viernes, 14 de julio de 2017

La moderación probada del espíritu de Cuba

Por: Arturo López-Levy. Cuba Posible


Foto: Vincent Pollard (CC BY-NC-ND 2.0)

De la gran Revolución francesa nació la “convención” de dividir el espectro político en “derecha conservadora”, “centro moderado” e “izquierda a favor de cambios”. Con nuevas rupturas, se usó una tipología más amplia, hablando de “centro-izquierda”, “centro-derecha”, “izquierda moderada”, “izquierda radical”, “derecha modernizante”, y “derecha tradicional”.

Sin embargo, tal clasificación se convierte en engañosa si no se hacen explícitos los criterios de “clasificación” y el contexto a partir del cual se aplica. ¿Cuál es el statu quo? ¿Qué tradición se pretende conservar? ¿Cuál es el paradigma económico y de organización política propuesto? ¿Qué propuesta emancipadora, por ejemplo, postula el socialismo? ¿Es realista el cambio social propuesto y la valoración de sus costos? ¿Cuál es la forma y secuencia óptima de lograr los cambios que la época “dicta” a partir de una visión crítica (no solo del orden por cambiar, sino de las alternativas emancipadoras propuestas y el contexto internacional)?

En Cuba tenemos el ejemplo paradigmático de pensadores como Enrique José Varona, Raúl Roa y Jorge Mañach, que incursionaron en esas temáticas con gran profundidad. Dos grandes revoluciones, la de independencia en 1895 y la de afirmación nacionalista en 1959 (devenida luego en comunista), fueron precedidas por análisis rigurosos de esos dilemas en las figuras de sus líderes José Martí y Fidel Castro en sus programas respectivos, del Partido Revolucionario Cubano (PRC) y el alegato “La historia me absolverá”. En esas perspectivas, más que la etiqueta ideológica, predominó el análisis del país “real” dentro de un contexto internacional específico, su cultura política y la capacidad de los actores.

¿“Centrismo” en qué contexto?

En la sociedad cubana de hoy es conveniente apuntar, al menos, tres líneas de continuidad y discontinuidad con la desovada entre la Revolución de 1959 y el fin del bloque socialista europeo:

– Es una sociedad política marcada por una auténtica revolución radical que corrió al país a la izquierda en términos de independencia nacional y equidad social. El respeto a Cuba como país independiente y la existencia de una meseta mínima de igualdad en términos de educación, salud, seguridad pública y protección contra la pobreza son consideradas “conquistas”, sin las cuales la nación cubana moderna no es concebible. Esos paradigmas de izquierda fueron aplicados con radicalidad después de 1959, pero ya eran ideales de la cultura política predominante, desde la Revolución “del 33” y la Constitución de 1940, que tuvo una matriz nacionalista-socialdemócrata.

– La sociedad cubana ha experimentado los límites de esa radicalidad como parte de los agotamientos del ciclo revolucionario. Desde ese contexto emergen disensos en la sociedad civil y la sociedad económica, que socavan las bases estatistas, disfrutadas e impulsadas por el liderazgo revolucionario como parte de una hegemonía cultural totalitaria en su etapa más radical. Hago una lista pequeña de lo que afirmo: ni el mercado, ni la propiedad privada (con su aparejado pluralismo económico), ni el pluralismo religioso (con sus profundas consecuencias para la proyección de valores hacia la esfera política), ni la tolerancia al pluralismo ideológico, son hoy “estigmas” culturales en la sociedad civil cubana.

– La cubana es, cada vez más, una sociedad transnacional insertada en las condiciones de un sistema internacional donde la soberanía sigue siendo el principio ordinal y los Estados nacionales los principales sujetos. Cuba es hoy una comunidad conformada no solo por los cubanos que viven en la Isla (definición que abarca hoy a muchos que viajan o interactúan en el territorio nacional con los que viven fuera), sino también su diáspora. El Estado nacional, sin embargo, sigue siendo el principal instrumento para el dominio político y la realización de derechos ciudadanos, el orden apropiado para organizar las preferencias políticas de la comunidad, y la promoción de sus intereses de la polisallende las fronteras nacionales.

