Rafael Hernández
La visita del Presidente de Estados Unidos a Cuba es el objeto del deseo entre los medios de comunicación de todo el mundo. ¿Cuáles han sido las expectativas de los cubanos de a pie? ¿Les importa realmente que Obama venga? ¿Los beneficia, los perjudica o todo lo contrario? ¿Cómo van a cambiar las cosas a partir de su entrada en La Habana, el Domingo de Ramos? ¿Se sentirán más libres? Algunos hasta hablan de “la química entre Obama y el pueblo de la Isla” –extraño fenómeno luminoso que nadie ha podido ver aún, pero que se anticipa, como los que predice la Teoría de la relatividad.
Luego de evaporarse las primeras expectativas que siguieron al júbilo del San Lázaro de 2014, el conocido discurso largoplacista tomó posesión, induciendo, de rebote, una lectura de sentido común equivalente a “la vida sigue igual”. En efecto, durante estos quince meses, se ha repetido que la normalización es “una meta muy remota”, las relaciones siguen siendo “esencialmente iguales”, “son los mismos objetivos, solo han cambiado los medios”, “el bloqueo pica y se extiende”. De manera que la visita presidencial se había anticipado como “un simple acto simbólico”, pues “nada cambiará mientras haya bloqueo”, es más, “seguimos en guerra, solo que ahora es cultural”. Etcétera.
Sin embargo, cuando uno mira alrededor, verá que en estos mismos quince meses La Habana se ha desbordado de visitantes, no solo en los hoteles sino en los room for rent, las aduanas no dan abasto, los restaurantes caros, el transporte rentado y los servicios que los suministran hacen su zafra, el flujo hacia EE.UU. por el paso Suramérica-Centroamérica-
Lo mismo que el bloqueo, la normalización tiene un efecto extraterritorial. Por obra y gracia de las nuevas relaciones, las acciones de la imagen Cuba en la bolsa global se han disparado. Después de haber sido pintada, hace apenas unos meses, como el Gulag del Caribe, La Habana se ha convertido, súbitamente, en “una de las 10 ciudades que hay que visitar”, y particularmente para esos recién llegados, en una especie de parque temático del socialismo. En efecto, a pesar de que, según nuestras agencias turísticas, lo que buscan es sol y playa, los nuevos caminantes de nuestras calles dicen que quieren ver con sus ojos la “Cuba de Castro”, mientras Fidel y Raúl están todavía vivos, y antes de que, según ellos, la marea de MacDonalds la tape, y se convierta en otra islita más del Caribe.
Una pregunta recurrente en todas partes –también en las conversaciones entre nosotros– es si los cubanos estamos preparados para este encuentro cercano con los EE.UU. ¿Qué pasará cuando se desencadene el “tsunami norteamericano”? ¿Cuando desembarquen con sus íconos, sus abrumadores medios de comunicación, sus cruceros, sus premios Grammy, sus seriales adictivos, y sus otras series de adicciones, sobre este país entrenado para el “golpe aéreo masivo sorpresivo” y la “guerra de todo el pueblo”? ¿Cómo será enarbolar la bandera desde nuestra trinchera, si el enemigo no llega en paracaídas, sino por el aeropuerto, y viene a hacernos la visita a la propia trinchera? ¿Lo vamos a esperar “con la guardia en alto” o le vamos a extender la mano? ¿La nueva consigna será “una mano en el escudo y la otra extendida”? ¿Es que todo esto ocurrirá solo en un futuro indefinido, cuando el bloqueo se levante o está pasando ya?
Admitir que los cubanos estamos poco entrenados todavía en esta nueva situación de posguerra con EE.UU., sin embargo, no implica ineptitud o incompetencia para lidiar con la sociedad y la cultura norteamericanas. Entenderlo resulta clave para poder apreciar la huella de esta visita presidencial, con todo lo que ella arrastra y proyecta hacia adelante.
Me pregunto si los asesores de John Kerry y de Ben Rhodes entienden bien, en primer lugar, lo muy norteamericanos, culturalmente hablando, que somos los cubanos, más allá de edades, grupos sociales, géneros, colores y gustos ideológicos.
Quizás le han advertido al Presidente que iba a encontrarse con “el país más desconectado del mundo” en términos de Internet, una isla poblada por nativos del mundo predigital, carentes no solo de una conexión doméstica, sino ajenos a Google, Facebook, el correo electrónico, los teléfonos celulares. O un público sometido a una televisión gubernamental, que nunca ve aparecer en sus pantallas a Leonardo di Caprio, Tom Hanks, Sandra Bullock, Miley Cyrus (“Sí los conocen, pero solo los jóvenes, mediante un servicio underground llamado El Paquete”); y una radio que filtra la música norteamericana, incluido el rock, el jazz, el hip hop, y todo lo que les huela a “imperialismo cultural” (“Los Beatles estuvieron prohibidos hasta hace poco”). Quizás le cuenten al presidente que la iglesia católica, “único actor de la sociedad civil tolerado por el gobierno”, es la voz de la nación cubana; y soslayen no solo a las denominaciones evangélicas, la mayoría oriundas de los EE.UU., al igual que las logias masónicas, sino sobre todo a las religiones cubanas originadas en África, las más extensas y representativas de la sociedad civil real.
