martes, 28 de junio de 2016

La última palabra


Por Juan Nicolás Padrón

Fuente CUBARTE


VII Congreso del Partido Comunista de Cuba.

 En una de las intervenciones del VII Congreso del Partido Comunista de Cuba se enfatizaba en una vieja enseñanza martiana que, en mi opinión, debería ser lema de las reuniones de cualquier gobierno: “Gobernar es prever”. Pero, ¿no se prevé porque no se quiere? No creo que siempre se quiera prever, pues seguramente habrá alguno que no lo haga porque no le conviene ―bien para acomodarse o porque esa carencia facilita la corrupción de la que se beneficia―, pero considero que, en sentido general, los dirigentes cubanos están dispuestos para las prevenciones, mas algunos no pueden hacerlo porque no saben, y es una verdad de Perogrullo afirmar que, si no saben, no pueden, por mucho que quieran. La falta de voluntad por propósitos oscuros puede existir, pero sobre todo, hay administradores y funcionarios que carecen de conocimientos y saberes, que no es lo mismo, pues el conocimiento entraña teorización, sistema y disciplina de información en correspondencia con lo aprendido en las escuelas a todos los niveles, pero los saberes comprenden habilidades y destrezas prácticas que incluyen el advertir indicaciones que llegan por las vías informales; a veces uno de los campos falta, o los dos: una capacitación integral será necesaria para estar preparados en las diversas circunstancias de nuestro acontecer. Creo que la principal causa de la falta de prevención es la ignorancia, o tener una cultura limitada, que implica no conocer o saber lo que se debía para el desempeño de un puesto o cargo, lo cual imposibilita prever con eficiencia o eficacia.


Una de las maneras de prever en Cuba al gobernar o administrar es conocer y saber lo suficiente para poder planificar y programar bien. No basta saber sobre técnicas de planificación, han de conocerse todos los elementos necesarios, y especialmente los inconvenientes en el escenario nacional ―recordemos que en la Isla, muchos materiales y equipamientos para producir y cumplir metas y producciones, entran por barco, bajo circunstancias anormales de bloqueo comercial y financiero―, para trazar todos los pasos con exactitud hasta la consecución del objetivo final. Durante mi vida laboral tuve que asistir a interminables y complejas reuniones para planificar y programar, lo mismo planes editoriales y de publicación, que programaciones de ferias internacionales del libro. Pasé un 31 de diciembre hasta muy tarde discutiendo con un asesor soviético la planificación del papel que consumían nuestros libros. Me da vértigo todavía recordar aquellas reuniones que se prolongaban de un día para otro, y en este caso, pospuestas para el año siguiente, pues dicho especialista, por cierto, bien calificado ―me volví a encontrar con él en Moscú, y allí era muy respetado―, traía conceptos preconcebidos de la URSS que no funcionaban en el trópico, y algunos de nuestros acomodados burócratas, que intentaban una estricta planificación para 20 años ―un futuro que no podía modelar ni el mismísimo Dios―, le daban la razón a todo cuanto decía. Entre otras cosas, se olvidaban las imprescindibles relaciones de un sector con otro, la coherencia y cohesión necesarias en cualquier cadena de producción o servicios. Un ejemplo: si no se entrega en el tiempo planificado papel para la producción libros, por supuesto, en la feria se incumplirá la programación de títulos, y esto tiene otras consecuencias... Lo más acostumbrado ha sido continuar con las cifras del año anterior, y seguir con los mecanismos de financiamiento de toda una vida, aunque hayan fracasado rotundamente, porque lo nuevo, diferente o inesperado, causa siempre incomprensión.


Lo nuevo, diferente o inesperado es riesgoso, y hasta peligroso, para cualquier estabilidad; sobre todo para el que conoce o sabe mucho sobre un tema establecido a partir de una experiencia determinada, y no tiene una perspectiva cultural abierta para otra situación. Resulta difícil romper esa tensión y entender que conocimientos y saberes se condicionan a ciertos referentes, se integran a determinados contextos y necesariamente cambian ante nuevas circunstancias. Cuesta mucho trabajo modificar las prácticas implementadas e instaladas, frente a lo que surge como nuevo; no se admite con facilidad que se cambie una idea por otra diferente ―aunque se evidencie y confirme, año tras año, que algunas de estas ideas no solo fracasaron, sino que ya están sepultadas―; se hace resistencia aceptar lo inesperado, readaptarse a ello, y casi imposible, revalorizar prácticas cotidianas a situaciones inéditas. Los humanos necesitamos tiempo para las adaptaciones, y más para las revalorizaciones ―los oportunistas lo logran con mucha rapidez y a los burócratas hay que darles una orden―, frente a eventos que, a muchos años de haber ocurrido, todavía no se logran concientizar. La recepción de lo nuevo puede ser conservadora, y hay casos en que, sin desearlo, se forma parte de la derecha. Le tenemos tanta fe al conocimiento acumulado por las vías formales y a lo que hemos hecho siempre igual, que sentimos como irresponsable quitar un velo a lo cubierto; de-velar es tarea ardua porque seguimos aferrados a ver ese manto. El objeto lo vemos de la misma manera aunque haya cambiado, quizás porque a nuestros conocimientos no se han incorporado las funciones adaptativas de asimilación para reaccionar y no paralizarnos frente a lo nuevo, lo diferente y lo inesperado.