Dada la geografía de Cuba, a 90 millas de Estados Unidos, la asimetría de capacidades económicas y militares, y la historia de injerencias, el Estado nacional cubano sigue confrontando el reto diario de la defensa de todas las prerrogativas que le confiere el derecho internacional en virtud de la soberanía. En ese sentido, la demanda de independencia total es hoy un valor hegemónico en la sociedad cubana. Cuba -como dijo Cintio Vitier- “ya escogió su delegado”, que no fue ni autonomista, ni anexionista, pero tampoco comunista. Fue el independentista, nunca “aldeano vanidoso”, partidario de una república social con conciliación de clases: José Martí. Ese nacionalismo -como lo dijo Raúl Roa- no nace ni de Washington, ni de Rousseau, ni de Marx, sino “de las entrañas mismas del pueblo cubano”.

El “Periodo Especial” y la reforma económica post-2006 (que en 2019 serán la mitad de la era revolucionaria”, pusieron en retirada el modelo de socialismo real y la hegemonía cultural radical instalada entre 1968 y 1991. Los pluralismos económico e ideológico, que emergen a través de nuevos valores, proyecciones, instituciones, publicaciones, blogs, etc., no son determinados en lo fundamental por las diferencias entre las políticas de Obama y Trump hacia Cuba. Tienen un origen interno, en el agotamiento del ciclo revolucionario (donde la radicalización no puede ser permanente) y en los efectos colaterales de las estrategias de sobrevivencia del poder revolucionario antes y después de 2006.

Sin ese contexto donde las coyunturas políticas “descompactan” o integran el “paquete” de ideales revolucionarios de independencia nacional, equidad social, o control totalitario unipartidista, es difícil develar la intríngulis de la reciente andanada contra el “centrismo” lanzada por un grupo de intelectuales vinculados a la interpretación más ortodoxa del legado de la Revolución. ¿Qué pretende atajar? La pluralidad ideológica creciente de la sociedad cubana, reflejada, incluso, en el funcionariado y en los intelectuales vinculados al Estado. ¿A quiénes pretenden disciplinar? A todos los que no coincidimos con ellos. ¿Cómo lo pretenden hacer? Atribuyendo una falta de “compromiso patriótico” a cualquier posición que no respalde los paradigmas que ellos defienden.

La pregunta central de este debate sobre opciones ideológicas hoy no debe formularse en términos históricos, sino políticos. No debe ser sobre lo que hubiese hecho Fidel Castro hoy (Silvio Rodríguez), o sobre cuál sería la forma correcta de implementar sus “Palabras a los Intelectuales” (Aurelio Alonso) o sobre cómo se reflejaría hoy su rechazo al “Pacto de Miami” (Elier Ramírez), cuando dijo que “para morir con dignidad no hace falta compañía”. Cuba pertenece a las generaciones actuales de cubanos.

Lo que Fidel Castro o José Martí dijeron es un referente importante, pero la justificación política para el unipartidismo o el multipartidismo, la economía de mercado, mixta o estatizada, o la proscripción de partidos o tendencias específicas como la anexionista o plattista, debe basarse en la conveniencia de esos ordenamientos para Cuba en el contexto actual. Lo otro sería limitar la soberanía de las generaciones vivas con un legado dogmático de los grandes próceres, cuya particular grandeza fue, precisamente, pensar Cuba como comunidad histórica de continuidad pero en sus propios términos.

Corrimiento al “centro” y democratización socialista

El núcleo de la crítica al “centrismo” identifica lo que Iroel Sánchez llama (en evocación a una cita de Lenier González) “el corrimiento al centro”. ¿Ha habido un “corrimiento” al “centro” en la discusión política cubana en la última década? Si se asume que el punto de partida se ubicó en la izquierda radical (en temas como el rechazo al mercado y a la propiedad privada, el paradigma de igualdad social, los incentivos materiales y la idea del “hombre nuevo”), pues se puede decir que sí. Eso, sin embargo, no implica una dejación de la cultura nacionalista, ni siquiera del proyecto socialista, sino un ajuste en busca de sustentabilidad en las nuevas condiciones históricas.