Si Obama pudiera caminar por la calle a su aire, como cualquier norteamericano, quizá apreciaría que la capital es una mezcla de arquitecturas, entre las cuales el art deco y el estilo moderno venidos del Norte son muy visibles. Comprobaría que a los cubanos les simpatizan los yumas (término afectuoso, en vez de gringo o yanqui), quienes no se pierden en esta ciudad, porque cualquiera aquí chapurrea el inglés, ni se juegan la vida cuando caminan de noche por un barrio como La Habana Vieja. Al menos sí compartir un juego de pelota –algo que difícilmente lograría en Buenos Aires o en Beijing–, pasión nacional que hace gozar y sufrir a nuestros dos pueblos como ninguna otra.
Un tal Fernando Ortiz lo dijo una vez: “La vecindad de esta poderosa cultura es uno de los más activos factores de la cultura nuestra”. Y agregaba: “No nos ciegue el resquemor que en nosotros ha sido latente por sus invariables egoísmos, por sus frecuentes torpezas, a veces por sus maldades y a menudo por sus desprecios. No es un problema de gratitud, sino de objetividad”. Los asesores, los de allá y los de acá, pueden aprender que este juicio de nuestro antropólogo mayor no tiene que ver con ideologías enfrentadas, sino con culturas afines, cuyas implicaciones para la comunicación política resulta difícil exagerar.
Naturalmente, no hay que confundir esa manera de vivir nuestra identidad con sentirnos norteamericanos. Que la cultura cubana digiera cosas foráneas, y se las apropie, no entraña que nos caiga bien el etnocentrismo del Norte, que ya Ortiz señalaba, y que aceptemos de buena gana sus certificados civilizatorios. Menos aún que nos traten con un rasero diferente a los demás. Algunos juzgan que, cuando Obama se reúne con grupos beligerantes como las Damas de Blanco y otros aliados del lobby conservador cubano-americano, radicalmente opuestos a la normalización y ajenos a cualquier diálogo nacional, se limita a ejercer una política que “refleja sus valores”. ¿Es que responde a lo mismo cuando visita oficialmente China y Vietnam, o se dirige a sus aliados latinoamericanos, como México y Colombia? ¿Se le ocurre incluir en su agenda una reunión con los veteranos de Tianamén, los blogueros vietnamitas presos, las organizaciones de familiares de los actuales desaparecidos, torturados, asesinados, que en América Latina y el Caribe son legión? ¿Las apoya activamente? Si se trata de “valores”, con una aplicación universal, no debería hacerse excepciones con los países grandes o con sus adeptos. Desde aquí abajo, esa diferencia se percibe como lo que allá arriba llaman double standard. Y ese no es precisamente un rasgo de la cultura democrática que ambos lados dicen defender.
Las lecciones que los cubanos debemos aprender, si de convivencia se trata, son otras. La primera es saber reaccionar al toque de Sadim –Midas al revés– que convierte en una suerte de materia fecal todo lo que toca la política de Washington, según sus intereses y prioridades. Que cuando ellos favorecen al sector privado, internet, los intercambios académicos, o abren programas dirigidos a los jóvenes, los emprendedores, o los artistas, porque imaginan que esa es la manera de atraerlos, nuestro reflejo instantáneo no sea recelar de ellos o impedirlos (“si los americanos lo apoyan, por algo será”). Por esa vía tan simple, pueden llevar la iniciativa en condicionar nuestras políticas internas, y demorar o sesgar los cambios que debemos darnos, en nuestros propios términos.
La segunda es estratégica: tenemos que aprender a explicarles cómo es Cuba. Para lograrlo, hay que entenderlos a ellos. Muchas veces sus actitudes hacia nosotros no responden tanto a una ideología irremisible, sino a una cultura política, incluidas sus creencias sobre lo que es libre y democrático. Lograr que ellos comprendan las nuestras, y la sociedad cubana real, aunque no las compartan, resulta clave, para ir construyendo, desde abajo, esta nueva relación. Sin pretender redimirlos de sus ideas y visiones, nacidas de otra cultura política, basta con que nos conozcan mejor y nos entiendan, para que todo pueda ser distinto.
Ambas lecciones suponen aprender a jugar con las piezas blancas, y hacer uso de las reservas de la inteligencia y la cultura cubanas. Si no existieran esas reservas, ¿cómo explicar, por ejemplo, que, cuando emigran, los jóvenes cubanos, todos nacidos después de 1959, puedan aclimatarse tan rápido a la economía y a la cultura de mercado, hasta el punto de ser más competitivos que otros inmigrantes nativos de aquella cultura, y supuestamente más entrenados? En esta nueva relación, que no se limita al canal mono entre los gobiernos, sino se ha vuelto estéreo, mediante las múltiples pistas de comunicación ya abiertas entre las dos sociedades, a la política le toca facilitar que todos los actores directos e indirectos, adentro y afuera, podamos contribuir a soportar y ensanchar este puente, sobre ese capital cultural nuestro. O para decirlo con las palabras de Lezama, hace ya tres cuartos de siglo: a levantarlo sobre “sus aguas hirvientes, congeladas”, “un puente, un gran puente, que no se le ve”.
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