A Juanita Ganzo, María Eugenia Muriel y Choni Pazos, republicanas
Del tema que nos convoca nada pasa inadvertido: ni para la querencia ni para la ojeriza. Los tiempos que corren, con no pocas izquierdas en repliegue y menguadas por divisiones internas —a veces sería más elocuente decir intestinas—, parecen favorecer la hostilidad, incluyendo calumnias, contra la República asesinada. Un escritor de oficio, prestigioso, con aureola académica y —fundadamente, según se dice— acusado de plagio, capitaliza un relato en el cual las víctimas del fascismo quedan tan mal paradas como los terroristas victimarios, o más. Si un joven honrado, pero con la “culpa” de tener vocación marxista, le sale al paso, es blanco de comentarios sañudos.
Dueñas del mayor poderío económico, militar y mediático, las derechas se especializan en pasar por objetivas cuando intentan borrar sus crímenes y desautorizar todo lo que se les enfrente. Las izquierdas —sobre todo si son verdaderas, no las que un amigo español define como sedicentes y hedonistas— ni media palabra pueden decir sin que se les acuse de dogmáticas, de retrógradas, de cuanto se pueda fabricar contra ellas.
Hace pocos días, en una reunión de personas buenas y consideradas de izquierdas, alguien citó la denuncia que otro escritor relevante ha hecho de supuestas o reales atrocidades atribuibles a verdaderos o presuntos marxistas, comunistas, entre las cuales también le echó los perros a la República que estamos recordando. El grupo en pleno atendía, y uno de sus integrantes se permitió acotar: “Ese autor se expresa desde el anticomunismo”, y casi no pudo terminar de decirlo. Otro de aquellos amigos le reprochó: “No seas sectario. Si fueron atrocidades, lo fueron, y no hay que darles más vueltas”.
Al parecer, se cierra la posibilidad de defender algo que parezca verdaderamente de izquierda, mientras que la derecha no necesita ser defendida: sus actos, aun los más genocidas, son propios de su naturaleza y hasta sirven, supuestamente, para salvar valores sagrados. ¿Hasta cuándo será así? ¿No dependerá, en buena medida, de la lucidez y la decisión con que las izquierdas asuman el papel que les corresponde, sin permitir que ni medios imperantes ni acomodamientos les tuerzan las ideas y las priven de voz propia?
La sociedad es un todo dentro del cual el cine ocupa un lugar no precisamente autónomo, y requiere su propio estudio. Pero esta ponencia no es más que un saludo pensado desde Cuba. Trata sobre Una vida para dos (1984), documental patrocinado por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, que se fundó en 1959, pocos meses después del triunfo revolucionario. La película es una de las primeras realizadas por Gerardo Chijona, quien se había entrenado como asistente de dirección.
Estos apuntes solo rozan algunos elementos básicos de una obra sobre la cual no intentan hacer la valoración concentrada que merece, ni pormenorizar los créditos correspondientes. Pronto conquistó numerosos premios, desde el Tercer Coral reservado a los mejores documentales presentados en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, pasando por la mención que en esa misma cita habanera le otorgó la Organización Católica Internacional del Cine y del Audiovisual, y lauros en concursos de la Unión de Periodistas y la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y el Instituto Cubano de Radio y Televisión, hasta ser incluida por la crítica cinematográfica entre los filmes más significativos del año en el país.
Transcurre con el testimonio de dos ancianos que hablan de su vida. Empieza y termina en el Malecón de La Habana, no como escenario atractivo para turistas, sino como un componente visual y afectivo de identificación. La atinada banda sonora sirve de fondo a lo dicho por los protagonistas: el español Miguel Amántegui, de Menorca, y la cubana Francisca Pérez, Panchita, de La Habana probablemente. Desde la lealtad a la Historia con mayúscula, se combinan la historia de amor entre ambos y la del contexto en que la han vivido.
