísimo, para llevar la comida a su casa, para resolver el transporte. Tiene que inventar 29 días al mes para poder sobrevivir. Fue así que el mercado negro se convirtió en “el mercado”, los márgenes se hicieron centro, y la venta de pacotilla se convirtió en un oficio de supervivencia: los cubanos nos quitamos el dinero los unos a los otros, y así nos entretenemos hasta el año que viene. La vida es lo que está pasando mientras nos contentamos con vender un pitusa y una lavadora vieja, porque así podremos comer la semana entrante. La política del remiendo, de la salida desesperada, de la conformidad con la falta de expectativa económica y social nos ha abotargado durante demasiado tiempo. Nos ha detenido.
El subempleo fue haciendo que este país se volviera definitivamente holgazán, que muy poca gente trabajara de verdad, porque, total, pa’ qué voy a doblar el lomo, si con lo que me pagan a fin de mes, no voy a resolver nada. Ahora mismo Cuba es un país de la suspensión, donde la gente se inventa toda clase de excusas para no trabajar. Si en la panadería la señora que despacha no te atiende, y reclamas, prepárate a escuchar que ella tiene una situación muy difícil, dos niños chiquitos, y cuando lleguen las seis de la tarde, tiene que ir a fajarse con un P-no-sé-cuanto, para luego tener que inventar la comida. Si vas a una óptica, no puedes pasar porque están barnizando las maderas. Si te acercas a una notaría, el horario de almuerzo es de once a dos, y además, falta la tinta para enjugar los cuños. Si la maestra trató mal a tu hijo, y le reclamas, ella se lleva las manos a la cabeza y te dice: “pero mulato, ¿tú no sabes to’ lo que yo he pasa’o? Yo me di candela en el 2000, luego fui trabajadora social, y ahora soy maestra emergente, que lo mismo enseño Química que Historia de Cuba?, ¿qué más se le puede pedir a la vida? ¡Tu niño –tu niño no, tu monstrico- es un malcria’o y bien! ¿Cómo e’?”. No puede haber rigor, no puede haber ética, si no existe una solvencia mínima; si la gente no siente que trabaja por placer, como por una recompensa final menos frágil, y que al llegar a la casa no tendrá que ponerse a generar actos de prestidigitación para resolver la comida. Cuando llega la noche, cuando llega la mañana, el sujeto es pura obstinación: ¿cómo pudiera atendernos bien en la panadería?
¿Qué reclamamos cuando exigimos que ese “trabajador normal” sea recolocado en su “puesto de trabajo”? Estamos pidiendo el regreso de la inercia, el desorden económico, el país de la abulia que llegó hasta aquí. Para los humanos, todo tiempo pasado fue mejor. Nos vemos primorosos, sentados en la oficina, de ocho a cinco, o de nueve a cuatro, mirándonos las narices, haciendo cuentos de Pepito, o esos de un cubano, un ruso y un norteamericano, hasta que podamos salir a luchar un camello. ¿Por qué tiene que seguir siendo esa nuestra vida? Nuestra vida gris, que come ideales y merienda hamburguesas de rectitud ideológica. Y conste que lo escribe alguien que ha sido feliz, que ha vivido la vida que ha querido, y que ha podido o sabido encontrar razones importantes para evitar que la vida se vuelva un calvario. Pero que no tiene los ojos vendados.