No es extraño que algunas creencias, y sus respectivos lenguajes, estén muy apegadas a la ignorancia, por están basadas en la tradición, que no hace preguntas. Tampoco resulta raro que se potencie el desconocimiento en sistemas muy jerárquicos que cumplen estrictamente órdenes, sin indagar causas. Cuando un funcionario o grupo de ellos ejerce la mala censura con el pretexto de que el “pueblo”, o algún sujeto determinado, no están preparados para recibir una información, se provoca una desinformación intencionada, no pocas veces facilitadora del ejercicio cómodo del poder, y a veces de la corrupción. Creencia sin convicción, jerarquía sin indagación y censura sin fundamentos, son obstáculos para el desarrollo cultural y social, pero también para el económico y laboral, gubernamental y político. Hay que ampliar los conocimientos, explicar sin cansarse, conversar sin satanizar, persuadir y ser persuadido, y rectificar o luchar por modificar orientaciones cuando hay razones de mayor peso que se oponen a ellas, porque nadie es genio, por muchas responsabilidades que tenga; darse cuenta de eso debe ser obligación de cualquiera que desempeñe un cargo público, y aún más, de los políticos. Y aunque la ignorancia ha retrocedido ante el avance de los sistemas digitalizados y de la informatización de la sociedad, pues ahora resulta casi imposible ocultar algo, la verdadera emancipación se logrará cuando conscientemente seamos más audaces, más transparentes, para ser más de izquierda; y no estoy manejando solamente “izquierda” como término político, sino como concepto revolucionario, que se debería corresponder con una manera de ejercer la administración, y sobre todo, de construir una política revolucionaria.


La falta de comprensión del conocimiento y saber ajenos, genera fanatismo, racismo, homofobia, sexismo, xenofobia, exclusión, triunfalismo y autosuficiencia. Esa ignorancia, en términos de política doméstica, puede propagar mayor incomprensión e injusticia social, pero a nivel de la política mundial, junto a creer que hay “valores culturales universales” ―que son los establecidos por los países ricos de occidente―, colabora a engendrar pretextos de intervención y hace peligrar la paz y la estabilidad del planeta. Lo que se ejerce en política exterior, debe ser coherente con lo realizado en política interna. El ser humano persigue desesperadamente lo que ignora, y lo busca, por lo que hay que aprender a desaprender y admitir con humildad que no sabemos muchas cosas; solo desde esa disposición es posible convivir con otros entendimientos, aunque no se acompañen. Percibir, interpretar y comprender no quiere decir afiliarse, compartir y colaborar: uno puede entender y no afirmar, porque hay una zona del conocimiento que tiene que ver con los criterios y las opiniones basadas en valores aceptados. Lo que es evidente para una persona no alcanza un nivel de confirmación para otra. Y, además, se puede conocer y saber mucho, pero si no hay un proceso eficaz para trasmitir informaciones y ser diestro en la política de comunicación, nuestros conocimientos y saberes quedan limitados solamente a los convencidos de ellos. Quizás por estas razones, en todas las comisiones del VII Congreso del Partido Comunista de Cuba, se recomendó desarrollar un proceso de estudio de sus documentos, propiciar el debate de toda la población ―y no solo de los militantes― y facilitar un proceso de consulta genuinamente democrático. La cultura ―incluida la política― del pueblo cubano, que siempre ha sido escudo y espada de la nación, es la única garantía de la certeza de los acuerdos del Congreso, porque el pueblo es el verdadero sujeto activo e histórico de todos los cambios. No puede haber “secretismos” y los procesos se tienen que desarrollar con plena transparencia, confianza y capacidad para escuchar y cambiar lo que tenga que ser cambiado, porque antes, ahora y siempre el pueblo debe tener la última palabra.


 

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