En la coyuntura actual es imprescindible proyectar con claridad lo que uno es y lo que quiere para el país. La política tiene que ver con relaciones humanas y, en estas, la imprevisibilidad crea incertidumbre sobre los comportamientos. El ser comunista, socialdemócrata, socialcristiano, demócrata cristiano, liberal u otra afiliación, no obstruye la posibilidad de una amplia gama de relaciones; pero esos vínculos ganan si ocurren desde la honestidad. Uno de los elementos que más daño hizo a las sociedades de socialismo real (y que ha sido obviado por la lectura liberal concentrada en los derechos a la propiedad privada), fue la caída de capital social por la decadencia de confianza en la interacción social. En definir claramente los temas de principios, con quiénes y para qué objetivos se va a colaborar o no, va la seriedad de una propuesta política.

En sus definiciones de “centrismo”, Enrique Ubieta, Iroel Sánchez, Javier Gómez y Elier Ramírez han mezclado posturas virtualmente incompatibles. Si como comunistas los arriba mencionados condenan la socialdemocracia, pues trátenla desde su propio mérito, no endilgándole responsabilidades por los anexionistas y autonomistas del pasado; ni por los plattistas de hoy. Ni Arango y Parreno, ni Montoro, ni Gálvez, ni el Lugareño, ni Antonio Rodiles han guiado su actitud hacia la relación con Estados Unidos por ideas socialdemócratas.

El paradigma básico del socialismo democrático o la izquierda moderada -por si lo quieren debatir directamente- plantea la extensión de la democracia a la esfera económica, reduciendo la desigualdad de ingresos y riquezas, y promoviendo servicios de salud, y educación de alta calidad con acceso universal; pero no removiendo, sino ampliando las conquistas de libertades individuales, el empoderamiento de la sociedad civil y de las instituciones de rendición de cuentas, balances y contrapesos de poderes desarrollados en las democracias liberales modernas. La preferencia por vías gradualistas de reforma no se basa en el rechazo de las revoluciones cuando son necesarias como alternativa de último recurso, sino en la consciencia de que las mismas dejan traumas importantes y, muchas veces, consolidan prácticas y una cultura totalitaria ajenas al pensamiento republicano.

Ese paradigma es apenas un ideal como lo es también el comunismo, o hasta el sueño martiano cuando se le empieza a agregar más que la independencia nacional y una república social. Pero lo que uno quiere ser influye en lo que uno es. Es lógico que existan pluralidades en esas dos categorías, porque nuestras experiencias vitales son diferentes en una Cuba que es cada día más plural. No se requiere ninguna conspiración perversa, ni el dinero de Washington, para que cubanos con perspectivas socialistas democráticas o socialdemócratas tengan insatisfacciones lógicas con el modelo de unipartidismo y economía estatizada, o parcialmente estatizada con monopolios estatales. Es coherente para un socialdemócrata comprometido con la independencia cubana reconocer la validez del modelo unipartidista de partido de la nación cubana en tanto mecanismo óptimo de resistencia, mientras se le cuestiona como paradigma una vez la política de embargo/bloqueo sea reemplazada por una dinámica basada en persuasiones. Si bien no se puede ser martiano y plattista a la vez, no hay incompatibilidad alguna en ser socialdemócrata y martiano.

Sánchez tiene razón en afirmar que los “centristas” no toman la promoción del sector privado, los mecanismos de mercado, ni la aceptación de una sociedad más plural como una necesidad trágica. En mi caso, no me escondo para celebrar esas realidades como prólogo para un futuro deseable. Los pasos pro-mercado de la reforma económica y la liberalización política crean nuevas presiones libertarias para mayores aperturas a largo plazo. Las limitaciones a la pequeña y mediana propiedad, y las restricciones a las libertades civiles de viaje y religión impuestas por la Revolución no se pueden entender sin el contexto hostil en el que Estados Unidos hubiese impuesto una contrarrevolución antidemocrática peor; pero tales rasgos totalitarios se institucionalizaron no como respuestas de emergencia, sino como componentes esenciales de control comunista. Es de celebrar que esos rasgos totalitarios se abandonen y que los cubanos seamos más libres.

