martes, 1 de marzo de 2016

Preservemos nuestros símbolos


Por Mayra Cue Sierra



Defender nuestra bandera también es respetarla, preservarla de ultraje y humillación y darle el valor simbólico, histórico y cultural que ella tiene. A muchos nos irrita y nos duele presenciar este uso, so pretexto irónico de identidad y cubanía.

 Nadie puede decir lo que serán los valores de la nueva sociedad o crearlos en su lugar.


Pero nosotros debemos contemplar con sobriedad de los sentidos, lo que es perseguir las ilusiones y proclamar con firmeza lo que queremos.


 Herbert Marcuse


 La sociedad contemporánea está saturada de símbolos e íconos que se integran imperceptiblemente a nuestra vida cotidiana y que, incluso, llegan a saturarla.


Pero hoy quisiera compartir con ustedes algunas inquietudes sobre símbolos ineludibles para cualquier ciudadano, que tienen diversas funciones y propósitos cuando los usamos en diversos espacios y momentos de nuestro quehacer: los símbolos patrios.

El escudo y el himno generalmente se reservan para documentos, actividades y eventos oficiales y colectivos. La bandera nacional, hasta hace muy poco tiempo la usábamos en ceremonias oficiales habituales y en momentos solemnes o no, relacionados con sucesos históricos donde se redimensionaba el sentimiento patrio; ya es otro el cantar.

Por décadas muchos criticamos el uso indiscriminado de la bandera de otros países como sustento de diversas mercancías —prendas de vestir y objetos—, pues nada tenían que ver con los objetivos fundacionales del estandarte en cuestión.

Los tiempos cambian y las percepciones de los individuos y de la propia sociedad hacia algunas prácticas culturales se transforman; algunos dicen que debido a la evolución del pensamiento humano y la liberación de tabúes. Sin embargo, no me refiero a los modos de hacer modernos sino al hecho de que de una manera imperceptible —y hasta solapada— se esta consolidando entre nosotros una tendencia que replica una variante cubana de una práctica foránea que, hasta ahora, considerábamos malsana e irrespetuosa.

Ello me impulsa a retomar la teoría sobre comunicación y cultura para esclarecer algunos presupuestos conceptuales de lo que significa un símbolo y que, por supuesto, también se relaciona con los símbolos patrios.

La cultura —ese término y zona polisémica— se relaciona intensamente con la producción y reproducción de sentido, significado y comunicación, y es una zona determinada y determinante de la actividad social. Por ello, a la producción artística se le denomina producción simbólica, porque es portadora de signos y fórmulas convencionales reconocidos por todos y porque también contiene idearios, paradigmas, valores y símbolos.

El comunicólogo británico O ‘Sullivan aporta la acepción cultural de un símbolo como el signo, objeto o acto que hace las veces de algo diferente de sí mismo, en virtud de un acuerdo entre los miembros de una cultura, y su sentido exacto depende de sus diferentes contextos; mientras que Barthes le atribuye la dimensión de abstracción o valor.

Para Andrade, el símbolo es una forma comunicativa intuitiva y expresiva que se aleja de lo racional, lo ideológico —en cuanto a ideas— y lo intelectual, y se acerca a lo conceptual, la imagen y lo sensible; afirmando que: toca fibras inconscientes del hombre; remueve estratos míticos; evoca imágenes primordiales; genera sentimientos de identidad y unión en el grupo que lo comparte; facilita la comunicación y representa los valores y principios colectivos más arraigados, con más fuerza y precisión que las palabras estructuradas de un discurso lógico.

La bandera nacional no es solo el estandarte que identifica a un país, representa las esencias, la trayectoria de una nación, sus luchas, su identidad, su imaginario, sus valores y sus paradigmas.

Ya es común que diversas representaciones —exactas o figurativas— de nuestra bandera se repliquen en gorras, vestuarios, objetos e instrumentos musicales, como elemento escenográfico y en los espectáculos y sitios más diversos.

El fin de año pasado la televisión cubana nos prodigó un diverso raudal de ejemplos.

Una cosa es que Con dos que se quieran —en sus dos versiones—, muestre con orgullo una discreta banderita cubana en una salita imaginaria de un supuesto hogar donde se reciben amigos que sienten a Cuba como propia, y que casi siempre culmina con una pregunta sobre el sentimiento de la cubanía. Otra bien distinta es convertirla en escenografía habitual de cualquier concierto teatral o mediático que la televisión replica de forma alucinante; expandiendo con sus imágenes de cobertura masiva —por demás gratuita y abierta— estas “novedosas” prácticas: ver una bailarina vestida con un simulacro de bandera desarticulándose con las contorsiones corporales que ahora están en boga, en el video clip de Gente de Zona y Marc Anthony —titulado nada menos que La gozadera— y que una y otra vez reproduce nuestra televisión; Juana Bacallao en un programa musical de fin de año, con un burdo vestido con sus colores y rayas que parecía disfrazada; Haila Mompié en un número musical repetido hasta la saciedad con algo que simulaba los elementos de la bandera.

Defender nuestra bandera no solo es dolerse por verla suplantada por otra en nuestro territorio o impedir que caiga en manos del enemigo en un combate, como clamaba Bonifacio Byrne; también es respetarla, preservarla de ultraje y humillación y darle el valor simbólico, histórico y cultural que ella tiene. A muchos nos irrita y nos duele presenciar este uso, so pretexto irónico de identidad y cubanía.

Luis Carbonell, Celina González, Esther Borja, Justo Vega, Ernesto Lecuona, Ramón Veloz y Barbarito Diez nunca precisaron vestirse con remedos de bandera cubana para proclamar por Cuba y el mundo su cubanía, y constituyen exponentes cimeros de la autenticidad de nuestra identidad histórico-cultural.

El tema tiene aún mucha tela por donde cortar, pero necesitaba comenzar este año compartiendo con ustedes mis preocupaciones.

En la entrevista a Miguel Barnet, “Cuidar a Cuba como la casa”, que José Luis Estrada publicara el 31 de diciembre en el periódico Juventud Rebelde, este antropólogo y poeta afirmó: “Debe haber un espacio amplio donde todo quepa, aunque resulte incomodo o tenemos que saber vivir con el pensamiento de todo el mundo, siempre y cuando no corroa la esencia de la nación”.

De igual forma invito al diálogo como mecanismo fortalecedor y enriquecedor de la práctica cultural; es decir, de la espiritualidad, el imaginario y la memoria de la nación.

Por ello, les convoco a debatir públicamente este tema

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