Por Eduardo del Llano
Escribo desde los seis años.
Lo primero fue una novela de ciencia ficción en la que los protagonistas eran dos jóvenes soviéticos del siglo XXIII. A los once años había escrito cuatro novelas en total, una saga de mis dos héroes, que saltaban de una aventura a otra en libretas escolares. Todavía están guardadas en alguna parte, y espero que no se muevan de allí.
Luego, en la Lenin, empecé a escribir cuentos. El primero, según recuerdo, era una historia policial de ciencia ficción, donde el detective… también era soviético. Pergeñé igualmente artículos, y otras novelas. Seguí en la Universidad. Conocí a unos tipos con los que fundé NOS-Y-OTROS en 1982. Empezamos a publicar en periódicos, como grupo e individualmente. En algún momento alrededor de 1986 u 87 nació mi alter ego literario, el personaje de Nicanor O´Donnell. En 1993, con treinta años, sacamos nuestro primer libro, Aventuras del caballero del miembro encogido, una parodia de las novelas de caballería. A esas alturas, mis relatos eran ya territorio libre de héroes soviéticos, o de cualquier otra nacionalidad en exclusiva. NOS-Y-OTROS se disolvió en 1997, pero hasta hoy contar historias sigue motivándome, tirando de mí, sacándome de sitios oscuros.
Hay escritores que planifican la novela punto por punto. Escriben en fichas la sustancia de los capítulos, las disponen ante sí y arrancan sólo cuando han armado el cuadro completo. A veces empiezan por la mitad, por el capítulo que tienen más claro. Yo no lo hago así. Tengo una matriz, un par de líneas, y la desarrollo por instinto, sin tener idea de adónde va a llevarme. Y una y otra vez sucede algo mágico: a la altura de las ochenta o noventa páginas todo cobra sentido y el final, el único posible, aparece clarísimo. Es un momento de felicidad absoluta, porque descubres el desenlace como una revelación. De ahí en adelante todo es más fácil. Terminado el texto, no lo leo: se lo paso a dos o tres amigos. Espero un par de meses. Con lo que me critican o sugieren, reescribo lo que haga falta, y así lo leo por primera vez.
Lo mismo con los cuentos: se te ocurre algo y escribirlo te lleva adonde la historia quiere, sólo que más rápido.
Jamás he padecido el bloqueo del escritor más allá de un par de días. Mi problema nunca ha sido la falta de ideas, lo que naturalmente no significa que sean todas buenas: eso sólo se sabrá después. Cuando quiero desarrollar una idea o destrabar un conflicto, salgo a caminar. Siempre aparece la solución.
Escribir es un placer entreverado con riesgo y dolor, como buscarse con la lengua la muela cariada. A veces da pereza, pero basta adentrarse para empezar a disfrutar. A trechos dudas, tienes miedo, ráfagas de desaliento, piensas cosas como jamás seré tan bueno como mis ídolos, ya está escrito cuanto merecía serlo. Una amiga escritora me dijo que “para escribir, lo mejor es no haber leído nunca”.
No es un oficio glamoroso como el del cantante o el actor. Por lo general no recordamos muchos rostros de escritores. A algunos los hemos leído completos y no los reconoceríamos en una foto. Tampoco es un trabajo que garantice el éxito, el dinero, el futuro. En todas partes los escritores tienen un empleo serio (profesores, lectores contratados por una Editorial, conferencistas) y además escriben.
Nadie dijo que iba a ser fácil.
Y, sin embargo, la mayor tajada de la cultura, de los logros del espíritu –literatura, cine, artes escénicas- se basa en un tipo sentado ante una página en blanco, tratando de decir algo. Inventando un universo, buscando las palabras justas para expresar una idea.
Es el mejor trabajo del mundo.
Poder hacerlo es un don.
Y es adictivo.
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