Como ha demostrado Joseph Stiglitz, de la Universidad de Columbia, el Estado puede mejorar con intervenciones eficientes los resultados que la competencia del mercado produce. En este sentido se deben medir dinámicas concretas con experiencias concretas, no contra ideales. Cuba, en condiciones nada óptimas, ha garantizado servicios públicos y seguridad social a la mayoría de su población ausentes en muchos países del mundo en desarrollo; pero otros países, usando vías de mercado, lo han alcanzado también, algunos con mejores índices. No deben idealizarse las condiciones de igualdad en Cuba, ni en los países del socialismo real tampoco. Ni siquiera en los días dorados pre-1989, de reducción del coeficiente Gini. Los que vivimos aquella etapa sabemos de diferencias no monetizadas asociadas a privilegios de las élites estatales, o de burócratas bien ubicados en la distribución de necesidades.

Hablar de socialdemocracia e individualizar la responsabilidad por ideas y prioridades, permitiría una mayor claridad sobre las propuestas a debate que usar el término “centrismo” y acusar de promover el “capitalismo que siempre es salvaje”. En el evento de Cuba Posible en Nueva York (NY), por ejemplo, debatí con Pavel Vidal y Carmelo Mesa-Lago sobre la importancia de priorizar el control a la corrupción en períodos de transición por encima de la promoción del sector privado. Como explicó el profesor Domingo Amuchástegui en su crónica del evento en NY, allí me manifesté favorablemente al accionar del gobierno cubano contra la mafia y la colusión denunciada, entre otros, por Iroel Sánchez, que se había instalado en el mercado “El Trigal”. Querer una economía de mercado para Cuba no equivale a hacer causa común ni con corruptos, ni con la creación de un sector privado que termine dictando los términos de la decisión pública. No es casual que Pablo Iglesias (el líder de Podemos en España) y Pedro Sánchez (el líder del PSOE) consideren los escándalos ocurridos en ese país bajo los gobiernos de este último partido como una traición a la propuesta socialdemócrata.

Esta discusión de los modelos económicos es importante, pues plantea una diferencia central en la visión de la combinación entre Estado y mercado. Para un socialdemócrata, no se trata de tener un sesgo a favor del sector privado, ni construir un Estado o sistema político para sus intereses; se trata de adoptar, sin sesgos ideológicos, el tipo de solución económica con más o menos mercado, o intervención estatal, que produzca mayor eficiencia, crecimiento económico y bienestar para el país.

En ese sentido, las evocaciones del legado guevarista como pensamiento económico que han hecho los críticos al “centrismo” son pertinentes, pues apuntan con acierto a que la adopción de los mecanismos de mercado no es políticamente neutral y encierra los peligros de la restauración de un sistema de mercado explotador. Esa posibilidad existe, pero hay que asumirla como riesgo porque el retraso para el desarrollo económico (asociado a la insostenibilidad de la economía estatizada o las contradicciones asociadas a las incoherencias de una economía estatal con segmentos contenidos de mercado, como ha sido práctica después de 1991), son peores.

Si Ubieta, Gómez y Sánchez no se han enterado de que ya hay relaciones capitalistas en Cuba, pues les invito a entrar a los establecimientos privados donde los dueños obtienen plusvalía, sean cuentapropistas, inversionistas extranjeros o el Estado cubano como corporación mercantil. La adopción integral de un modelo de economía mixta, con el mercado como principal motor de competencia y adopción de precios, permitiría conectar con el caudal de experiencias mundiales en términos de regulación estatal, que debe ser alta, pero certera en el mejoramiento de la calidad del sector público. No sé que puede haber de “izquierda” en defender un Estado ineficiente, monopólico, que abusa del consumidor en las tiendas en pesos y en CUC (ya una vez le dije a Iroel Sánchez que no bastaba con rechazar mi propuesta de crear una entidad independiente de protección del consumidor, que nos dijera cuál era su propuesta), en el que la corrupción se incremente como resultado de las oportunidades para arbitraje y rentas asociadas a estructuras paralelas de reforma parcial.

Se trata, entonces, de tener el debate sobre la posibilidad de una economía socialista de mercado integrada en su propio mérito, sin esconderse como lo hacen algunos “centristas” que son, en el fondo, liberales y neoliberales; y desean promover la desregulación del sector privado, pero también no descalificar propuestas como “plattistas” o “anexionistas” por el mero hecho que prefieren un modelo con menos control estatal en el plano económico y, consecuentemente, en lo social y en lo político. Si como dicen algunos la aparición de un nuevo sector de propietarios permite su cortejo por la política imperial estadounidense, se trataría de otro grupo social más. El reto está en persuadir y educar a los empresarios en una convicción patriótica.