El resultado es inseparable de la Segunda República Española y, en el sentido más profundo del término, de su cultura. Al recrear las trayectorias de dos seres humanos, rinde homenaje a quienes se aplicaron a construir y perfeccionar esa República, democrática, y la defendieron contra el bando fascista que tuvo la complicidad de fuerzas trasnacionales afines a él. Rodado en Cuba, lejos del escenario de los acontecimientos centrales que trata, el documental constituye un homenaje permanente a los luchadores republicanos y antifascistas. Estas Jornadas se adelantan a otros encuentros españoles que han anunciado su proyección al servicio de la buena memoria histórica.
Ilustrado en gran parte con imágenes de archivo, evidencia voluntad de síntesis, a tono con propósitos comunicacionales, estéticos, y tal vez determinada por los recursos disponibles, entre ellos el tiempo de realización y el margen reservado al documental en las programaciones de los cines cubanos de la época. Entonces el público, más que esperar, antes de la película principal exigía y disfrutaba los noticieros, dirigidos en general por Santiago Álvarez, y otros cortometrajes, con frecuencia documentales.
La sobriedad de los protagonistas de Una vida para dos, que se alternan o coinciden en la pantalla la mayor parte del tiempo, favorece un discurso fluido, sin alegatos ajenos a sus voces, y legitima tanto el gesto heroico como la ternura cotidiana. El migrante español llegó en 1924 a Cuba, huyendo de la dictadura de Primo de Rivera: no dice por qué, pero la misma necesidad de huir y sus actos posteriores lo sugieren.
En La Habana se casó con una joven de familia pobre y que había tenido que abandonar los estudios para ponerse a trabajar en una cigarrería cuyo nombre, así como las vitolas mostradas, recuerdan, aunque no hubiera sido esa la voluntad del realizador, al Federico García Lorca que en su “Son de negros en Cuba” menciona esa marca entre otras estampas comerciales de tabaco cubano: “Y con la rosa de Romeo y Julieta / iré a Santiago”.
En 1933, año en que la lucha popular puso fin en Cuba a la tiranía de Gerardo Machado, el matrimonio, ya con su unigénito, viaja a España. No es un viaje de reacomodo familiar sin más. Manuel pensaría que en España, con la amnistía decretada —y, sobre todo, pudo haber dicho también, con la proclamación de la República el 14 de abril de 1931—, se resolvían muchos problemas. Pero sus preocupaciones políticas, revolucionarias, perduraban y lo prepararían para hacer frente a lo que vendría o ya se gestaba en las sombras. De vuelta a su isla, junto a compañeros que permanecían en ella o habían regresado de Cuba como él, se entrega a organizar el partido comunista. No es casual que, al estallar la Guerra Civil, la República tenga en él un soldado presto a defenderla, y su compañera lo sigue aunque deba hacerlo desde la retaguardia, también necesaria, útil.
En la vejez lo aguijonea un solo remordimiento: el haberse visto empujado por las circunstancias a una rendición que él personalmente —como tantos otros— se negaba a aceptar, y que le impidió ayudar a la salvación de compañeros quedados en el frente. Las fuerzas fascistas, usando tropas mercenarias, habían derrocado a una República llamada a dar frutos que hoy siguen convocando a su realización. Una de las tareas será impedir que, desprestigiada como está la monarquía, la construcción republicana venga de manos de la peor derecha, heredera de la que hace ochenta años pisoteó las leyes e impuso una cruenta guerra civil cuyas secuelas aún están vivas de distintos modos.
Como otros compañeros de lucha, los protagonistas de Una vida para dos no se resignaron. Llevados a Francia, sufrieron el conocido trato dado por el gobierno de ese país —no precisamente a la altura de lemas tan dignos como los fundacionales de la República Francesa— a los representantes del pueblo español forzados a exiliarse. Mantuvieron sus ideas y su voluntad de lucha, y, además de sufrir las condiciones de los campos de concentración en que se les separó, Manuel y Panchita continuaron siendo republicanos indoblegables. Él, siempre apoyado por ella, luchó contra los nazis.