Claro que será difícil. No hay capital. ¿A partir de qué se van a poder montar los pequeños negocios? Otra vez hay que inventar: pero más vale inventar unos meses, y generar la solvencia mínima, para que en los próximos años, ese negocio abra el camino económico, y la gente pueda respirar. Más vale inventar la posibilidad de invertir que confinarse a la inercia del no-pasa-nada, del inmovilismo, de la falta de expectativas de vida. Unos meses atrás, como parte de un debate, una exponente de las ciencias sociales decía, compungida, que le preocupaba que ciertos documentales críticos pudieran suscitar motines. A lo que respondí: ¿y el inmovilismo, la presión de la olla, no puede suscitar motines? ¿Cómo evitar que se nos venga encima la acumulación de impotencia y de frustración que tantos años de no-economía han ido depositando en la gente? Abriendo puertas; abriendo caminos. No hay de otra. Revolución no es mutilación; Revolución es cambio y sacudimiento. Ahora el reto consiste en que la apertura inevitable no renuncie a conquistas sociales importantes; pero, a fuerza de apostar a ese sostenimiento, hasta esas conquistas se han vuelto vulnerables, sin un soporte material que las facilite mínimamente. Durante años hemos clamado porque la letra oficial, la cartilla legal, abra espacios a la iniciativa privada, en el sentido de que un puesto de fritas no tumba un gobierno. Lo hemos logrado, lo estamos consiguiendo: el camino se aclara, se hace menos áspero, y entonces sobreviene la farsa de siempre cara al cubano. La tragedia. Despido es una palabra demasiado dura, una acción que nada tiene que ver con el socialismo. Invocamos el paternalismo socialista como el modo de regresar a ese momento en que éramos resguardados por la nebulosa del país, que nos acariciaba con el ventilador de la oficina y nos hacía inventar 29 días. Ahora, tendremos que inventar 29 meses, para invertir (no hay cubano sin invento), pero, se supone que, a la postre, llegará el oxígeno. ¿Qué preferimos: recrearnos en el melodrama del desempleo con tal de retomar el subempleo complaciente, o entender que se acabó el abuso, que al fin la gente va a tener que trabajar, que doblar el lomo, para salir adelante, y que se va a terminar el país del mango bajito? El temor a la empresa privada y los pequeños negocios es el temor al trabajo de verdad, a que se acabe el teatro, el simulacro, la burrocracia (he escrito burrocracia y no burocracia). Quedaremos expuestos a nuestra suerte, es cierto. Cada cubano tiene que labrarse el camino en la medida justa de su empeño, está claro. Y hasta hoy, ¿cuál ha sido nuestra suerte económica? Ahora, que tenemos la letra para desbrozar el camino; ahora, las lamentaciones. Es curioso que quienes llevamos muchos años doblando el lomo, cada quien en lo suyo, abracemos la posibilidad de la cuenta propia como una apertura natural. Para nosotros, no entraña peligro alguno, sino eso: una posibilidad. No creemos que sea panacea de nada, estado de albricias súbito y confortante. No. Pero constituye al menos una posibilidad para la sociedad cubana.
Dejémonos de tragedia, cubanos, que tragedia era vivir dormitando en la oficina, oyendo a Luis Miguel, y contándole al colega los últimos sucesos del barrio. Ahora nos damos cuenta de que la vida era lo que estaba pasando mientras el chisme y el brete nos consumían. Si perdimos la juventud con los boleros de Luis Miguel, o la retransmisión de las telenovelas, vueltas a ver en los televisores Panda, es esta la hora de suponer que mañana puede ser un día provechoso. Más que todo, productivo. Hay que ponerse pilas, hay que echar a andar los motores, hay que movilizar la imaginación, que el Estado no estará más para amparar a quien, enternecido, olvida que mientras entona o desentona Luis Miguel, afuera aguarda una cola de cuarenta personas. Preciso es romper la dependencia edípica al Estado. Si el Estado se cansó, más cansados debemos estar nosotros, y más deberíamos aprovechar la circunstancia de la opción de inventar para vivir y no para sobrevivir. Claro, hay un problema, un solo y enorme problema: hay que trabajar. ¿Cómo hacemos, en Cuba, para que trabajar vuelva a ser una virtud, un bien público y privado, y no un complejo de “trabajadores normales” que se sienten pillos cuando consiguen burlar al jefe? El susto de este minuto no es el susto ante el desempleo; es el susto ante el imperativo del trabajo, cuando vagar nos ha encantado. Al niño le han quitado la mochila, la merienda, la jabita de aseo y le han dicho: vamos, echa a andar. Primero aparece la incertidumbre, la protesta, el desconcierto. Después, se supone que, con el trabajo, la oportunidad de despegar.
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