“Centrismo y embargo/bloqueo”

Sánchez también tiene razón cuando afirma que muchos de los llamados “centristas” abogamos por el reemplazo de la política imperial del embargo por una política norteamericana más realista hacia Cuba. Algunos hemos tenido que luchar por el respeto a la soberanía cubana en condiciones verdaderamente adversas, no solo por la asimetría de poder que existe entre Cuba y Estados Unidos, sino también por una cultura de arrogancia en parte del funcionariado y la sociedad estadounidense, complementado por otra de subordinación en segmentos importantes de la comunidad cubanoamericana. Ese contexto no puede olvidarse, al valorar al público al que van dirigidas nuestras propuestas en inglés o en español, que aunque no son contradictorias sí van cortadas para públicos específicos.

A Cuba, como país, no le conviene el simplismo de mirar a Estados Unidos (y su sistema político) como un monolito. Es mucho más útil aspirar a relaciones pragmáticas, conscientes de la asimetría de fuerzas con distintos sectores de esta nación. Mirar a los intercambios culturales y educativos con Estados Unidos con visión negativa, reduce la agencia que el actor menos poderoso materialmente tiene en la asimetría, particularmente sus ventajas de atención. Conociendo la diferencia de intereses entre los distintos actores del sistema político y la sociedad civil estadounidense, articulando sectores de negocios, comunidades religiosas, educativas y diaspóricas comprometidas con el respeto a la soberanía, más allá de discrepancias con el sistema político, se puede ser mucho más productivo que apostar a mantener una falsa unidad (de urna de cristal) a través de una preferencia por lo contencioso.

No caben dudas de que como priorizamos los intereses de desarrollo económico y bienestar del pueblo cubano, así como el alejamiento de un conflicto militar con Estados Unidos que puede ser devastador para Cuba, los “centristas” tenemos visiones distintas a las de Iroel Sánchez y Enrique Ubieta sobre las relaciones a buscar con Estados Unidos. Una política de distensión, incluso de acciones persuasivas de corte hegemónico, es preferible a la estrategia de coacción imperial por sanciones y financiamiento directo de opositores. Un ambiente distendido de diálogo con Estados Unidos, como el que empezaba a desarrollarse bajo Obama, permite la discusión civilizada de diferencias (como la relativa a la base naval de Guantánamo y las compensaciones), coordinando acciones mutuas beneficiosas en términos de seguridad nacional y protección del orden.

Este ambiente distendido permite, también, avanzar en reformas dirigidas a una economía de mercado y a una sociedad más plural en lo político, con afinidades a posiciones como las nuestras, pues Cuba tendría una interacción mayor con un mundo más favorable a ese rumbo.

No hay nada anti-patriótico en esa propuesta si se admite que el gobierno cubano deberá tomar, y ya ha tomado, medidas y legislaciones contra la interferencia indebida, más allá de los estándares internacionales de derechos humanos, por parte de Estados Unidos o cualquier otro Estado en sus asuntos internos. Es cierto, también, que esa postura es contraria a la de aquellos comunistas que priorizan el control totalitario sobre la autonomía de la sociedad civil en términos económicos, educacionales, sociales y culturales. Tienen razón al afirmar que será más difícil para la ideología oficial dominar el contexto cultural si la postura norteamericana se acerca más a la de Obama que a la de Trump.

Tienen razón también al afirmar que la comunidad cubana en el exterior, su pluralidad e incluso su hegemonía cultural de derecha, tienen mayores posibilidades de influir en Cuba con la política de intercambio. Ese, sin embargo, es un problema de competencia política no de Cuba, sino del PCC; recordamos, además, que este es un juego de dos vías, y que para los que tenemos posiciones “centristas” o moderadas en la diáspora, entendemos que la interacción con Cuba, nos ayuda a mover también a la masa emigrada al “centro”, en este caso desde la derecha.