La posibilidad de ver el documental libera al comentarista de la impertinencia de contarlo. Ello implicaría detenerse en núcleos de la acción como los ya esbozados, y otros como las peripecias del protagonista para zafarse de su envío a Alemania —“aquello parecía una película”, dice al recordarlo— y volver a encontrarse con la coprotagonista, quien ocupa su propio lugar en la trama. Bastaría para ello su actitud ante los nazis que apresaron al marido y su pelea cuerpo a cuerpo con el traidor que contribuyó a que lo apresaran.
Sucesos tales expresan el valor de quienes, con sobriedad conmovedora, protagonizan el documental. Sobresalen su condición humana y la naturalidad con que dan testimonio de sus vidas. Acaso lo que más se disfruta, lo que más alecciona, sea la ternura que mutuamente se prodigan, y que se confirma en las imágenes que los muestran junto a la familia en Cuba y en plena incorporación al proceso revolucionario. Manuel confiesa que no sabría vivir sin Panchita, y quisiera precederla en la muerte. Emociona ver cómo se miran.
Todo es saldo de vida, de luz. La delicadeza con que se tratan es, concentrado en ellos, un indicio de virtudes asociadas a una república que se vio forzada a defenderse. La violencia se la impusieron los terroristas anticonstitucionales que se alzaron para derrocarla e implantar una dictadura de consecuencias conocidas. ¡Allá los equilibrados “equidistantes” que sostengan otra cosa!
Ante el título del documental viene a la memoria una canción que pudo haberse creado para los protagonistas: la compuesta en 1976 por Alberto Favero para la intérprete Nacha Guevara sobre el poema “Te quiero”, de Mario Benedetti: “si te quiero es porque sos / mi amor mi cómplice y todo / y en la calle codo a codo / somos mucho más que dos”. Hoy, plantear ese nexo pudiera tildarse de cursi, pero la acusación expresaría un mérito ante tanto pragmatismo deshumanizado y propio de una ola neoliberal en cuyas raíces culturales, si así puede llamárseles, se halla una modernidad que el pensador francés Michel Leiris llamó merdonité.
El documental no podría, ni en su naturaleza ni mucho menos en su tamaño, lograr una representación exhaustiva de la realidad, ni habría que exigírsela. Tal vez el mayor elogio se lo haya hecho Alfonso García Osuna en su libro The Cuban Filmography. 1897 through 2001 (2003), que cito por su edición digital (http://www.amazon.com/Cuban-Filmography-1897-Through-2001/dp/0786427272): “Mi única objeción es que una historia como la de estos personajes merecía algo más de dieciocho minutos. Nos deja pidiendo más”. Pero, mayor importancia que oír o leer acerca de esta obra, tiene disfrutarla, conmoverse con ella, con los sentimientos y enseñanzas que aporta para mucho más que dos.
Es natural que un saludo cubano dirigido a estas Jornadas, y cuyo borrador se ha escrito parcialmente en Majadahonda —cerca, pues, de donde el próximo 19 de diciembre hará ochenta años que Pablo de la Torriente Brau murió defendiendo la República asesinada— recuerde algunos hechos: mientras en España un colectivo de personas entusiastas logra que se rinda homenaje a la Segunda República por los ochenta y cinco años de su proclamación, en Cuba se celebran los cincuenta y cinco de sucesos que culminaron en Playa Girón con el aplastamiento de la invasión mercenaria.
A esa victoria —y vale la alegría rememorarlo una vez más— se refiere Alejo Carpentier en La consagración de la primavera. En esa novela, summa narrativa, un combatiente cubano que toma vida de uno de los brigadistas internacionales defensores de la República Española, le dice a uno de sus compañeros: “Esta nos desquita de otras que hemos perdido […] En la guerra revolucionaria, que es una sola en el mundo, lo importante está en ganar batallas en cualquier parte”.
Luis Toledo Sande
Leído por el autor en las XIV Jornadas sobre Cultura de la República [Española], que tuvieron lugar del 12 al 15 de abril (en la Universidad Autónoma de Madrid, como las anteriores), y este año trataron La República en la gran pantalla.
Se publicó en Cubarte. El Portal de la Cultura Cubana:
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