Aquí, entonces, llegamos a la gran premisa falsa en la que todos los críticos del “centrismo” parecen coincidir: asumir que todos los que abogan por un rumbo de economía de mercado para Cuba y/o aceptación del pluralismo político se convierten, independientemente de las cotas, secuencias y tiempos que propongan para tales pasos, en anti-patriotas. Conviene aquí distinguir, incluso si de enfrentarlas se tratase, entre hegemonía y dominación. Para Iroel Sánchez la imposición imperialista no es la lista de lavandería humillante asociada al bloqueo o a la ley Helms, sino la mera integración al sistema económico mundial de mercado con su hegemonía democrático-liberal. Para muchos de los que catalogan de “centristas”, entre los que me identifico, Cuba como comunidad tiene el derecho de analizar la conveniencia y los términos de esa integración para su desarrollo; si la misma se plantea como negociación y por medios persuasivos.

Eso incluye el difícil, pero realista análisis, de replantearnos el balance óptimo entre el impulso revolucionario interesado en procurar un mundo más justo para todos los pueblos y el interés nacionalista en construir un mundo seguro y propicio para nuestro desarrollo como comunidad nacional. Luchar por el primero no es posible sin alcanzar el segundo. A mí, por ejemplo, la suerte de la resistencia shiita libanesa (de la cual el señor Sánchez es un ferviente solidario, publicando en el periódico Al Mayadeen) no me puede importar menos si se contrapone a ventajas comerciales, cooperación de seguridad, tecnológica o académica con Estados Unidos, los países del Golfo o Israel. Otro sería el caso, si estuviesen en juego proyectos nacionalistas cubanos de largo plazo (como la integración caribeña y latinoamericana, o el vínculo especial e histórico con África, dado el componente africano de nuestra nacionalidad y el legado de la proyección internacional antirracista y la sangre derramada por los cubanos internacionalistas).

Tienen razón Sánchez y otros en apuntar las deficiencias, dobles morales y fracasos de varios modelos (socialdemócratas o desarrollistas), así como la distancia que hay entre una Cuba agredida y una Noruega en la OTAN, o un Taiwán. Sin embargo, esos argumentos no invalidan la comparación propuesta por Joseph Stiglitz en su libro “Hacia una sociedad del conocimiento”, entre los modelos de Estado desarrollista pro-mercado como Finlandia versus los países bálticos; Corea del Sur versus Corea del Norte; Austria versus Checoslovaquia; Taiwan versus China; Tailandia versus Vietnam; y otros con aproximadamente el mismo nivel de desarrollo en 1946-1947, y que arrojan un saldo muy favorable para las economías de mercado, no solo en términos de eficiencia, sino también de equidad.

Tal comparación, en mi caso, nunca ha llevado a una conclusión demeritoria de los logros de la Revolución en desarrollo, pues dada la importancia de la independencia nacional frente a una política imperial, la estrategia estatista ha sido no paradigma, sino estructura de resistencia beneficiada por la existencia de una relación especial con la URSS.

Discutir ideas, e individualizar las responsabilidades.

Hasta aquí todo es debate de ideas; sin embargo, todo se degrada con acusaciones no ya de carácter ideológico, sino morales de “pluma vendible”, en la que la posición “centrista” es presentada como resultado de la compra de conciencias con dinero imperial. Aquí se impone reconocer que el llamado sector “centrista” se compone de una gran diversidad en términos de sus posturas, prácticas políticas y vocación de alianzas.

Como ha dicho el ex-profesor de la Universidad de La Habana, Emilio Ichikawa, en el programa “La Tarde se mueve” al respecto del post de Silvio Rodríguez, aquí es importante individualizar la responsabilidad. Me consta que varios de los llamados “centristas” han visitado Washington, Madrid y Nueva York aceptando conversar sobre Cuba sin priorizar poner en la mesa la condena que lleva la política de bloqueo contra Cuba y toda injerencia externa en los asuntos internos cubanos. Deben reflexionar desde el nacionalismo como prioridad, aquellos que han aceptado la agenda impuesta por las fundaciones extranjeras para discutir sobre los fallos de Cuba sin espacio a los méritos de la Revolución cubana, ni a la discusión del peso de la agresión externa en sus carencias. Es triste como Ernesto Londoño, periodista colombiano-norteamericano, conectado a sus “centristas” favoritos, escribe sobre la base naval de Guantánamo que la misma fue rentada por Estados Unidos después de haber intervenido “para ayudar a la independencia de Cuba de España”. ¿Dónde están sus amigos “centristas” cuando más los necesitamos?

Pero es una manipulación burda ponerle la etiqueta de “plattista” a todo el que critica políticas importantes del gobierno cubano, o los que, como este servidor, opinan que el unipartidismo no es el paradigma democrático por excelencia, sino un recurso de resistencia a desmontar tan pronto la emergencia motivada por la agresión termine. Reconociendo que Cuba como comunidad tiene enemigos comunes a derrotar, es pertinente no caricaturizar diferencias de visión que son lógicas en personas que viven vidas distintas en contextos distintos.

También podemos reconocer que hay espacios para una agenda común. Si no hubiese una coalición contra el bloqueo entre “centristas” y revolucionarios en la comunidad cubana, no será por socialdemócratas como yo, que hemos participado en todas las principales causas para mejorar las relaciones con Cuba (incluyendo el tema de la liberación de los cinco cubanos arrestados bajo cargos de espionaje, sin recibir un juicio justo e imparcial en Miami). Nadie en el movimiento por la liberación de “los cinco” me pidió dejar en la puerta ni mis ideas socialdemócratas, ni mi sionismo. Si ese fuera el caso hubiese mantenido mi misma postura, pero por mi cuenta.

Si hubiese conductas “plattistas” a criticar, que se individualicen las responsabilidades. Si alguna persona o grupo con ideas “centristas” recibe fondos aprobados para la NED bajo la ley Helms-Burton para reformar la constitución cubana desde México, se trata de una cuestión que corresponde a ellos responder; entre otras cosas, por robarnos el dinero a los que pagamos impuestos en Estados Unidos. Si Cuba Posible, La Joven Cuba u otro grupo o persona van a una sesión de preguntas y respuestas en Brookings Institution o en el Diálogo Interamericano a aceptar la agenda de indagación imperial y concilian en cuestiones de principios, sin condenar explícitamente la política de agresión contra Cuba, que se singularice esos ejemplos, sea de la tendencia política que sea; pero con evidencias.

Aquí conviene abrirse a una metodología de interacción menos hostil que el insulto y la denuncia apresurada. La crítica al llamado “centrismo” de Javier Gómez y Enrique Ubieta tendría razón si, en lugar de salir a “machetear” a la pluralidad, se concentrara en un corte de bisturí contra posturas verdaderamente “plattistas”. Solo una postura soberbia de supuestos iluminados no distinguiría entre oposición leal y apostasía. Carlos Rafael Rodríguez, que sabía algo de lo que Fidel Castro quiso decir en las “Palabras a los Intelectuales”, especificó que no quería decir que “los que no están con nosotros, están contra nosotros”, sino lo contrario: “todos los que no están con nosotros, están con nosotros”.

“Dentro del patriotismo todo, contra el patriotismo nada”. ¿Qué es el patriotismo? La defensa de los intereses nacionales de Cuba con todas las prerrogativas, ni una más ni una menos, que confiere el derecho internacional a nuestra comunidad política y su Estado en virtud de su condición soberana. Es un postulado legal, un estándar internacional, no hecho para Cuba, sino para cualquier país.

Por último, es importante aceptar la posibilidad de múltiples lecturas de la historia patria fundacional que evocamos. No solo ya en el legado de Fidel Castro (que es más reciente), sino incluso en el de José Martí. Elier Ramírez Cañedo tiene razón al evocar cómo la fórmula “del amor triunfante” del Apóstol “con todos y para el bien de todos” no era una ingenuidad abierta a los proyectos opuestos al independentismo (salvo como conversión al mismo de los confundidos). Sin embargo, tal postura, ni el modelo institucional del Partido Revolucionario Cubano (PRC), germen del proyecto republicano, eran mono-ideológicos. El PRC era una federación de clubes patrióticos donde convivían nacionalismos de diverso signo. La lectura de un Martí civilista, republicano y moderado (incluso al lanzar al país a la Revolución) es, por lo menos, tan posible como la del Martí radical. Tan es así que el “Manifiesto de Montecristi” definía la “moderación probada” como “el espíritu de Cuba”.

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